› Por Moira Soto
“Me considero feminista, eso me apasiona, quiero hacer alarde de esa etiqueta. Es algo que me concierne como mujer, como ser humano, como ciudadana”: hago mías estas palabras de Susan Sontag, dichas hace más de 25 años en una entrevista que dio al diario La Nación. Es así, nomás: para mí, ponerme esta camiseta hace añares no fue una opción sino incontestablemente un deber moral. No me quedaba otra, si quería estar en consonancia con mis ideas democráticas, con mi compromiso con los derechos humanos en general, con la solidaridad, la lealtad de género...
Aunque era raro hacer profesión de fe feminista en el periodismo hacia fines de los ’70, lo mío no fue un acto de valor sino de orgullo al encontrar un camino que expresaba otra visión del mundo, que me daba un soporte para pensar y escribir aunque fuese la notuela más frívola y aparentemente desmarcada de toda ideología; un camino que me servía para empezar a desprogramarme y que me permitía elegir dentro de la pluralidad del movimiento (digan lo que digan aquellos y aquellas que aún hoy repiten como loros eso de achacarle al feminismo odio a los varones y poco menos que promover su extinción, confundiendo a todas las feministas con Valerie Solanas).
Bueno, ya veo que me voy a propasar una vez más del espacio acordado, contando con la indulgencia de Marta Dillon, de modo que entro en el tema que nos convoca: aterricé en este suple cuando ya el feminismo era algo orgánico en mí, después de un largo camino (pero sin haber fumado Virginia Slim) en diarios, revistas, radio, algo de TV, siempre tratando de pasar el avisito feminista, a veces entre líneas, ya se tratara de crónicas de cine o temas de la vida cotidiana, de entrevistas a Mongo Aurelio o de cuestiones específicas de género. Debo reconocer que tuve la buena fortuna de haber podido trabajar en casi todos los casos con un buen margen de libertad y dándome muchos gustillos, incluso meros caprichos. A veces, claro, adaptando el estilo –por ejemplo en revistas femeninas, o en la radio con la señora Magdalena– pero jamás escribiendo o diciendo nada que no suscribiría en nivel personal. E hice realmente lo que se me cantaba en cada ocasión en que trabajé con María Moreno (ídola total) en La Mujer de Tiempo Argentino, en La Porteña, en Alfonsina...
De modo que caí en Las12 con enorme contento, quizá menos dogmática y camorrera que antaño, pero con el fervor feminista intacto. Salvo alguna excepción que se me quedó atragantada –como cuando en la primera etapa la editora de entonces me bochó, ay, una entrevista a John Sayles que le ofrecí– hice las notas que quise hacer, a mi manera, sin presiones y sin chivos, sin mirar la conveniencia (porque Las12 no es una mercancía en el orden de las revistas femeninas y los suplementos actuales). Se me respetó siempre el estilo coloquial, el humor a veces maldito, los neologismos, las frases a veces interminables... Y me siento muy agradecida.
Más allá de notas más logradas, menos logradas, incluso de algún desnivel en el resultado general de algunas ediciones (nadie es perfecto, ni siquiera las periodistas feministas), para mí Las12 ha sido un lugar de privilegio y expansión, un lugar disidente, transformador, desde donde –no tengo la menor duda– estamos contribuyendo un cachito, en nuestra escala, a cambiar el mundo, la vida cotidiana, las leyes, la mirada sobre la creación artística en general, a instalar una nueva cultura en los medios (no porque el feminismo ni el periodismo feminista sean novedad, sino considerando el panorama mediático local de estos momentos), tratando de llegar a todas y a todos. Cierro robándole a otra ícono, Agnès Varda, autora de los más bellos films hechos desde una mirada genuinamente igualitaria: “En materia de feminismo hay que ser utópica, soñadora y optimista”.
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