NOTA DE TAPA
libros Fueron 61 y casi todas llegaron a Argentina sin saber una palabra de español, aunque decididas a convertirse en lo que les habían prometido: pioneras en un país recién fundado. La gesta fue parte del proyecto más ambicioso de Sarmiento y tuvo por aliadas activísimas, además de a las docentes viajeras, a Mary Peabody Mann y otras norteamericanas con cierto poder. Increíblemente, hubo que esperar hasta ahora para que la experiencia fuera investigada: acaba de publicarse Las maestras de Sarmiento, de Julio Crespo.
› Por Soledad Vallejos
En la escena inaugural hay una mujer y dos varones. Uno de ellos chapurrea francés, otro habla en su inglés nativo. Entre ellos habría un abismo si no fuera por ella: Mary Peabody Mann, esposa de Horace y, relación epistolar mediante, futura amiga y activista fervorosa de los planes pergeñados por el otro, Domingo Faustino Sarmiento. Es 1847, están en East Newton, cerca de Boston. Es la primera visita que el padre del aula hace, casi por azar, a Estados Unidos (el chileno Santiago Arcos –el mismo a quien Mansilla dedica su Excursión...–, con quien se encontró en Liverpool, le facilitó los fondos para el viaje), pero más puntualmente al laboratorio político, social y cultural que era Boston al promediar el siglo XIX. Sarmiento sentía, más que admiración, devoción por Horace Mann desde que conoció su Informe de un viaje educacional en Alemania, Francia, Holanda y Gran Bretaña, y lo primero que hizo fue presentarse en su casa. Mann, gracias a la mediación de Mary –que hizo posible la comunicación entre ellos–, le habló y lo llevó de paseo. En Viajes por Europa, Africa y América 1845-47, Sarmiento hace constar su asombro infinito por la obra de Mann, pero más por las mujeres que veía: “Creaba allí, a su lado, un plantel de maestras que visité con su señora, y donde no sin asombro vi mujeres que pagaban una pensión para estudiar matemáticas, química, botánica y anatomía, como ramos complementarios de su educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las escuelas como maestras; y como los salarios que se pagan son subidos, el negocio era seguro y lucrativo para los prestamistas.”
Que en el inicio haya un trío, que ese trío esté conformado por dos varones reconocidos por los resultados de sus afanes (demasiado innovadores, demasiado utópicos, demasiado optimistas en el papel, y evidentemente productivos en lo real) y una mujer que hace posible, acomodándose en el lugar de intérprete cultural, que el intercambio fluya y las ideas se asienten, no es casual. Algo parecido pasará, años más tarde, cuando Sarmiento llegue a la cima del poder en Argentina y comience a poner en práctica lo que parecía un delirio y resultó tan básico para el proyecto de país que sus sucesores en la presidencia tomarían la posta: la importación de maestras norteamericanas que fundaran, poniendo en juego el cuerpo y un saber específico, un sistema educativo nacional.
Esa escena, ese momento del viaje es el gran disparador del proyecto más ambicioso de Sarmiento –que terminó por realizarse en dimensiones más modestas–, y también de Las maestras de Sarmiento (Grupo Abierto), el libro fundamental en que se convirtió una extensa, profunda investigación cuya pertinencia Julio Crespo comenzó a notar hace más de 20 años, aunque la publicación vea la luz ahora.
