NOTA DE TAPA
Apenas pasaron cuatro días de su cumpleaños número 17; muy pocos para las seis niñas y el niño que Pamela parió en sólo tres años. Su historia se relató como un caso, “todo salió como estaba previsto”, naturalizaron los médicos respecto del último parto múltiple, pero nadie escuchó a la adolescente y a su madre cuando después de haber tenido las primeras trillizas solicitaron una ligadura de trompas. La historia parece excepcional, pero encierra la regularidad con que se descuida la salud reproductiva de las mujeres en general y de las más jóvenes en particular.
› Por Sonia Tessa
Desde Cordoba
El lunes, Pamela cumplió 17. No hubo grandes festejos, en realidad si hubo alguno fue en la intimidad de una pieza de pensión en la que espera junto a su madre que las tres niñas que alumbró la semana anterior puedan prescindir de los cuidados intensivos de una sala de neonatología. Por segunda vez, Pamela parió trillizas. Su historia fue descripta como un caso, un milagro, una excepción a las reglas de la fertilidad que en su cuerpo se cumplen con la misma prodigalidad que en las chicas de su edad, pero más. Mucho más. Si no fuera así, Pamela sería otra adolescente con tres partos y cuatro embarazos en su historia clínica. No habría titulares dedicados para ella, no llamaría la atención más que para las estadísticas que cíclicamente retratan, a través de las madres niñas y adolescentes, lo que sucede cuando la educación sexual es casi nula, cuando las expectativas de vida no permiten ver más allá del momento. Pero Pamela tiene, a los 17, siete hijos que llegaron en una escala muy apretada: dos años y medio el varón más grande, uno y medio las trillizas nacidas en julio de 2006 y pocos días las que vieron la luz el 20 de febrero pasado, como si fuera una fatalidad o un milagro, según quién lo relate.
Pamela está “apabullada”, así lo describió una de las médicas que la trató. No quiere que se indague más en su intimidad, está cansada de recibir preguntas como reproches: que por qué no se cuidó, quién es el padre de las niñas que acaban de nacer, cómo no pensó antes justo en ese instante en el que es tan difícil pensar cuando se tienen 16 y una vida ya suficientemente plagada de llantos, pañales y mamaderas. Cuando se le acercan para pedirle una nota, apenas baja la mirada y llega a decir que “no”. Es su madre, Magdalena, quien negocia por ella el valor de su testimonio y no porque quiera lucrar sino porque el susto por lo que vendrá empaña cualquier presente y la pobreza que conoce desde pequeña la vuelve desconfiada. “Si quieren notas, que paguen, porque ahora se interesan, pero después me quedo sola para criar a tantos chicos”, dice y custodia el silencio de su hija del mismo modo en que organizó el destino de los nietos que le dio Pamela: las trillizas mayores están al cuidado de otra de sus hijas, en un pueblo cordobés, San Marcos. Y el más grande quedó con su papá, en Marcos Juárez.
La fertilidad de Pamela es una “rareza científica”, insiste el director del Hospital Municipal San Roque de Leones, Jorge Margherit. Si bien está preocupado por el futuro de los siete niños, el médico subraya que desde el centro asistencial hicieron grandes esfuerzos para garantizar la calidad de vida de todos los niños. Se enorgullece porque ese centro de atención primaria pudo controlar el primer embarazo hasta que llegó a término. Como entonces les costó conseguir el lugar para el parto, y por el incremento del riesgo, en esta oportunidad la derivaron con más tiempo a la Maternidad de la capital provincial. Pero ¿qué pasa con la madre de esos niños? A los 15 años, cuando tenía cuatro hijos, su madre Magdalena Bazán pidió que le hicieran una ligadura de trompas. “Según la ley provincial de Córdoba, hace falta una autorización judicial para realizar esta práctica a una menor de 21 años”, afirma Margherit. ¿No se pensó en solicitar ese aval? “Ningún juez lo hubiera concedido. Además, hubiera sentado un precedente para que otras jóvenes pidieran la práctica. Por otra parte, ¿qué pasaría si Pamela mañana pierde todos sus hijos en un accidente?”, arguye el médico, que trata a la adolescente desde su primer embarazo. Tenía apenas 13 años, pero lo perdió. Luego llegó Lisandro, cuando Pamela arañaba los 14. Y a los 15, las primeras trillizas, Ludmila, Macarena y Candela. Pamela entonces quería hablar, quiso pedir, junto a su madre, que la pusieran a salvo de la trampa que le había tendido su rara fertilidad. Pero entonces no la escucharon. El Estado puso el parche de la asistencia, pero no llegó ahí donde estaba el riesgo, en la precaria salud sexual y reproductiva de la adolescente. Si no se quería aplicar una cirugía difícil de revertir como la ligadura de trompas, ¿por qué no le ofrecieron, le recomendaron un Dispositivo Intrauterino (DIU), para evitar nuevos embarazos? “La Magdalena no quería, porque estaba empeñada en la ligadura de trompas”. Es una respuesta lábil, es tan común que el Estado actúe incluso en contra de la voluntad de cualquier madre cuando entiende que hay un “menor en riesgo”, que es difícil leer ese respeto por la soberanía de la potestad materna más que como un descuido.
