URBANIDADES
› Por Marta Dillon
En la contratapa de un diario financiero de circulación nacional se denunció, con fotos como prueba, que la Presidenta repitió su vestuario al menos en dos oportunidades. En un programa de actualidad política, la principal candidata de la oposición –la misma que dijo en las últimas elecciones que no volvería a ser candidata– le dijo, campechana, “nena” a la Presidenta –“si todavía no te diste cuenta, nena”–. Cada vez que la Presidenta habla, donde sea, lo que sigue es una referencia a sus “modos” o a su tono “crispado” –palabra de moda, si las hay–. El ex presidente, cuando se refiere a la actual Presidenta dice que “va a poner lo que tenga que poner” a pesar de ser mujer. Que la crisis política a la que asistimos la mayoría cual jamón del sandwich tiene razones que exceden la variable de género no es algo para dudar; pero que la variable de género está pintando a su manera los discursos cruzados, pues de eso tampoco hay dudas. Lástima que sea tan poco lo que se profundice en esta cuestión que lo que está develando es qué profundamente arraigados y naturalizados están los prejuicios, los estereotipos de género. Aun cuando la Presidenta haya echado mano de esa palabra –sí, género–, no ha ido más allá de relatar lo que cualquier mujer sabe: que hay que demostrar que una puede aun cuando las credenciales acumuladas hablen por sí solas, que existe un techo de cristal para las aspiraciones femeninas, que si la vida de las mujeres es más difícil es porque no hay tampoco voluntad política de, además de visibilizar esta dificultad, corregirla con políticas de Estado. ¿Y cuál es el efecto después de escuchar tantas veces desde la cima de la pirámide política que la vida de las mujeres es siempre, pero siempre, siempre, más difícil? Desazón, por empezar. Incredulidad, para seguir. Porque lejos de hermanarnos con esa otra igual la primera certeza que aparece es que, aun teniendo el poder, hay cosas que no se pueden cambiar. Incredulidad porque, al fin y al cabo, esa mujer ha hecho su camino mirando siempre hacia delante y casi nunca al costado, donde estamos las demás. En definitiva, el efecto es contraproducente tanto si lo que se busca es generar complicidad en otras mujeres como poner en debate la auténtica “crispación” que genera en una sociedad machista el hecho de ser gobernados por una mujer. Y uso la palabra de moda porque no es exactamente un enojo; nadie va a decir jamás que le molesta una mujer ahí. Lo que se lee entre líneas, en esa reacción inmediata que antes de la corrección política se podía llamar “de piel”, es algo anterior al razonamiento, es cierta desorientación frente a un cambio de alguna estructura con peso simbólico propio. Por eso hay que bajarla de un hondazo, decirle que se calle, tratarla de nena, descubrirla en un furcio o incluso en una mancha en el vestido. Y no hablo de intenciones golpistas elaboradas, apenas un reclamo infantil para que las cosas vuelvan a ser previsibles. De esa crispación podrán colgarse otras intenciones, quién sabe. La pena es perder esta oportunidad para ir un poco más allá de la superficie ahora que sobre ella se refleja como en un espejo de agua que una mujer tiene que demostrar, aun cuando sus credenciales lo hayan hecho por ella.
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