En los ’80, Julio Crespo trabajaba como corresponsal de La Nación en Estados Unidos, una tarea que le permitió ver por primera vez algunas de las fotografías de las 61 norteamericanas que, entre 1869 y 1898, viajaron para poner en marcha el sueño de las escuelas normales argentinas. El tiempo pasó. En alguna cena con ocasión del Festival de Cine de Toronto, en 1986, Crespo comentó el tema y lo poco investigado que estaba (había dado sólo con dos libros que lo trataban, ambos son citados en su propio trabajo), el interés que le despertaba; Julie Christie exclamó: “that’s Hollywood material”. Pero el tiempo otra vez pasó, hasta que dar con un editor interesado (Eduardo Meyer, bibliófilo apasionado) lo puso nuevamente en el camino y lo dotó de un pequeño equipo (María Flores en la investigación iconográfica, Beatriz Cabot en la reproducción de fotos) con el entrenamiento necesario para lo que Crespo define como “sacar agua de las piedras”: dar con testimonios gráficos, foto, grabado, dibujo o lo que sea, de la existencia de esas mujeres, de esos lugares, de las transformaciones. La dificultad estribaba en la ausencia: la aventura de esas mujeres que mudaron de país, de idioma, de mundo político, social y cultural, apenas si solía ser registrado en los anales de la historia como una etapa anecdótica, ¿a qué volver sobre él? En caso de que alguien le formulara esa pregunta, Crespo está en condiciones de responderla: “por un lado, sirve para poner en contexto –con sus circunstancias personales y los momentos políticos de Argentina– el proyecto de Sarmiento, a quien admiro muchísimo; por otra, para ver el encuentro entre culturas que se da: Nueva Inglaterra, el lugar del que provienen las maestras, era una región en ebullición cultural, donde se dieron pensamientos políticos, sociales, económicos y culturales de los que salieron movimientos como el antiesclavismo, el sufragismo y también las pioneras del feminismo norteamericano. Sarmiento admiraba lo que pasaba en Nueva Inglaterra. De allí son también las hermanas Peabody, una de las cuales, Mary, luego viuda de Horace Mann, se convierte en su amiga y pieza fundamental para el proyecto. Las Peabody eran tres, y todas eran casos muy especiales: la madre quería salvarlas de la frustración que ella había vivido (había debido abandonar una carrera literaria prometedora para colaborar en el sostenimiento económico familiar), y las educó en consecuencia; para ellas, el matrimonio no era algo fundamental, por lo que eran algo raro no en el medio en que se movían pero sí en el conjunto de la sociedad. Ese es el mundo con el que se encuentra Sarmiento. Mi objetivo, con el libro, era plantear esos temas, no necesariamente desarrollarlos todos porque es una tarea inmensa, pero sí señalar las conexiones entre la situación personal de Sarmiento, el momento de la cultura norteamericana y la situación de las mujeres ahí, y el proyecto que había de esa Argentina para armar, que implicaba formarla sobre la base de la modernización, la inmigración, la educación, y la importancia que tuvieron esas escuelas normales para la tarea de asimilar a los inmigrantes.”
Mary Peabody Mann es la que hace posible el encuentro: de ella depende la traducción activa en todo momento, desde el inicial, en que Sarmiento conoce a Horace Mann (y ella es la intérprete que hace posible la conversación), hasta el que se abre en 1865, cuando Sarmiento retorna a tierra norteamericana y concluye en que lo más razonable, para importar en Argentina el modelo educativo, es empezar por importar maestras capacitadas. Mary algo sabía del asunto. Había enviudado de un hombre que había armado el sistema educativo de Nueva Inglaterra, una tarea en la que ella misma había trabajado; era hermana de Elizabeth, la eterna soltera a quien se conoce como la inventora de los jardines de infantes en Estados Unidos (también fue activista de la liberación de los esclavos y feminista; aparece