Vie 11.10.2002
las12

ARTE

Llorar con ganas (y con otros)

La muestra de esculturas de Mariana Schapiro en el Centro Cultural Recoleta exhibe dos series conectadas con el
confuso presente argentino. Múltiples ojos que lloran lágrimas de látex, de carbón, de plomadas o de estaño, y fotos digitalizadas en las que diversos paisajes de la Recoleta son invadidos por cartón, un material que vuelve de los packagings y se interna en la miseria.

Por Sandra Russo

Un mediodía de sol esplendoroso, en el bar del Centro Cultural Recoleta, en una pausa que Mariana Schapiro se ha tomado para conversar mientras cuelga las obras que desde el viernes pasado pueden verse allí, ella rebobina. Trata de acordarse cómo fue que en su interior comenzaron a germinar las dos imponentes series de esculturas que ha bautizado “Los llorones” y “Proyecto Habitacional Alternativo”. Y recuerda: la primera, compuesta por muchos y disímiles pares de ojos de los que caen lágrimas, tuvo su origen en una pobre guirnalda que colgaba y que seguía colgando inexplicablemente de una soga en el gimnasio de barrio –un centro de jubilados de Belgrano– en el que Mariana se esforzaba entre abdominales y cintas fijas. “Había habido una fiesta, quién sabe cuándo, quién sabe para festejar qué. Y la guirnalda había quedado ahí. Rota, deslucida. A nadie se le ocurría sacarla. La veía cada vez que iba. Y asocié esa guirnalda que me daba tanta pena con el fin de fiesta que estábamos viviendo en general. Si yo fuera más joven o más moderna o me gustara trabajar con materiales efímeros, hubiese hecho una muestra con guirnaldas de papel, guirnaldas que más que espíritu festivo transmitieran ese vacío que queda cuando todas las fiestas se acaban. Pero, por mi formación, busqué dar ese clima con elementos matéricos, con formas y materiales que tuvieran que ver con mi identidad como escultora. Y así fueron naciendo los llorones.”
Esta mujer de 42 años –que se crió en Ayacucho y Santa Fe, y que es urbana por naturaleza– ya había hecho una llorona dedicada a su hermana: dos ojos de madera con pupilas de colores surgidas de cubos de viejos juguetes infantiles. Por otro lado, buscando expresar en otros trabajos la idea del agua, otras maderas serruchadas y limadas simulando el movimiento de pequeñas olas confluyeron en muchos de estos nuevos llorones. Es interesante esa idea del agua. Dice Mariana: “No sé por qué empecé a serruchar la madera para trabajar matéricamente el agua. Lo que más me atraía de ese trabajo era internarme en el agua, pero no en cualquier agua sino en el agua como lugar de ocultamiento”. Y es interesante porque, aunque ella no lo diga, el agua rioplatense ha sido un aberrante lugar de ocultamiento. Hace décadas se ocultaban cadáveres en el Río de la Plata para desentenderse de los cuerpos. Y en un país en el que tiempo pasa, pero sus mecanismos siniestros parecen no pasar, estamos aquí, charlando en el bar del Recoleta, apenas una semana después de que los buzos de la Prefectura dieran con el cuerpo de un adolescente al que unos policías federales obligaron a tirarse al agua del Riachuelo en un ejercicio sádico que concluyó en un asesinato. Es interesante, digo, el puente que se irá repitiendo entre los intereses escultóricos de Mariana y la realidad de la que nace su obra.
La riqueza de la serie se erige en la multiplicidad de llorones que tienen pena cada cual a su manera. El universo de los llorones es rico y múltiple. Conos de gres y hierro que lloran lágrimas de látex; monumentales conjuntos de listones de madera convertidos en agua y laqueados en un dorado que habla de pena intensa o acaso de pena en dólares; diversos ojos de chapa de hierro pintada que lloran tosca madera; dos piezas de madera campestre que envían a una pena rústica y que llora carborundum; otros ojos de chapa de hierro pintada de plateado en cuyos centros han ido a parar los posavasos de la madre de Mariana, posavasos venecianos comprados en un viaje irrepetible ahora para la clase media argentina, y la nostalgia de esos viajes que hace que esos ojos lloren lágrimas de cables de acero y plomo; tacos de madera cuadrados que lloran plomadas y varillas de hierro y cemento que son en sí mismas lágrimas por la imposibilidad de construir, quién sabe si casas, si edificios o proyectos; ojos de piedras engarzadas con cables de acero y lágrimas de caireles femeninos, operísticos, refinados; ojos de gres o de terracota que lloran como pueden, que lloran como varones, fálicamente, pero a chorros. Hay otros ojos, ojos hospitalarios hechos con cubetas de acero inoxidable que lloran látex; hay ojos negros de ciegos que lloran en braille; hay ojos que lloran gomas de plástico y ojos que lloran barras de estaño. Hay ojos que son discos de arado y que lloran sogas, y hay ojos que son laberintos de arena y que lloran acrílico. Hay un ojo solo, de yeso, que llora PVC.
“Me esforcé en que hubiera tanta multiplicidad de llorones porque todos lloramos y todos tenemos razones válidas y diferentes. De alguna manera, en este país ahora nos une la tristeza, pero la tristeza no nos unifica: presté especial atención a que hubiera llorones de todo tipo, incluso de todas las edades. Hay algunos que están colgados a la altura de un chico. Porque la tristeza hoy es un fenómeno colectivo y participativo. Nadie está exento”, afirma Mariana.

