ARTE
Cómplices en la vida artística y cotidiana, unidos en vida conyugal desde 1964, Dalila Puzzovio y Charlie Squirru se animaron recién ahora a una muestra compartida en la que sus estéticas entablan un diálogo en el que es fácil escuchar las sonoras carcajadas que sus intervenciones despertaron durante el auge del pop en el mítico Instituto Di Tella.
› Por Felisa Pinto
En la galería Vasari, dirigida por Marina Pellegrini y Lauren Bate, se exhibe la muestra Dalila y Charlie, marca registrada, un título que remite al toque pop de los ’60 en el Di Tella y es el más acertado para presentar la obra de Dalila Puzzovio y Charlie Squirru, en sus años de pertenencia al archicélebre instituto. Y aún antes. Dos artistas de estéticas muy diferentes, que desde entonces permanecen juntos en una vida conyugal que se inició en el ’64 y que todavía dura porque, como dicen ellos, fueron bendecidos por su vidente y amigo favorito, Sen Salgado St. John, y todavía son cómplices en la vida artística, y cotidiana, señales visibles en ésta, su primera muestra compartida en tantos años,
Sin embargo, se conocieron en ámbitos de formación académica. Si se puede llamar así al taller del excelso Juan Batlle Planas en el caso de Dalila y en el de las aulas del Art Student’s League de Nueva York en el ’61, en el de Charlie. Todas sus aproximaciones a la expresión plástica, antes del Di Tella, viraron después, al afinar su mirada hacia el arte pop llegado a estas costas, casi en simultáneo con ese movimiento potente de Nueva York, donde la consigna de registrar un arte perecedero, efímero, o descartable, prendió con fuerza, enfocado a reflejar los objetos y las actitudes de la vida cotidiana. Dalila abrazó esa estética en mayor medida que Charlie. Y se unió, en sus comienzos, a Marta Minujín y Rubén Santantonín, gran ideólogo del movimiento porteño pop, realizando su primera muestra individual en la galería Lirolay, templo de la juventud transgresora. Habitual ámbito para mostrar las obras de los que fueron llamados integrantes del “pop lunfardo”, como dijera el famoso crítico francés Pierre Restany o “el arte de las cosas y los objetos”, según Alberto Greco.
Poco antes, se había atrevido a expresarse con yesos-esculturas, descartados por los hospitales que recorrió para reunir fragmentos del cuerpo, en su muestra Cascaras (1964), impulsada por Rafael Squirru en el Museo de Arte Moderno de entonces. Una corona blanca de yeso con flores ídem y también fragmentos de miembros enyesados pueden verse en Vasari, ahora, en perfecto estado de conservación. Dalila dice de estas talentosas obras: “Hice esa suerte de esculturas con un material torturado y documental del sufrimiento, pero traté de que tuvieran un costado hedonista y apelé al humor negro, irónico y ácido de Charlie para poner los títulos de las obras”, explica.
La muestra es una verdadera celebración artística, más que una fiesta formal, aunque tuvo mucho de eso, con artistas y compinches invitados de la década del ’60 en adelante, con sorpresas como la presencia de la vedette porteña más emblemática de esos años, Libertad Leblanc, gran habituée entre el público del Di Tella. Sin embargo, Dalila para el vernissage de Vasari no acudió a la estética pop y, en cambio, eligió para su atuendo de anfitriona un trofeo rescatado de su placard vintage personal, un envidiable smoking-spencer de lana negra, ilustrado con arabescos azules firmado por Moschino en los ’80, de su colección Cheap and Chic, para homenajear a su vez al modisto escandaloso de entonces, que murió en la cúspide de su fama. De paso, afirmar su fervor por la moda en todos sus niveles desde entonces, cuando incursionó, como siempre, en el lenguaje indumentario y oficialmente ditellesco desde que expuso sus conocidos y celebrados zapatos de doble plataforma, premiados en el Di Tella. En Vasari, en cambio, se ve un solo par que data de cuando volvió con el tema en una muestra en 1998, Salud, Dinero y Amor, en el ICI.
Nadie mejor que Gustavo Vásquez Ocampo para el diseño de montaje de esta muestra, quien logró impecablemente que las obras de ambos dialogaran, sin caer en la retrospectiva, reuniendo estéticas tan disímiles. Recorrer con la mirada, por una parte, los yesos de Dalila, algo tanáticos, que se contraponen con el poster panel con su autorretrato de tinte erótico, adonde se ve a una bella Dalila que ha practicado, sin saberlo entonces, una apropiación. Nada menos que del cuerpo de la inolvidable modelo Veroushka recostada sobre la arena, adonde insertó su cara, sacada de una foto tomada por Rubén Santantonín, que mereció el Premio Nacional Di Tella en 1966. Está enmarcado como si fuera una marquesina de Hollywood y responde a los cánones primordiales del pop porteño, humor, talento e ironía, ante todo. “Cuando veo esta obra hoy, aquí, me doy cuenta de que esa apropiación todavía resiste al tiempo, y no como suele suceder en esta nueva moda de formato, ser como comida congelada. Mi autorretrato, creo, se puede volver a mostrar sin que nadie se intoxique”, se ilusiona Dalila.
Otro mérito de la puesta es poder pasar de pinturas y expresiones plásticas tan distintas, sin sobresaltos y mucho interés, desde las huellas decididamente pop de Dalila a los cuadros y pintura de caballete de Charlie, con tonos oscuros como su humor y talante muchas veces. Dice Hugo Petruschansky en el prólogo del catálogo a propósito de su pintura: “Charlie Squirru proviene de la pintura con sólida formación académica. En los albores de los ’60, la seducción de la pintura y los nuevos materiales disponibles lo lleva hasta los límites del pop. Luego sus asociaciones son abruptas y extremas, creando vínculos de proximidad y distancias entre las diferentes imágenes de su lenguaje. Comienza sus series de los cerebros, los cerdos con máscaras, los relojes sin agujas y los motonetistas. Y a obras premonitorias o con advertencias. En el ’63, pinta el Camarón Embalsamado, donde anticipa el asesinato de Kennedy”. Charlie, por su parte, cuenta que sus cerebros con bujías invertidas, que se ven en Vasari, son, en realidad “un retrato imaginado del cerebrito argentino. No funciona”. Más reflexivo, explica que “mi obra concentrada en una realidad definida con anterioridad en los años ’70 posee un punto en común con la historia de nuestro país, donde se aprecian siluetas sopleteadas idénticas que luego, tomadas por el pueblo en su lamento, se convirtieron en la única gran instalación espontánea, que se conoció con el nombre de ‘siluetazo’”.
La tapa del catálogo muestra a la pareja en su épocas más fructíferas. Surge de una foto glamorosa de ambos en Nueva York, en 1967, tomada por Martín Lasalle, adonde fueron como viaje de recompensa y celebración de ellos mismos, luego de que Dalila ganara premios importantes: en 1966, en el Di Tella, con su autorretrato en marquesina (Premio Nacional) y en el ’67, dos más, uno en la Bienal de Lima y un segundo, también internacional, en el Instituto Di Tella. Las fotos de la obra de Charlie que se ven en Vasari son de Mauro Roll, mientras que las de la obra de Puzzovio son de Oscar Balducci. Otros flashes, más frívolos, mundanos y circunstanciales, se descubren en un rincón de la galería, a manera de memorabilia, para regocijo de los que reconocen las huellas de lugares y tiempos, sin melancolía. La marca registrada de Dalila y Charlie es como siempre, una sonora carcajada y mucha ironía.
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