Ahora, en la Maternidad Provincial de Córdoba, convencieron a madre e hija de recurrir al DIU. “El Programa de Maternidad y Paternidad Responsables de la provincia envía los métodos anticonceptivos. Los ginecólogos del hospital evaluaron que las pastillas no eran una buena opción, porque hacía falta una conducta terapéutica que no se podía garantizar. Entonces (hace menos de dos años), se decidió aplicar la inyección anticonceptiva, que se aplica cada 21 días. Pamela reconoce que un mes se descuidó y no vino a ponérsela”, explica Margherit. El resultado fue el segundo embarazo gemelar en dos años. El mismo médico manifiesta su sorpresa y recuerda que la fertilidad de la adolescente es excepcional. Se dice que es el tercer caso en el mundo. Lo cierto es que esta excepcionalidad encarna en una vida, la de una chica de 17 años, muy pobre, que desde ahora deberá hacerse cargo de siete niños.
La complejidad de la historia de Pamela se abre como un abanico, donde las preguntas encuentran, en muchos casos, más presunciones que respuestas. Por qué los médicos –que desecharon las pastillas porque pensaban que Pamela no las tomaría todos los días– apelaron a las inyecciones, que requerían su llegada mensual al hospital. Por qué no aplicaron un criterio médico para prescribir el DIU. De hecho, la propia jefa del Servicio de Adolescencia de la Maternidad Provincial, Viviana González, afirma que “le hubiera puesto el DIU y le hubiera dado muchos preservativos” antes de su vuelta a casa, la primera vez. Sin embargo, esta profesional nunca tomó el caso de Pamela, que la primera vez llegó directamente para el parto y, en esta oportunidad, ingresó en el servicio de “alto riesgo”.
Y como todo era tan frágil que podía fallar, la adolescente volvió a quedar embarazada. Había necesitado de la ayuda estatal, y de la comunidad, para sostener a sus hijos. Ahora necesitará aún más. “Son un caso social muy delicado”, afirma Margherit, quien se enorgullece del tratamiento médico que recibieron las primeras trillizas de Pamela. Como el invierno pasado las niñas presentaban desnutrición y alguna inmadurez evolutiva, estuvieron cuatro meses internadas en el hospital, con una enfermera y una religiosa destinadas a su cuidado, junto a Pamela. También tenían problemas de deglución y por eso fueron trasladadas en un remise hasta La Plata, donde las atendió un equipo médico especializado en el tema. “Eso lo pagó la comunidad. Era la única forma de hacerlo, y hubo una religiosa, la hermana Luján, y una pediatra, Sandra Ramazzotti, que se ofrecieron a ir hasta La Plata con las bebas”, señala Margherit. El médico entiende que se trata de derechos, pero también subraya lo que se hizo. “Si hoy las trillizas están bien y tienen un peso normal, es porque el Estado y la comunidad de Leones se hicieron cargo”, asegura el profesional. Asistieron a las bebas, pero la mamá quedó boyando, sin ser escuchada. Una vez que Pamela fue madre, su sexualidad quedó empañada por esta nueva condición. Y nadie recordó que seguía siendo una adolescente, llena de deseos.