retratada satíricamente en Las bostonianas, de Henry James); y, si se aburría de esos temas, también podía ir y venir por los círculos literarios, de fácil acceso teniendo en cuenta que su hermana Sophia (artista plástica que criticaba a las “mujeres cuyo principal deseo es casarse” y a las que buscaban maridos poderosos para “brillar con luces prestadas”) estaba casada con Nathaniel Hawtorne. Mary hablaba español porque había trabajado dos años, como institutriz, en Cuba, y llevaba publicado un par de libros (Christianity in the kitchen, sobre la importancia moral de la nutrición; otro en colaboración con su hermana Elizabeth, Moral Culture of Infancy and Kindergarten Guide; la novela con pasajes autobiográficos Juanita se publicó tras su muerte, en 1887). Tenía todos los contactos y toda la voluntad, por lo que lo primero que hace, cuando Sarmiento le escribe preguntándole si podía visitarla, es ofrecerle su mediación para contactarlo con el mundo académico. Con el tiempo, hizo mucho más que eso. Por empezar, se encargó de detectar candidatas para viajar a Argentina, tarea para la que ganó a Kate Doggett, dama de la sociedad de Chicago, quien no conforme con ser sufragista, fue la primera mujer miembro de la Academia de Ciencia en 1869, el mismo año en que asistió como delegada a la Conferencia de Mujeres, en Berlín. Por no aburrirse, Mary también operó para que la academia norteamericana concediera a Sarmiento una de las cosas que él, autodidacta voraz, más deseaba en el mundo: reconocimiento (no lo logro con Harvard, pero sí con la Universidad de Michigan: un doctorado honoris causa). Finalmente, por practicar el español y dar a conocer algo de la obra del que consideraba “el Horace Mann de América del Sur, con diez mil veces más dificultades que las que nosotros hayamos tenido que vencer jamás”, tradujo Facundo y fragmentos de Recuerdos de Provincia, que logró hacer publicar. Mary es también la que hace malabarismos políticos (personales, públicos) y escribe, a Sarmiento, cartas en las que dice: “últimamente he estado muy ocupada en la muy poco interesante ocupación de la costura, pero no hay mejor tiempo para la ensoñación, y mientras hacía girar mi máquina de coser, me entretenía imaginando lo que haría con diez millones dólares si yo, en lugar del señor George Peabody, fuera su feliz poseedora. Los millones, en mi imaginación, los dediqué a la América del Sur, para fundar bibliotecas, inspeccionar terrenos o cualquier cosa que usted, con su buen juicio, pudiera considerar más aconsejable. Su carta llegó en medio de mis divagaciones, pero, ¡ay! ¡Dónde estaban los diez millones!”
“Emigración femenina” era el artículo del New York Times que comentaba, en 1865, la hazaña: en Nueva York, 700 mujeres habían abordado un vapor que, para llegar a Seattle (es decir, ir de la costa este a la oeste), ¡debió pegar toda la vuelta por el Cabo de Hornos! Era la manera más segura, en pleno período far west, de hacer llegar chicas casaderas a territorios en proceso de colonización. Poco después, Sarmiento ponía en marcha su proyecto: soñó con mil docentes (sólo llegaron 65: 61 mujeres y 4 varones), que debían ser –como sintetiza Crespo– “maestras normales, jóvenes pero con experiencia docente, de buena familia, conducta y morales irreprochables y, en lo posible, de aspecto agradable”. El dinero que se ofrecía no era despreciable, los contratos tendrían una duración de tres años y podrían ser renovados llegado el caso, las maestras también podrían dar cursos públicos de inglés o lecciones de manera particular. (Las gestiones finales dependían del encargado diplomático argentino en Estados Unidos, Manuel García, a la sazón marido de Eduarda Mansilla.) Para terminar de tentarlas, Sarmiento escribía a Mary que “sus relaciones serían las primeras familias del país” (“por el prestigio que las acompañaría de ir tan poderosamente recomendadas, ser norteamericanas y personas de saber”).
