SOCIEDAD
El caso de la red de pederastas en la que fue acusado el psicólogo Jorge Corsi volvió a poner la lupa sobre un tema en el que suelen faltar las palabras: la iniciación sexual juvenil y el papel que la pornografía (en especial la que circula por Internet) suele jugar cuando la educación sexual escasea.
› Por Soledad Vallejos
La crónica sobre el caso del psicólogo Jorge Corsi y la red de pederastas en la que actuaba volvió una y otra vez sobre un espacio: el cyber. A medida que pasan los días y las acusaciones se multiplican –con distintas modalidades de captación según los casos–, va quedando diluida la versión del inicio, pero no por eso deja de rebotar y tener efecto el primer relato sobre cómo Corsi y los demás implicados llegaban a los chicos que serían sus víctimas. Dos jóvenes recorrían cybers, se explicaba, vigilaban qué chicos visitaban sitios pornográficos y, de ellos, evaluaban cuáles podrían ser más vulnerables. Les ofrecían un espacio más privado, los invitaban a usar Internet en una casa, sin filtros, sin controles ni tiempo límite, para visitar cuantas páginas pornográficas quisieran. Esa era la puerta de entrada para que sucediera todo lo demás. El mapa de la peligrosidad urbana reconocía como punto neurálgico los cyber-cafés, y como práctica a controlar al consumo de la pornografía por parte de menores de edad.
El motivo del bosque habitado por peligros se multiplicó sin obstáculos. “Este tipo de perversos ingresan a los chats de conversación virtual, captan a los menores y rápidamente extraen todos los datos que necesitan para ubicarlos. En los cyber existe también un peligro latente, ya que en esos locales conviven niños, niñas y adolescentes con adultos”, publicó, por caso, Diario Popular esta misma semana. Pronto salió a relucir un estudio que, aun cuando tenga ya unos años, mantiene vigencia. Lo realizó, hacia 2005, Inda Klein para el Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia, siguiendo la trama de la producción de pornografía y su distribución, tanto como las rutas de su acceso y consumo. En una investigación que, además, descubrió las puntas de redes que fueron denunciadas penalmente, concluyó que “Hotmail sigue siendo el vehículo de comunicación preferido de los pedófilos”, y que los mecanismos de captación de víctimas e intercambio de material entre pederastas estaban agilizándose notablemente gracias a la mediación de Internet.
El denominador común aquí, que encuentra en la tecnología (gracias tanto a su democratización y popularización como a las fragilidades de textos legales que no llegan a acompañar su ritmo de crecimiento y cambio; también a las nuevas costumbres que permiten a un menor de edad y un adulto en busca de víctimas coincidir en un mismo local) una herramienta a la que tanto se ensalza como se teme, es la pornografía. Con ella vienen sus prácticas (de consumo, de producción) y la cuestión de los límites: cómo cuidar a los niños (y niñas, aun cuando el caso Corsi ilumine sólo el sector de los varones) ante los riesgos de una sexualidad que se aprende a espaldas de los adultos responsables por ellos.
En las páginas del diccionario de la Real Academia Española, pornografía es el “carácter obsceno de obras artísticas o literarias”, vale decir, aquello “ofensivo al pudor”. Una definición más amplia llevaría el género a la exhibición de cuerpos desnudos e involucrados en actividades sexuales, a la mostración explícita de una acción sexual que tienda a excitar a quien sea el público. En sus variantes industriales, se trata de un género íntimamente ligado a la construcción de la masculinidad moderna: varón se hace aquel que sabe consumir y valorar un mercado de los cuerpos donde la moneda de cambio (sobre la que se actúa) es el cuerpo femenino, y los modelos masculinos indican potencia, disponibilidad y deseo permanentes. Es justamente allí donde entraba a tallar la educación sexual que en Argentina hacía su entrada en las currículas escolares hace dos años. Nuestro país no es la excepción. Internet mediante, la proliferación de contenidos y la facilidad de su acceso para adolescentes deseosos de comprender qué es un varón aceleró los tiempos en todo el mundo, a tal punto que, en 2006, la siempre atenta (en especial a los movimientos del mercado) sexóloga Shere Hite (la del Informe Hite sobre la sexualidad femenina, que causó revuelo en 1978) publicó una recopilación de artículos periodísticos que respondían cartas de lectores. El título era por demás explícito: Shere Hite responde a las cartas de los jóvenes sobre el sexo. Pero el verdadero hallazgo estaba en el subtítulo: Más educación sexual y menos pornografía. Al menos en Estados Unidos y España fue un éxito de ventas. “Chicos y chicas están aprendiendo sus comportamientos sexuales y sentimentales basándose en imágenes, cuerpos y prácticas que no son reales y que no están concebidas para dar placer por igual a los dos”, explicó Hite durante la presentación del volumen.
Algunos números cercanos le dan la razón ampliamente. En 2007, el Equipo de Prevención del Abuso Sexual Infantil (Epasi), una ONG tucumana dedicada a la lucha contra el abuso infantil, presentó un informe en el cual afirmaba que “la edad promedio de inicio de consumo pornográfico es de 11 años en los varones. En la mayoría de los casos, comienza de un modo accidental, pero termina siendo una adicción difícil de controlar. Es por eso que cada vez se ve con más frecuencia chicos con fotos y sonidos eróticos en sus celulares. Imágenes que llegan por e-mails y hasta naipes con figuras de alto contenido sexual circulan entre los estudiantes de la escuela primaria”. La iniciación, por otra parte, podía ser accidental: una ventana que se abre cuando se busca una página con contenidos no porno, un desconocido hablando en el chat, un intercambio de sites al pasar. La gran mayoría de los primeros pasos se dan en los cybers, que facilitan el acceso al mundo de las búsquedas en ocasiones sin filtros. Muy pocas veces, señalaba el informe, los padres están al tanto de estas incursiones, pero el riesgo no parecía residir tanto en esa ignorancia como en que “el 38% de los adultos cree que no hay nada malo en ello (el consumo de porno on line). Así que 72 millones de usuarios de Internet en el mundo visitan páginas pornográficas cada año”.