En las calles de Leones, el pueblo de 10 mil habitantes donde creció Pamela, el acento está puesto en recordar todo lo que recibió la adolescente. Como asistencia, como ayuda, como solidaridad. No como derechos. Es que en Leones corre la indignación por unas declaraciones de Magdalena en el programa La mamá del año, que conduce Andrea del Boca. Allí la mujer relató que no había recibido ayuda de su pueblo. Y abrió un enorme frente de batalla, que debió enfrentar apenas volvió al hospital en busca de la leche en polvo que reciben sus nietas. Allí la misma pediatra que acompañó a las bebas hasta La Plata le pegó un reto. En el hospital, el sábado a la tarde, la kiosquera, las enfermeras, la “hermana Patricia” (una religiosa asignada al hospital), los periodistas, todos se agolpan para recordar “la ayuda” que recibió la adolescente.
“Le dieron una casa, pilas de ropa que ni siquiera lavaba, tenía tanta que la dejaba afuera, en el lavadero, para que se pudra. Recibe la leche, las trillizas estuvieron internadas en el hospital, dejábamos a nuestros hijos para darles de comer. Las enfermeras, las religiosas, mujeres voluntarias de Leones, todos la ayudamos”, dice una enfermera, pero la opinión se amplifica como un eco. Tras las declaraciones de Magdalena, todos tienen algo para reprocharle. Dicen que Pamela “no supo aprovechar todo lo que se le dio”. La frase se repite. La culpan de haberse embarazado, le cuestionan sus costumbres. Cuentan que mientras las trillizas lloraban, ella “jugaba con el celular y se la pasaba escuchando a Jean Carlos y La Mona”. Las opiniones se suman, se complementan, junto con la mirada de enojo. Para todos, Pamela recibió mucho. Algunos, incluso, llegan a decir que le dieron una casa “por abrir las piernas”.
En un pueblo donde las calles exudan riqueza, de la mano de la soja y el trigo, que hoy se cosecha apenas para “hacer cobertura”, Pamela tiene muy poco. “En este pueblo hay pobres, los que están acá, en la Fiesta del Trigo (que se realizó el último fin de semana), pueden decirle que no, pero yo sé bien que hay, los veo todos los días”, dice el director del hospital. El contraste es apabullante. En la Fiesta Nacional venden pequeñas motos cero kilómetro, hay exposición de cosechadoras. La gente disfruta del sábado a la tarde en la pileta. Los autos y las motos copan la calle lindera. Incluso, el periodista Julio Llabres ilustra la situación del pueblo. “En 2001, un colega dijo por la televisión nacional que Leones era la ciudad más rica del país, porque habían quedado 18 millones de dólares en el corralito con once mil habitantes. Pero no es tan así, mi parte no sé adónde está”, termina con un chiste. Lo cierto es que hay dos Leones. Y Pamela está del otro lado.
Magdalena, la abuela de los siete hijos de Pamela, tiene apenas 49 años. Pero su mirada demuestra que fueron muy duros. Llegó a Leones a los 12 años, desde Villa Angela, en el Chaco, donde supo desde bien pequeña lo que significaba el trabajo: colaboraba en la cosecha del algodón. Ya en el pueblo de Córdoba fue empleada doméstica, cuidó personas enfermas, ancianas. Tuvo seis hijos. La más chica es Pamela. Cuando se le pregunta si crió sola a sus hijos, elude la respuesta. “Siempre trabajé para que no les falte nada”, responde. Sin saberlo, una enfermera del hospital municipal de Leones le da la razón. Dice que José, el esposo, “es tranquilo pero vago. Si no fuera porque Magdalena salió a trabajar, los hijos se habrían muerto de hambre”. La familia vive en una casa sobre “la rutita”, como le dicen en el pueblo a esa calle, que es enlace con otras localidades. Apenas se golpea la puerta, en la calurosa siesta del sábado, José abre la puerta. Y ante la primera pregunta sobre Pamela, se adelanta: “La que maneja todo es la madre. Llámela a ella”, afirma, y atina a discar. Con cierta reticencia, responde que es jubilado, que está casado con Magdalena desde hace 30 años, y apenas hace un gesto cuando se le pregunta cómo reaccionó ante los embarazos de Pamela. Finalmente, despacha a los intrusos, pero antes afirma que “de algún modo se van a criar” los siete niños. En la casa de al lado, una jovencita baldea la vereda. Cuenta con toda naturalidad que acompañó a “la Magdalena” a Córdoba, porque sola no podía con tantos niños. Es la única que durante toda la tarde no dirá una palabra de reproche, sino que ofrecerá su solidaridad de par.
