Vie 15.08.2008
las12

GASTRONOMIA

Más papistas que el papa

Más modesta que una violeta aunque de alta alcurnia andina, la papa siempre está, aunque no le demos toda la importancia que se merece en su rendimiento culinario y nutricional. Pero ese kilo de papas que pedimos al pasar, tiene detrás una larga historia que empieza con los incas, conquista el mundo y se reproduce en miles de variedades. El chef Martín Rebaudino propone recetas suculentas.

› