PRESAS POLíTICAS
Mujeres militantes de la Argentina, Uruguay y Chile que sufrieron cautiverio durante las últimas dictaduras militares en sus respectivos países se reunieron para seguir manteniendo viva la memoria en el Centro Cultural Rojas convocadas por el Equipo de Educación Popular Pañuelos en Rebeldía.
› Por Roxana Sandá
Durante dos tardes con sus noches, un revuelo de mujeres alzó las voces para desmantelar el olvido que cada tanto vuelve a echar veneno sobre esta Argentina. Mujeres guerreras que soportaron las cárceles de las dictaduras latinoamericanas se reunieron la semana última en Buenos Aires en el intento, como suelen advertir, “de conjurar al Cóndor”, el plan político militar que pretendió aniquilarlas. “Poco se sabe de la vida de las presas políticas en las cárceles”, relatan sus protagonistas. “Sin embargo, nosotras construimos un espacio a partir del espíritu de resistencia y solidaridad que los represores nunca pudieron destruir.” De ofrecer estos talismanes a los ojos de otras mujeres se trató el encuentro en el Centro Cultural Rojas, organizado por el Equipo de Educación Popular Pañuelos en Rebeldía. “Para que en el boca a boca –dicen– se pueda compartir la posibilidad de nuevos horizontes.”
En la ronda abierta que conformaron mujeres militantes de la Argentina, Uruguay y Chile, compartieron vivencias Mirta Clara, ex detenida en cárceles de Chaco, Formosa y Devoto; María del Carmen Ovalle, quien también pasó por el penal de Devoto; Irma Leite, Martha Passeggi y María Cecilia Duffau, ex presas de la cárcel uruguaya de Punta de Rieles, y la joven chilena Tamara Vidaurrázaga, autora del libro Mujeres en rojo y negro. Memoria de tres mujeres miristas, donde narra la experiencia de su madre, Soledad Aránguiz, detenida en las prisiones de Augusto Pinochet.
Irma Leite: –Una especie de salvaguarda interior de nuestras cabezas y cuerpos como única forma de enfrentar a esas bandas desde el momento en que te agarraban, encapuchaban y perdías la noción de tiempo y espacio. Entonces llevamos esa derrota represiva que sufrimos todas las organizaciones populares de América latina al plano colectivo. Caímos en manos de una patota que contaba con todo el tiempo del mundo, y teníamos que ubicar nuestra resistencia en ese tiempo infinito.
Martha Pessaggi: –Después de ese primer golpe, el colectivo de mujeres que se crea en Punta de Rieles comienza a generar mecanismos de contraterror, como talleres, murgas, pequeñas obras de teatro, para seguir pensando y estar mejor físicamente.
M. P.: –Entre 18 y 22 años. Por eso, el hacinamiento de esos cuarteles depósito donde llegamos a convivir 44 mujeres jugó como una experiencia rica. Eramos gurisas que aprendimos a crecer en conjunto.
Cecilia Duffau: –Siempre tuvimos claro que debíamos fortalecernos desde todos los aspectos de la identidad. Cantábamos, hablábamos y reclamábamos aunque nos castigaran.
M. P.: –Y jugábamos. En el cuartel no había guardia permanente, por lo que pasábamos largos períodos sin control. Empezamos a hacer carreras de embolsados con las bolsas que nos mandaban los familiares. Un día, en el momento más alto de una carrera, las puertas se abrieron de par en par: estaba toda la plana de la oficialidad mirándonos petrificada.
C. D.: –¡No! Era una mirada de desprecio. Nos insultaban diciéndonos reclusas, pichis. En cierto modo, la resistencia en Punta de Rieles fue quebrarles la jugada a los militares: creían que las celdas colectivas iban a ser nidos de víboras. En sus cabezas, las mujeres no pueden estar juntas porque se matan. Y se les volvió en contra, porque nos sirvió para mantener una identidad de presas políticas.
M. P.: –Un día, uno de los represores se presentó y dijo: “Lo que ustedes conocieron se terminó. Ahora empieza la guerra psicológica”. Sobrevino un período de represión brutal y ahí adoptamos el término “amuchar” en el sentido de cerrar filas en el afecto, que era la base de la contención, sobre todo a compañeras que quedaban muy mal después de las torturas.
María del Carmen Ovalle: –En Devoto, plantear la resistencia era lograr la mayor unidad y comunicación posibles entre nosotras, tanto en lo cotidiano como en la cuestión política. Había que mostrar una conducta unificada de la reja hacia dentro y hacia fuera. Fueron ejes que tratamos de mantener porque nos proponíamos salir humanamente enteras algún día.
M. C. O.: –Había una comisión interdisciplinaria formada por un representante de cada sector del penal, el párroco (un subprefecto mayor retirado del Servicio Penitenciario) y el jefe de área militar que nos interrogaba periódicamente, con el objetivo de hacernos firmar el arrepentimiento. La mayoría nos negamos porque entendimos que era una carta de los militares para mostrar en un futuro que todas éramos “terroristas subversivas”.
Tamara Vidaurrázaga: –Mi madre fue una de las militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) detenidas en los ochenta, tras los operativos de la Central Nacional de Información (CNI) en el sur del país. En esa época yo era una niña y, obviamente, no entendía la resistencia en el penal de Coronel, pero no me resultaba un sitio áspero porque tenía la particularidad de que sólo alojaba a ocho mujeres. Era un espacio familiar donde no era desagradable llegar: era triste irse. Y yo fui feliz visitándola. Con los años y a partir de la investigación para el libro, descubrí que ese seguir viviendo significaba continuar enamorándose, generando lazos de amistad, teniendo hijos en situaciones donde quizá lo más lógico hubiera sido privarse de la maternidad. Creo que tiene que ver con resistirse a ese orden que se entiende desde la cabeza, pero que desde el estómago y el corazón no se pueden soportar por mucho tiempo.
C. D.: –Te quitaban todo. Podías ver a los seres queridos cada quince días o seis meses, según el momento de la represión. Querían vaciarte, hacerte perder las referencias.
M. P.: –El hostigamiento psicológico consistía en descubrir en qué podían destruirnos. Si te perjudicaba no ver a tus hijos, te prohibían verlos. Si lo que más te importaban eran las noticias de tu familia, no dejaban que te llegaran cartas.
Soledad Aránguiz: –Coronel era una cárcel de pueblo. Por lo tanto, estábamos a cargo de gendarmes que a la vez eran familiares de las visitas que venían a vernos. Algunos no ponían distancia, y en la conversación íbamos logrando que no revisaran tanto a las visitas, que no hicieran desnudar a las madres, que humillaran menos a nuestros familiares.
Mirta Clara: –En el tiempo que estuve en cárceles del interior, cuando llegaban las campesinas de las ligas agrarias se horrorizaban por tener que desnudarse frente a nosotras. Debíamos hablar con ellas para vencer sus temores respecto del cuerpo. Pero creo que el mayor impacto era el que se producía frente a los represores, cuando te desnudaban entre varios con violencia y miraban tu cuerpo. No los veías porque tenías los ojos vendados, pero sabías que te miraban.
M. C. O.: –Pero también establecimos relaciones de mucho afecto, que expresábamos con gestos y con el cuerpo mismo. Hacíamos gimnasia, aprendimos a querernos. Proveníamos de diferentes sectores, pero teníamos un proyecto común. Amábamos la vida y en la lucha habíamos construido la pareja y criado los hijos. Ese proceso de crecimiento nos sirvió para recrear en la cárcel las relaciones de afecto. Nuestros cuerpos no estaban disociados de nuestra ideología.
S. A.: –En Chile, la cosa se complicó en los ochenta, cuando Pinochet pretendió legalizar la situación frente a organismos de derechos humanos y trasladó presos políticos a cárceles comunes. Muchas fueron violadas por presos comunes; hubo que imponerse. Pero así y todo logramos armar algo de vida en esos espacios. Al punto de que las internas terminaron diciéndonos señoritas (risas), no como símbolo de jerarquía sino de respeto.
M. P.: –En la mayoría de los casos fueron diez años de encierro y una situación común de bloqueo respecto de la sexualidad; había compañeras que sufrieron amenorrea de guerra. Nunca abordamos el tema a fondo por la dificultad de contar cómo nos habíamos sentido cuando nos desnudaban, torturaban y violaban.
I. L.: –Por otra parte, las organizaciones de izquierda en Uruguay éramos absolutamente discriminatorias: en los setenta, la homosexualidad era entendida como una debilidad. Después, las cabezas se fueron abriendo con una cantidad de experiencias. Recién hoy, a mis 50 años, puedo ir para atrás y preguntarme por aquel bloqueo.
C. D.: –Que de todos modos no fue relevante en esas épocas. Lo importante era la resistencia y salir íntegras. A veces nos preguntaban cómo podía ser que no nos masturbáramos. Pero la sexualidad estaba neutralizada por cuestiones superiores, de preservación.
I. L.: –Hasta que salí, dudaba de qué iba a hacer con mi heterosexualidad y, sin embargo, una vez afuera me sorprendió con qué naturalidad pude moverme con mi cuerpo y en mi opción de parejas. Creo que esto demostró que también vencimos en ese terreno, porque ni siquiera lograron traumarnos con sus torturas degradantes.
S. A.: –En Lote Coronel el asunto fue diferente porque éramos pocas y hablamos desde el comienzo. Las recién llegadas les preguntábamos a las que estaban de antes qué pasaba con su sexualidad. Algunas no estaban de acuerdo con la masturbación porque entendían que para resistir tantos años de cárcel había que evitar métodos que exacerbaran la sexualidad. En Santiago hubo cárceles donde los presos políticos lograron que les autorizaran a armar carpas para encontrarse con sus parejas, una de las demandas de las presas políticas en los últimos años, que se denominó venusterios, espacios para tener visitas de pareja.
M. C.: –Cuando fuimos llegando a las cárceles nos encontramos con compañeras que estaban detenidas desde antes de 1973, bajo la dictadura de Lanusse, y que ya pedían la visita higiénica. En el ’75 fue más difícil y en el ’76 lo único que importaba era sobrevivir. El deseo se canalizaba soñando con nuestros compañeros, muchos muertos en situaciones traumáticas. Soñábamos que estaban vivos y que teníamos relaciones sexuales. Pero en los sueños también se daba ese borde donde la imagen de tu hombre pasaba a ser la cara de la compañera de celda, y al otro día lo hablábamos entre mate y mate.
T. V.: –En parte porque continúan la tarea colectiva de recuperar la memoria de lo sucedido, lo cual es admirable en una sociedad donde se impone el individualismo a ultranza. Pero también, si se me permite, porque creo que plantean contribuir a la memoria de las mujeres, históricamente vedadas para escribir la historia oficial.
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