“La contradicción que se observa en nuestra sociedad es que mientras se duda de si hablar o no de temas sexuales en la familia o en la escuela, los medios de comunicación social utilizan la sexualidad en distintos aspectos: para lograr mayor audiencia, banalizando las relaciones sexuales, usando sexo explícito en series y telenovelas ya sea entre adultos o adolescentes, niños y jóvenes pueden acceder a los sitios pornográficos de la web, se admiten sin cuestionar formas de recreación que exponen a los adolescentes a tener relaciones sexuales con riesgos, etc. Pareciera que lo que más asusta y molesta es poner palabras a la sexualidad, pero no la genitalidad en actos.” La paradoja quedó planteada en Educación sexual en la escuela. Perspectivas y reflexiones, el dossier que el Ministerio de Educación porteño elaboró para acompañar la implementación de la ley de educación sexual.
La semana pasada, justamente antes de que comenzaran las vacaciones de invierno, en más de una escuela porteña las autoridades lanzaron un alerta para los padres de las y los alumnos: ¿sabe ud. qué sitio está visitando su hijo en este momento? El riesgo del temor ante no se sabe bien qué peligros puede volver, a su vez, inoperante todo recaudo; basta con que la moral y el pánico a los espejos entren en escena, cuando tal vez se trate de algo bastante más grande. Tan grande como el signo de una época, por ejemplo.
La pornografía on line podría no ser más que una actualización, modernización tecnológica mediante, del clásico consumo de pasaje para la construcción de una masculinidad adolescente y adulta. Pero hay quienes discrepan. Que el sexo y la sexualidad son el centro de la actividad política y económica de la versión actual del capitalismo es la gran tesis de Beatriz Preciado, la doctora en Filosofía española radicada en Francia, alumna de Agnés Séller y Jacques Derrida, responsable de sacudir la modorra académica de las teorías queer en los últimos años. Comenzó 2008 publicando Testo yonqui, un ensayo narrado como ficción en el que somete a discurso las intervenciones sobre el cuerpo (el suyo durante un tratamiento de hormonas, por ejemplo), las dinámicas económicas y sus correlatos sociales. Estos son años, dice, de un régimen farmacopornográfico: un modo de capitalismo caliente, psicotrópico y de alguna manera punk. En él, “la industria pornográfica es hoy el gran motor impulsor de la economía informática: existen más de un millón y medio de webs adultas accesibles desde cualquier punto del planeta. De los 16.000 millones de dólares anuales de beneficios de la industria del sexo, una buena parte proviene de los portales porno de Internet. Cada día, 350 nuevos portales porno abren sus puertas virtuales a un número exponencialmente creciente de usuarios. Si es cierto que los portales porno siguen estando en su mayoría bajo el dominio de multinacionales (...), el mercado emergente del porno en Internet surge de los portales amateurs.” Y es que el modelo de los negocios que nace a partir de esos sitios no profesionales (en el sentido de no generados por una industria o una empresa), su inmediatez y su manera de tomar el pulso al mercado (que crece, que se expande a cada momento) han dado las pautas para conformar “el modelo de rentabilidad máxima del mercado cibernético en su conjunto (sólo comparable a la especulación financiera): inversión mínima, venta directa del producto en tiempo real, de forma única, produciendo la satisfacción inmediata del consumidor en y a través de la visita al portal. Cualquier otro portal de Internet se modela y se organiza de acuerdo con esta lógica masturbatoria de consumo pornográfico. Si los analistas comerciales que dirigen Google o Ebay siguen con atención las fluctuaciones del mercado cyberporno es porque saben que la industria de la pornografía provee un modelo económico de la evolución del mercado cibernético en su conjunto”. El pornográfico, en los últimos años, no es tanto un género de productos específicos como un modo de comprender y emprender negocios, pero también aprendizajes y formas de relación social.
“La educación sexual dirigida hacia lo biológico, el acceso a la pornografía sin la guía de un adulto responsable, las historias de violencia de los adolescentes en sus hogares, la falta de contención en el hogar y las distorsiones de la sexualidad y masculinidad figuran como elementos relevantes para la predicción y prevención de los delitos sexuales en jóvenes.” Esas eran las conclusiones de Caracterización de Ofensores Sexuales Juveniles: experiencia de la Clínica de Adolescentes del Hospital Nacional de Niños de Costa Rica (el artículo completo puede encontrarse on line, publicado por Acta Pediátrica Costarricense). La investigación, que ahondaba sobre causas, efectos y tratamiento de jóvenes acusados por abusos sexuales, no suena tan lejana, o al menos una de sus conclusiones podría funcionar como un eco de cosas que se han dicho estos días: la relación entre los jóvenes, incluso niños, la pornografía y los adultos. La asociación, desde ya, hace ruido: siendo la sexualidad un asunto estrictamente ligado a la intimidad y el propio cuerpo, siendo las actividades sexuales algo que los hijos resguardan de los padres y los padres de los hijos, ¿cómo un adulto podría guiar a un menor por el terreno escabroso de los productos porno? El silencio en esas zonas grises puede ser necesario, pero entonces ¿cómo establecer los límites y facilitar el cuidado de niñas, niños y jóvenes sin traspasar el umbral de la intimidad?
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