Los cartoneros
y el design
La otra serie, llamada “Proyecto Habitacional Alternativo (Structural Package Designs)”, consta de sesenta placas de madera calada y pintada de blanco, de fotos digitalizadas y de cajas de cartón. Aquí el punto de partida fue el cartón. Un elemento que en épocas no lejanas significó packagings y consumo, delikatessen, exacerbación del diseño para capturar nuevos clientes, para enamorar a nuevos consumidores, para llenar con la forma el vacío de contenidos. “El cartón se resignificó solo, hoy el cartón es otra cosa, y quise dar cuenta de eso”, dice Mariana, refiriéndose, claro, a los cartoneros y al primer plano al que el cartón fue lanzado en los últimos meses. He aquí el viaje vertiginoso y sorprendente de un material: de una punta a la otra del arco social, el cartón que protegía, resaltaba y vendía, con las virtudes de su diseño, quesos camembert, perfumes, habanos, relojes, juguetes, paraguas, lápices labiales, papel de carta, agendas, rubores, zapatos, corbatas, se metamorfoseó en unos meses en algo desechable que, sin embargo, no es en absoluto desechable para miles y miles de personas, que son las que paradójicamente viven de lo desechable en un país cuya capacidad de producción fue violada. Los cartones que nos rodean hoy ya no son los de aquellos envases glamorosos con cuya compra sentíamos que nos aproximábamos al primer mundo y a una calidad de vida también perdida. Hoy, los cartones reales son los de las cajas de arroz, los de las cajas de caballa, los de las cajas de galletitas, cartones de uso cotidiano y de primera necesidad.
Mariana jugó ese viaje de los cartones en una humorada que propone el regreso al universo del diseño en una ciudad invadida por cartoneros. Hay en esa serie cierta confusión, la propia del que ignora de repente dónde vive, qué hace, cómo es su ciudad. En las fotografías digitalizadas de la Recoleta que se pueden ver en la muestra hay una intervención de enormes cajas de cartón que podrían ser también las esculturas de esta época, por su precariedad y su altísimo poder de evocación. Los paisajes cotidianos son invadidos por las cajas de cartón, cuyo diseño sigue siendo fantástico, pero cuyo uso es vergonzante. Gente que vive de los desechos de los otros: ése ha sido el resultado de la falsa fiesta que vivimos.
Por eso, toda la obra de Mariana Schapiro es profundamente conmovedora. Porque golpea en un lugar que a nadie le es ajeno. Y porque, aunque ella no se lo haya propuesto, tanto los múltiples llorones como las cajas de cartón de alto diseño destinadas a ser vendidas al peso remiten a aquella primera imagen que tuvo la escultora, lo suficientemente astuta como para respetar y buscar su propio lenguaje: todo lo que se ve es una guirnalda rota, olvidada, de colores vencidos, una guirnalda decadente que quedó como resto de una fiesta en la que nadie se acuerda qué se festejó.

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