DEBATES
Dialogar con Paula Viturro –doctora en leyes; activista e integrante del grupo feminista Ají de Pollo y mentora de El Teje, periódico travesti que salió el año pasado– resulta un desafío que obliga a abrir la perspectiva y a repensar el lenguaje que a diario se ha ido fosilizando, a pesar de que otrora sirviera para irrumpir cual revolución: género, patriarcado, violencia sexual son categorías puestas en cuestión para seguir dando aire al feminismo.
› Por Veronica Engler
Resulta que una niña oscura –de esas que se aburren de su maestrita tonta– pensó en sacudir la ciudad al extremo. Primero se recibió de doctora en leyes (boga) como si nada, pero leyendo otras cosas bien diferentes aparte de los voluminosos libros de abogacía que leía por obligación. Así se hizo de un sitio en un centro cultural. Pero, si bien ya no se aburría, todavía se sentía curiosa y tenía ganas de ir por más.” De esta manera comienza el editorial de la revista El Teje –primer periódico travesti latinoamericano–, lanzada a fines del año pasado.
La boga en cuestión –presentada por la activista trans Marlene Wayar– es Paula Viturro, que desde el área de Tecnologías del Género que coordina en el Centro Cultural Ricardo Rojas cobijó, y mucho más, el proyecto de este periódico, único en el rubro.
En ese mismo Centro Cultural, hace casi cinco años organizó junto a sus compañeras feministas del grupo Ají de Pollo el Primer Foro Latinoamericano “Cuerpos ineludibles. Diálogo a partir de las sexualidades en América latina”, que luego quedó plasmado en un libro homónimo.
Viturro, investigadora y docente en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y secretaria letrada de un juzgado porteño, es una rara avis del feminismo local. Encolumnada, a su manera, en la corriente de los feminismos post-estructuralistas, esos con pretensiones antiesencialistas y desnaturalizantes –en la línea de lo que plantean Monique Wittig, Teresa De Lauretis y Judith Butler–, está dispuesta a impugnar una y otra vez categorías establecidas como “género” y “patriarcado”, o incluso las legislaciones antipornografía y las políticas de erradicación de la violencia sexual contra las mujeres. Su idea: soltar las amarras, reflexionar, animarse al debate, subir la apuesta en la discusión. “A lo mejor, arriesgándonos a pensar, podemos encontrar propuestas más disruptivas o transformadoras de la realidad social, que no se limiten a programas institucionales”, invita.
–Creo que lo que hay que poner en discusión es la categoría de género, qué hicimos las feministas con esta categoría. Por ese lado va el trabajo de Ají de Pollo, nuestras intervenciones siempre tuvieron ese objetivo. Me parece importante que las feministas podamos discutir el alcance de esta categoría que en su momento permitió desarrollar uno de los movimientos más disruptivos del siglo XX. Yo creo que cada vez que uno quiere intervenir en un espacio que tenga cierta pretensión antidiscriminatoria, tiene que cuestionarse si sus presupuestos no reproducen de alguna manera las condiciones que le dieron surgimiento a ese problema en el que quiere intervenir. No se trata de que no vamos a usar más esta categoría, pero sí tenemos que poder discutirla. El feminismo no se puede dar el lujo de ser ingenuo y creer que las categorías describen, como si este modelo conceptual no fuera un modelo que se sostiene en una determinada ideología. El feminismo justamente empezó como un movimiento que impugnaba categorías descriptivas, sobre todo esta de que la naturaleza es destino. Pero el feminismo hegemónico sostiene la diferencia sexual como un dato irreductible. Es un feminismo que centra sus agendas únicamente en los derechos, de una manera muy ingenua, que no reflexiona en torno del propio derecho.