Con las noticias (pocas y desastrosas) que llegaban de Argentina, no resultó tan fácil hallar candidatas convencidas de viajar, en especial teniendo en cuenta que Mary sólo prestaba atención a las de mejores calificaciones. En octubre de 1869 llegó a Buenos Aires la primera escogida: Mary Gorman. En los planes de Sarmiento, ella sería la responsable de fundar la primera escuela normal de San Juan (para la cual había enviado planos sobre los que construir, semillas con las que sembrar el jardín, piano, libros y cuatro máquinas de coser cuando aún estaba en Nueva York), pero la realidad se impuso. Aconsejada por la colectividad extranjera porteña, alarmada por rumores sobre lo infernales que podían ser los 15 días de viaje, Gorman se negó redondamente a emprender el camino. Juana Manso no sólo le dio la razón, sino que intercedió por ella ante Sarmiento (que estaba más que ofuscado) y logró que fuera designada al frente de una primaria porteña (en la que luego abrió el primer jardín de infantes del país). Claro que pasaron largos meses antes de que la norteamericana pudiera cobrar su primer sueldo. “Me dijeron –escribió Manso a Mann– las razones (...), primero, que no le pagaban por ser gringa; segundo, que esa gringa son los ojos de Juana Manso, esa mujer que para oprobio del país está en el Consejo de Instrucción Pública.” (Poco después, Gorman vio morir a su prometido, John Bean, víctima de la epidemia de fiebre amarilla, de la que ella, aunque enfermó, logró salvarse. Al tiempo, se casó con otro inglés, y permaneció en Argentina hasta su muerte, en 1924.) El affaire San Juan no fue breve ni sencillo, y otras de las emigradas, a quienes el propio Sarmiento recibió en el muelle en abril de 1870, se retobaron ante la idea. El presidente acusó de la sublevación a Gorman, luego a Manso, quien alegó inocencia ante Mann: ellas habían ido a visitarla, “me preguntaron qué tal era San Juan. No sé, les contesté, porque no he tenido oportunidad de visitarlo. Pero, en los días de llegada de estas niñas, fue bárbaramente asesinado el general Urquiza (...) y el mismo Presidente suspendió mandarlas”; poco después, Sarmiento volvió a su idea primera, y Manso, a su pedido, intercedió por él pero sin éxito. Sarmiento mandó llamar a las sublevadas y “les dijo lo que un caballero no debe decirle jamás a una señora”.
Entre episodios que registran incluso el arribo de aventureros en busca de la oportunidad (una tal Reina Zaba llegó con un supuesto conde polaco exiliado, a quien presentaba como su padre; cuando se descubrió que la relación era otra, que ella no iría a San Juan y que el conde era un vivillo cosmopolita, Sarmiento los hizo embarcar de regreso, pero otorgándoles –¿para salvar el honor de la república?– una indemnización de mil pesos fuertes) y más negativas para llegar a la tierra natal del presidente, las maestras fueron llegando. Pero Sarmiento no estaba solo: de alguna manera, la Sociedad de Beneficencia había empezado a emprender acciones semejantes (como traer a la polaca Emma Nicolay de Caprile, quien luego fue contratada por el gobierno porteño y fundó el Normal Nº1 –que sigue en pie en Córdoba y Riobamba–, y a Emma Trégent), en otro paso de la loca competencia que Mariquita Sánchez de Thompson había iniciado al fundarla y reclamar para sí la responsabilidad en la educación de las niñas. (Parte de esa polémica puede seguirse en Intimidad y política, la recopilación de textos de Mariquita que María Gabriela Mizraje publicó por Adriana Hidalgo en 2004.)
Por otra parte, aunque los planes contemplaban la importación casi exclusiva de mujeres, fue un varón quien abrió la primera escuela normal: John Stearns, fundador de la Escuela Normal de Paraná, que se convirtió en centro modelo y dividía sus tareas en dos áreas, la enseñanza de las normalistas (hacia allí se dirigían las maestras recién llegadas al país, para aprender español en cuatro intensos meses) y la escuela de aplicación, donde funcionaban la primaria y la secundaria.
