› Por Roxana Sanda
Las12 son apenas dos palabras que encierran varios conceptos esenciales. El respeto por la dignidad de las mujeres, la pelea desde la escritura y la imagen contra antiguas discriminaciones, el recelo frente a ciertos valores estéticos, la rebeldía ante cualquier atadura, el desaire a las investiduras, la elección personal por encima de las imposiciones sociales, el insulto bien puesto, la celebración de la vida, el respeto a la decisión de parir o abortar, de clamar por mil amores o por ninguno, de silenciar a los necios y pregonar que la desnudez del alma es un don tangible. Acaso el secreto de estos diez años tan bien llevados, como dirían las viejas, resida en el antiguo oficio de la construcción. Desde este suplemento se derribaron murallas y se rompieron algunos techos de cristal, pero también se siguen abriendo ventanas con forma de preguntas incesantes sobre la verdad, la cobardía, la muerte, el desconcierto, las enfermedades, las hijas, las madres, los abrazos, la violencia, las perversiones, los desconsuelos, los insomnios, las bondades, las fiestas, los brindis, las prisiones, las gulas apasionadas. (El acto de preguntar no debería ser característica excluyente de los niños. Habría que apropiarse del espíritu de “Juan y el preguntón”, aquella tira de Broccoli que la revista Siete Días publicaba en los setenta. Que Las12 se replicara en miles de “Juana y la preguntona” sería un gran ejercicio de salud mental.)
A esta altura de la historia argentina, a cualquiera le queda claro que la intensidad de un texto puede alterar la vida del ser humano. Habrá que dar batalla entonces para que las palabras de estas queridas 12 sigan descosiendo con manos de insurrectas las reglas de la razón impuesta.
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