URBANIDADES
› Por Marta Dillon
Tal vez haya sido el efecto sorpresa, tal vez en este caso la maquinaria últimamente tan bien aceitada del comercio de la emoción se haya descompuesto súbitamente frente a la aparición de Ingrid Betancourt vestida de soldado y reclamándose ella misma como un soldado más del ejército de su patria colombiana. Lo cierto es que faltó la lágrima fácil, que la mujer fue toda sonrisas, que se tomó su tiempo antes del encuentro con sus hijos y que, como si fuera poco, apenas tiene palabras inteligibles para hablar de amor, de la familia o de otros tópicos sensibles. Hubo más tiempo para la declaración política, el análisis, la mención de otros jefes o jefa de Estado como la nuestra, la sospecha sobre la verdadera naturaleza de la operación que terminó con la liberación de la rehén más famosa del mundo occidental. Y las respuestas inmediatas no se hicieron esperar: foros de discusión, comentarios on line sobre las notas que daban cuenta del acontecimiento, oyentes de radio; todo ese corpus de palabras dichas sin filtro y que se usan para hacer creer, a diario, que el sentido común es el que manda en la lógica mediática se rebeló frente a la falta de la emoción que la ocasión ameritaba. Y rápidamente se localizó a la víctima principal de esta falta de sentimentalismo que dejó con sed a los y las espectadores de cualquier latitud: la víctima es el marido, Juan Carlos Lecompte, el hombre que se tatuó la imagen de su esposa cautiva en un brazo, el hombre que sobrevoló más de una vez la selva para lanzar desde el aire fotos que dieran cuenta de lo bien –y lejos– que crecían los hijos de Betancourt en ausencia de su madre. Ese hombre tantas veces entrevistado para que dijera cómo se vive el amor a la distancia, sumido en la incertidumbre sobre el futuro posible. Hoy ese hombre admite que tal vez ella ya no lo ame y el rugido de las fieras de la opinión espontánea se hace oír: esa mujer es más mala que la guerrilla, aprendamos de este ejemplo y no confiemos en las mujeres, las mujeres son todas iguales: desagradecidas... Alcanza con entrar en Internet, en la página de cualquier diario o sitio de noticias que admita comentarios y revisar la seguidilla de reacciones, copiadas más allá de la nacionalidad de quien escriba, aunque esa nacionalidad apenas pueda advertirse por el origen del sitio donde aparecen los comentarios. Hay efectos, hay acuerdos que no reconocen fronteras. Ella debería haber caídos en sus brazos como si seis años secuestrada no fueran suficientes para blindar cualquier emoción a favor de la supervivencia. La tácita alianza machista que se empeña en conservar el status quo –que se expresa a diario sobre el cuerpo de las mujeres, sobre la vida de las mujeres– puso su queja en la web sin pudor alguno. Curioso, al mismo tiempo que se conocía el despecho del hombre abnegado que esperaba se le dedicaran efusivos abrazos al momento de la liberación de su amada, ella puso en primer plano el descubrimiento del machismo como parte de su experiencia como rehén de la guerrilla colombiana: “Yo aprendí a comprender a los hombres y al mundo de los hombres. Y los hombres en relación a las mujeres. (...) Yo jamás había sentido el machismo. No es sólo la dominación sino una necesidad de hacer mal a la mujer porque hay un miedo a que la mujer pueda manipular al hombre, no por la fuerza, sino por la inteligencia. Se vuelve entonces una guerra de sexo donde todo lo que hacemos las mujeres es malinterpretado”. No hay repreguntas sobre el tema en el reportaje en que ella hace esa declaración –en general, no hablando de los hombres de tal o cual bando–, sólo sobre el final se insiste en saber si fue maltratada por otros rehenes; pregunta que elige eludir en pos de una mención a la solidaridad de sus compañeros. Atrás quedaron los relatos de otros liberados y liberadas que ponían imágenes a ese pudoroso silencio que ella eligió, gambeteado sin embargo por su revelación de lo que significa el machismo. Lo que aprendió esta mujer en la selva en relación a los hombres no tiene anécdotas, aunque sobre éstas se pueda rastrear en la crónica diaria, en la muerte de mujeres enmascaradas bajo el rótulo de los famosos “crímenes pasionales”, crímenes de odio, crímenes impulsados por el miedo a perder la supremacía de un género.
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