Cada una de ellas fue pionera. Con su país, dejaban un mundo conocido y previsible para trasladarse a la aventura en toda la acepción de la palabra. Algunas lo detestaron; otras lo adoraron; algunas permanecieron en Argentina hasta su muerte, y otras dejaron el país apenas terminado el contrato; algunas se casaron –notablemente, ninguna de ellas con un criollo– y otras entablaron amistades de larga duración –como Mary Morse y Margaret Collord, quienes se conocieron en el barco que las trajo, trabajaron juntas en Mendoza y, jubiladas a la vez, compraron una bodega que administraron y luego vendieron; salvo un breve interludio, vivieron en Mendoza hasta su muerte, en 1945 y con diferencia de días, y fueron las últimas sobrevivientes de la cruzada–; muchas de ellas fueron sufragistas y activistas del feminismo del momento. Todas marcaron a fuego el diseño del sistema educativo que, a principios de siglo XX, permitió el funcionamiento del gran dispositivo integrador que fue la Argentina con la llegada masiva de inmigrantes. Sarah Eccleston fundó los jardines de infantes (para lo cual siguió la línea de Elizabeth Mann) y luego fundó la Sociedad Froebeliana Argentina, además de representar al país en la Conferencia Mundial de Educación de 1897. Frances Armstrong y Frances Wall debieron enfrentar toda la efervescencia católica cordobesa, exasperada por la conformación de un estado que se declaraba laico. Wall dejó el lugar, y fue reemplazada por Jennie Howard, aliada ideal para Armstrong en la lucha que seguía, y había ganado para ellas el apodo de “las masonas” y para sus alumnos la amenaza del castigo divino encarnado en el verbo de la jerarquía eclesiástica (aunque eso no las dejó sin dar clases). Luego, en San Nicolás, Armstrong y Howard volvieron a complotar y el resultado fue un establecimiento modelo.
Los nombres y las hazañas se multiplican, la lista es extensa. Curiosamente, muy pocas investigaciones se acercaron a ellas: una es Sesenta y cinco valientes. Sarmiento y las maestras norteamericanas –editado en 1959–, de Alice Houston Luiggi, quien logró entrevistar a una de las argentinas que trabajaron con una de las maestras en su juventud; otros son estudios y memorias necesariamente fragmentarias, habida cuenta de que toman experiencias particulares (una escuela normal en particular, etc). (No es el único olvido: Crespo tiene el tino de señalar que también están pendientes estudios integrales sobre el papel de Juana Manso en este período, además de una edición completa de las cartas que intercambiaron Sarmiento y Mary Mann –existen ediciones parciales y que sólo recopilan las misivas de uno de los corresponsales cada una–). La única de todas las emigradas que relató la experiencia fue Jennie Howard, quien a los 80 y pico de años publicó In Distant Climes an Other Years (hay edición en español de 1951), un relato de su llegada y primeras andanzas, en 1883, donde la modestia la lleva a escribir en tercera persona y subrayar cuánto hubo de experiencia en común para estas maestras. Aquí, para su asombro, se encontraron con que “las jóvenes eran mantenidas en parcial reclusión desde su más temprana doncellez. Nunca se las veía en público sino bajo la custodia de algún familiar de más edad o de alguna dama de compañía y eran estrictamente vigiladas en lo referente a sus amistades con el sexo opuesto. Resultaba difícil imaginar la diferencia existente entre la vida social libre de una muchacha soltera en los Estados Unidos de América y la vida sujeta de otra del mismo estado en la Argentina”. Así y todo no sólo vinieron sino que también muchas se quedaron. “Algunas de estas mujeres –escribió Howard– aceptaron el ofrecimiento inducidas por un espíritu de aventura o por el deseo de cambiar de escenario y de ambiente; otras se sintieron atraídas por la perspectiva de llevar a cabo un trabajo mejor en tierras menos cultivadas, donde los resultados podían ser reconocidos más rápidamente; mientras que otras lo hicieron animadas por un elevado ideal de ampliar horizontes, en un impulso por ayudar a aquellos menos favorecidos en los adelantos educativos.”
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