–Yo creo que el límite es la metafísica de la sustancia, aun para los feminismos que no se creen apegados a un discurso biologicista, podríamos decir que es un problema de los feminismos modernos. ¿Cómo es que en el feminismo es imposible pensar ser mujer intersex? Por ejemplo, con Ají de Pollo fuimos al último Encuentro Feminista de América latina, que se hizo en San Pablo. En ese momento, Lohana (Berkins) estaba en el grupo e iba a venir con nosotras, estaba inscripta y la habían aceptado. Pero aun quienes se suponía que estaban haciendo un gran lobby internacional en favor de que pudieran ir travestis feministas o feministas trans, aceptaron que fuera sometido a votación, con una lógica representativa liberal tradicional de forma tal de que si la mayoría lo aceptaba, pudieran ir. Pero ahí era claro, nadie votó si nosotras podíamos estar, nadie sometió a votación los cuerpos de ninguna de las que estábamos ahí. Y aun las que pensaban que era importante que estuvieran las travestis feministas aceptaban que esto fuera un tema de discusión. Ahí se veía claramente un límite. Yo no estoy a favor de ningún espacio que no permita la inclusión de alguien en virtud de razones corporales.
–Con Ají de Pollo no participamos de los Encuentros de Mujeres. Hay un mito que hace a cómo nos definimos como sujetas de un determinado movimiento. Decir que las mujeres compartimos una experiencia común que no compartirían los hombres supone presunciones universalistas que yo no comparto. Podríamos preguntarnos qué es lo que nos da esa experiencia común. Me van a decir “los cuerpos”. Pero aun dentro de una misma cultura no pasan por las mismas situaciones el cuerpo de una mujer blanca que una mujer de color, el cuerpo de la empleada doméstica respecto del cuerpo de su patrona, ahí está justamente el mito de la feminidad, de la opresión común, el mito del patriarcado, que son categorías universalizantes que yo no comparto.
–No. De hecho creo que sólo se puede sostener la categoría de patriarcado a partir de esta presunción común según la cual existirían mujeres definidas biológica o culturalmente. Esta presunción no es diferente de otras construcciones de sujetos basadas en criterios identitarios, universalizantesy excluyentes. ¿Es posible pensar situaciones de exclusión, de dolor y violencia sin categorías universalizantes? Yo creo que sí, por lo menos creo que vale la pena intentar esfuerzos que puedan dar cuenta mejor de las experiencias. Al feminismo no le fue bien con estas categorías, que tienden a la reproducción de jerarquías al interior del feminismo, porque también impiden poder pensar las situaciones más complejas. Me parece que sobre todo las feministas negras lesbianas fueron las que más claramente pudieron plantear cómo funciona esto como un límite, que estas categorías no traducen de una manera transparente lo que sería una realidad, es como el mito de la opresión común. Y esto no quiere decir que haya que negar que las mujeres sufrimos más discriminación socialmente sino que podemos buscar herramientas que nos den más riqueza política, más riqueza explicativa; poder generar eso es asumir los límites del propio discurso. Por eso no suscribo a la categoría de patriarcado. Tampoco estoy de acuerdo con la famosa perspectiva de género. Cuando digo que no estoy de acuerdo con las perspectivas de género no estoy diciendo que hay que tratar de una manera general los problemas, porque estaría negando mi propio trabajo. Pero me parece que la expresión “perspectiva de género” también se terminó convirtiendo en un truismo, porque nadie discute qué es y se da por supuesto que la categoría de género no es un campo político en permanente disputa. Aparte, esta perspectiva se institucionalizó de la misma manera que los estudios de género en las instituciones o en las ONG, como un nuevo producto en el supermercado de los discriminados. Me parece que falta un poco más de riesgo para sacudir nuestras categorías. ¿Cuáles son los miedos que están ahí? Creo que un eje a indagar podría ser los pánicos morales del propio feminismo.