La vivienda de Magdalena está en un barrio alejado del centro de Leones, en un plan social de casas de material, todas iguales, blancas, con dos ventanas al frente. En algunas se ven pequeños jardines, autos de modelos viejos. La de ellos es la más deteriorada, al asomarse se advierte que ni siquiera tiene pisos. Hasta mediados de este año, allí residían once personas. Magdalena, José, tres de sus hijos, la pareja de Pamela y los cuatro niños. “La prioridad fue sacarlos de allí. Por eso la Municipalidad le dio un terreno y le construyó una casa. Porque no podían seguir viviendo en ese lugar, en esas condiciones de hacinamiento”, cuenta
Margherit. La construcción de una casa para Pamela le pone carbón a la caldera de enojo que hoy es Leones. En realidad, se trata de una pequeña casa, hoy con el pasto muy crecido, adonde Pamela fue a vivir sola, con sus cuatro hijos. El muchacho que entonces era pareja de la adolescente se fue.
Sobre los papás de los bebés también se dicen muchas cosas. La médica que en la mañana del sábado está a cargo de la guardia de la Maternidad provincial pone un poco de sentido común. “Pamela está apabullada”, relata sobre el escaso contacto que mantuvieron. “Todo el mundo quiere saber sobre su intimidad, de los padres de los chicos, es una situación muy invasiva”, agrega. Fuera de los mil y un rumores que circulan en el pueblo, Pamela vivía sola con sus cuatro hijos en una vivienda nueva, pero ubicada bien lejos –casi todo lo que se puede estar dentro de Leones– de su madre y su familia, de los vecinos, del entramado social que sostienen sus pocos años de vida. Es cierto que allí el Estado intervino, garantizó un derecho de la adolescente y sus hijos, el de la vivienda digna, pero no miró a la persona que recibiría ese “beneficio”. Aunque no se le pueda achacar exclusivamente a la Municipalidad de Leones, porque la intervención estatal se caracteriza por esa despersonalización, su efecto es agravante. En el caso de Pamela, la lejanía la deja aún más sola con sus hijos, menos asistida para criar toda la prole. Sin embargo, sus vecinos de Leones no se plantean el acceso a la vivienda en términos de derecho, sino como una dádiva que recibió la niña.
Pamela no estudia, y sería difícil que lo haga ahora, con tantos hijos. Esa es otra de las frases que circulan como estiletes por el pueblo. “En lugar de darle tantas cosas, tendrían que mandarla a la escuela”, se suceden las condenas. Y vienen de los lugares más diversos. Una vecina de Pamela en su nueva casa cuenta que la adolescente no tiene amigas. Por lo menos, no la visitan en la casa de barrio sur, las viviendas de la solidaridad, como les dicen sus habitantes. La vecina es también empleada doméstica, venida de Entre Ríos. Tiene 24 años y apenas comienza a hablar de Pamela asegura que “es buenita, pero muy sucia”. Se enoja porque en la casa lindera a la suya –bien arregladita– hay pañales tirados, ropa, cartones de leche. “Le dan muchas cosas, pero no las sabe aprovechar”, se escucha como un calco de lo dicho por otras personas en la pequeña ciudad.
