URBANIDADES
Algunas reflexiones después del affaire Andrea del Boca y la escabrosa relación con ese padre que no es un marido.
› Por Marta Dillon
Vaya paradoja del destino, la niña que creció en un set de televisión encarnando huérfana tras huérfana –de madre, por supuesto, que con eso alcanza para el título– en lacrimógenas historias cuyo final nadie recuerda se ha convertido en la adultez en la encarnación de esa madre que la ficción le quitó una y mil veces. Y más, porque aquella madre ausente no podía mostrar sus garras de leona para defender a sus cachorros. Ay Andrea, la madre del año, perdón, la conductora de La madre del año, seducida y abandonada por la misma mano que le dio de comer –hablo del multimedio que la convocó, tal vez la haya guionado en la exhibición de la tragedia y después la defenestró sumándose al coro de quienes la acusaron de manipuladora–, su tragedia no sobrevivió a una semana de verano. Y sin embargo, he ahí a las mujeres que gastaron dedos aparentando botones para hacer oír su voz a través del éter, esa tribuna amplificada en que viene convirtiéndose la radio (las señales de AM en particular) en la que las opiniones no tienen más filtro que la tenacidad para vencer el tono de ocupado. Es así, aun cuando opinólogos y opinólogas cantaran piedra libre a la supuesta estrategia de la huérfana ficcional/madre real (¿serán tan claros los límites?) de poner en el aire su tragedia personal para conseguir cuatro puntos más de rating, las oyentes la defendieron. Es una madre desesperada, se dijo. La Justicia no escucha a las mujeres, se escuchó. Yo estuve en esa situación. Y yo, y yo, y yo, se repitió al aire y rapidito que el tiempo es tirano cuando se factura. ¿Qué pasa? ¿Es que hay algo que efectivamente Andrea del Boca encarnó y que disuelve la sospecha sobre la búsqueda de rating? ¿O es que la figura de madre, La Madre, tiene un peso tal y tan atado al dolor que cuando se muestran juntas se convierten en irreprochables?
Basta revisar el calendario para darse cuenta de que el padre puede faltar –sobran las estadísticas para comprobar que el padre suele faltar– pero la madre no. Y para que no se note, el que los comerciantes anuncian como el día de la madre se transforma en la escuela en día de la familia. Coartada insuficiente frente a la sucesión de arquetipos que se imponen en días anteriores a la fecha de marras, desde Doña Paula Albarracín hasta la madre tanguera que sola en el patio cose y espera que el hijo vuelva o se marche para humedecer con sus lágrimas la camisa que luego le planchará. Ah, es cierto, desde el cambio de milenio otros arquetipos se han esculpido: las madres trabajan –según el Indec, en los ‘70 lo hacían un 25 por ciento, en los ‘90 el 44,7 por ciento y en 2003, gracias a la crisis, sólo el 44,3–, las madres desean –aquí es mejor correrse del deseo publicitario–; ergo, las madres tienen culpa porque no pueden dedicarse todo lo necesario a su descendencia. Haciendo un mínimo archivo de los últimos diez años en los medios gráficos, no hay vez que se nombre a una madre que trabaja sin nombrar o preguntarle por... la culpa. No es casual entonces que la señora Del Boca diga, ante todo y en cada requerimiento periodístico, que ella es “una mamá profesional” –por suerte a ella nadie le pedirá el título– cual si se estuviera exculpando con la exhibición de su dolor. Madre en pena, diría la ensayista Daniela Gutiérrez, estereotipo encarnado, figura religiosa, La Piedad misma, bah.
Detengámonos un instante en la figura religiosa. En las páginas de este suplemento se ha publicado no hace mucho un clasificado que se reitera en diarios nacionales: se llama a mujeres que quieren abortar a una entrevista de “suma discreción”. ¿Organizaciones por el derecho a elegir con vocación de acción solidaria? Claro que no, organizaciones religiosas dispuestas a tener de rehén a una mujer atrapada en su tragedia personal mientras le hunden la espada de la culpa, se la revuelven dentro de la herida y le aseguran que el sufrimiento se olvida porque Cristo Salva. Que sufran, eso pide el fundamentalismo religioso a diario y en diversas circunstancias –embarazos inviables, mujeres violadas, niñas abusadas, etc.–, que sufran y, si es posible, en silencio. Que hablen, en todo caso, cuando la resurrección haya ocurrido y la pena sea la piedra con la que se allanó el camino.
“Deseoso es el que huye de su madre”, escribió alguna vez el poeta José Lezama Lima aludiendo seguramente a esa madre que describíamos al principio, la que vive su vida a través de, la que no tiene deseo y entonces podría pisotear con su abnegación el deseo del otro. Qué diría Lezama Lima de publicidades de los últimos años en las que los niños piropean en voz baja a sus mamis bien compuestas mientras ponen mayonesa en su comida o directamente le montan una escena de celos a lo Sandro tomando leche en la barra de un bar para apagar el dolor de que la madre ame también a sus plantas y no sólo a su retoño humano. Pareciera que ahora que las madres son las que desean –aunque más no sea tener un cuerpo que otros deseen, que es un deseo bastante común aunque chabacano–, los niños (varones) se plantan para decir: si a alguien vas a complacer, que sea a mí. Sí, ya sé, son publicidades, puras fantasías ¿fantasías?
De la madre del último tramo del siglo XX y de este que empezó hace rato puede ser que no se pida tanta abnegación –o que ellas no la entreguen, pongamos una ficha– pero, vamos, todavía tienen que rendir Coraje, Resistencia, Valentía y otros atributos que ellas han sabido llenar de sentido –cita obligada y conmovida a las madres de la Plaza y a tantas otras que hicieron historia argentina– pero que se han transformado en condiciones sine qua non de una madre hecha y derecha. Madre es, por estas latitudes, una figura política que pondrá voz por quienes no pueden hablar y pedirá justicia para otros y otras como ése o ésa silenciado, ¿y ella?
¿Por qué entonces se ha criticado tanto a la señorita Andrea? ¿Porque todo lo que se pide a diario a una madre lo pone en grito en televisión? ¿No es por la pantalla por donde pasa la educación sentimental de estos tiempos? ¿No querían eso quienes la convocaron para escuchar historias similares a la suya, sólo –y no tan sólo– separadas por la inmensa dosis de poder que le otorga su atril, su historia de lágrimas y, digámoslo, su poder económico? ¿No era vox populi que había un conflicto con un padre que, ni más ni menos, se escuda en que no lo dejan ser padre?
Nueva alerta en este último punto: el padre. Siempre según sus abogados: que no lo dejan ser, que tuvo que pedir que se lo reconozca, que las visitas coinciden con el tratamiento médico. En fin, que el padre también encarna un discurso en boga en los tribunales de familia donde se monta incluso un entramado legal y pseudo-psicológico para que quede claro que las mujeres mienten y los niños y niñas también, influidos por ellas y en contra de los padres. Qué raro. El guión se repite en el caso Del Boca y, sin embargo, la sospecha es el asunto del rating. No es un tema menor lo del rating, pero ¿quién lo planea? ¿Ella? ¿O sobre ella? Sobre la madre que se llama Andrea, que –apunta la ensayista Daniela Gutiérrez– en el lenguaje de la tragedia quiere decir ni más ni menos que “el más macho”, es decir sobre la súper-mamá que lo podría todo, incluso ser el padre.
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