–La sexualidad, por ejemplo, no está pensada. El feminismo no tiene una teoría de la sexualidad, no tiene una discusión de este tema, y esto genera grandes problemas. Justo ahora pasaron veinticinco años del último debate del Barnard College (en EE.UU.). En el Barnard College se juntaban las gringas todos los años para discutir problemas del feminismo, y cuando se iban a discutir temas de sexualidad se dio una pelea en la cual ganó lo que después se institucionalizó como cierto feminismo hegemónico, con el discurso antipornografía de (la escritora Andrea) Dworkin y (la abogada Catharine) Mac Kinnon. Por otro lado quedó un pensamiento como el de Gayle Rubin (antropóloga de la Universidad de Michigan, que a fines de la década del ‘70 fundó Samois, el primer grupo de lesbianas S/M), que fue soslayado y toda esa línea de indagación, de exploración, fue negada por el feminismo. Ahora todos los discursos que en el ámbito público quieren sostener, por ejemplo, políticas en contra del abuso sexual y del discurso pornográfico tienen presupuestos teóricos muy problemáticos. La teoría de Mac Kinnon, que es la que todo el mundo utiliza, sabiéndolo o no, para bregar por cambios en la legislación penal, dice que la sexualidad es a las mujeres lo que el trabajo es al lumpen-proletariado. Entonces, así como el lumpen-proletariado siempre está oprimido en el marco de una forma de opresión capitalista, las mujeres siempre estaríamos alienadas de nuestro sexo. Esto que propone Mac Kinnon es lo que va a sustentar la mayoría de los discursos antipornografía y antiviolencia sexual en el plano del Derecho. Ella es la que sostiene el canon en el cual se basa la mayoría de las agendas que luchan por la erradicación de la violencia sexual. En primer lugar, creo que es una teoría absolutamente heterosexista, que supone que todas las mujeres se relacionan con hombres y, no obstante esto, también tiene un pensamiento sumamente complejo, porque, ¿en qué lugar deja a la sexualidad de la mujer heterosexual? En un lugar absolutamente de víctima, la mujer está siempre alienada de su sexo, ésta sería su definición, y por lo tanto el discurso es proteccionista. Y ahí hay una teoría de la sexualidad que no está discutida, que supone que las mujeres somos sujetos a proteger. ¿Esa es la mejor perspectiva para las mujeres? ¿No es violento un sujeto que surge como sujeto al solo efecto de autodefinirse como víctima? A mí me parece que el feminismo tiene que poder debatir estos temas, que son los más caros. Me parece que en estas cuestiones está como un poco estancado el poder impugnador del feminismo.
–Ella decía que la palabra hombre o mujer tienen sentido en una determinada economía, que se llama economía de la diferencia. De alguna manera se oponía a todas las tradiciones que tendían a la liberación de la mujer. Ella decía que en el marco conceptual que se sustenta esa liberación, no tanto en el poder del hombre sino en el poder de la diferencia sexual como dispositivo, esa mujer no es liberable. O mejor dicho, esa mujer sólo tiene sentido en ese esquema de la diferencia en el cual también tiene sentido la categoría de hombre. Por lo tanto, las lesbianas escaparían a este esquema de la diferencia que sostiene la heteronormatividad, que tendría un lugar importante en un sistema productivo. Y de ahí lo de “las lesbianas no tenemos vagina”. Porque la vagina tiene sentido, como órgano sexual privilegiado, en una economía reproductiva. Ella decía que las lesbianas no forman parte de esta economía reproductiva heteronormativa. Después podríamos discutir si lo que plantea es una utopía lesbiana, o un esencialismo en esa construcción que hace de la lesbiana.
–Su trabajo a mí me parece sumamente útil porque en algunas cosas creo que es una de las autoras más claras. Fue la que dijo abiertamente que el problema que tiene el feminismo respecto de la categoría de género es que género se deriva de la distinción sexo/género, entonces el sexo siempre queda del lado de la naturaleza y el género del lado de la cultura. Mientras esta dicotomía se sostenga, el feminismo no va a poder hacer lo que sí hicieron los estudios críticos de la lucha antidiscriminación racial: discutir el propio concepto de raza, que en los años ‘60 era un concepto en el que se basaban todas las políticas del orgullo, el orgullo de ser negro, el black power, las Panteras Negras. Y no obstante, esta categoría que sustentó políticas identitarias fue puesta en crisis por el propio pensamiento antidiscriminación racial. Teniendo en cuenta las bases fascistas de la construcción de este concepto, se planteó: ¿cómo sería una lucha antidiscriminación racial sin razas? En ese tipo de cosas me parece que Haraway es sumamente útil. Pero yo creo que con Haraway pasa lo mismo que con muchas otras autoras que son leídas para la cita mínima, para el epígrafe, pero no son discutidas en sus propios términos. Con esto tampoco digo que tenga que ser un canon. En algunas cuestiones yo creo que desde acá podemos criticar muchas de sus propuestas, pero me parece que tiene un potencial político que no está siendo explotado por parte del feminismo local. La categoría específica de cyborg puede servir para pensar algunas cuestiones.
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