Mientras la vida de Pamela es objeto de opiniones, censuras y objeciones, ella parece desbordada. Al menos, así lo describe Viviana González. “Llegan muchas cosas para las trillizas, pero también hay gente que la está merodeando. Los medios, los médicos, los empleados. No comía ni dormía. Le pregunté si quería ir a un lugar retirado, donde estuviera sola, y me dijo que sí, que por favor. Así que durmió, comió, estuvo tranquila”, cuenta la médica que apenas la atendió cuando estaba a cargo de la guardia. Dicen que Pamela es muy sumisa. Lo confirma Margherit, quien cuenta que la familia es “totalmente matriarcal. Magdalena decide todo”, y aventura que los embarazos son, para la adolescente, una forma de liberación.
Así como Magdalena empuja a la familia, maneja también la relación con los medios, con la ilusión de obtener alguna ayuda económica, sumida en la desesperación. Ella lo explica limpiamente, sin especulaciones. “Yo no quiero comerciar con mis nietos. Pero tengo que pensar en su futuro. Son siete niños para alimentar. Ahora vienen a hacernos las notas, todos se benefician. Pero después nos quedamos solas. Necesitamos pañales, leche, de todo. Y nosotros somos muy pobres”, dice sobre las condiciones para realizar una entrevista. No quiere algunos pañales, sino la certeza de que los tendrá mientras las niñas necesiten. Es que el problema no es ahora, cuando la historia conmueve a televidentes de todo el país. El problema será el día a día. Por eso Margherit es uno de los pocos vecinos de Leones que no está enojado, sino preocupado. “A Magdalena no hay que condenarla, hay que entenderla”, dice, y señala que las dificultades se multiplicaron. “El problema es cómo resolvemos de acá para adelante. Porque ahora vienen todos los medios del país. Pero en el día a día la familia necesitará ayuda y hay que hacérselo entender a esta comunidad. La asistencia oficial no bastaba antes. La seguirá teniendo, pero ahora alcanzará mucho menos. Por más que la aumentemos, será insuficiente. Y vamos a necesitar de la comunidad”, explica.
La certeza de que no podrán criar a tantos niños es una obsesión para Magdalena. La lleva a pedir ayuda a los cuatro vientos. Las incertidumbres son demasiadas en su vida. Además, desde hace cuatro meses está sin trabajo, porque la anciana que cuidaba falleció. Desde entonces, depende más que nunca de la solidaridad. Con su estilo –que una enfermera de Leones define como de “vieja maleva”–, ella llevó adelante su familia. Ahora, se desespera. “Estamos viviendo de una indemnización por discapacidad que cobró mi hijo”, afirma. Durante los pocos minutos de la conversación, apenas alcanza a decir que en Leones hay “mucho dinero, pero la gente lo pone en el banco. O les sirve para comprar autos, esas cosas, pero no hay mucho progreso”. De esa manera tan sencilla habla de la riqueza sin distribuir, de las mentiras del efecto derrame.
Sin embargo, Magdalena subraya que ha tenido empleos. “Me ocupo de cuidar gente enferma. Por suerte hasta hace cuatro meses ganaba bien, pero partió la señora y me quedé sin trabajo. Toda mi vida trabajé, no conozco más que el sacrificio en mi vida. Además, soy huérfana de muy pequeña. Mi papá falleció cuando yo tenía ocho o nueve meses”, comienza a relatar. Pero enseguida Pamela la llama desde adentro, quiere que vaya. Ya le dieron el alta y desea irse de la Maternidad. Magdalena entra, le pide un café, la acompaña. Luego, vuelve a la vereda y presume que se están sacando fotos de Pamela sin autorización. Se va enojada. “Los periodistas son todos iguales, les das la mano y se toman el codo. No hay nota”, dice antes de subirse al taxi que la llevará a la pensión donde vivirán mientras las trillizas estén internadas en la Maternidad de Córdoba. La voz que falta es la de Pamela. En esta nota, pero no sólo acá. No se sabe qué piensa sobre sus embarazos, cómo tramita su maternidad adolescente, cuánto le pesan todos los hijos, cómo quiere cuidarse de nuevos embarazos, cuáles son sus intereses, sus amores, sus ilusiones. Sólo se sabe que a partir de ahora tendrá siete niños a su cargo. Y hará lo que pueda.
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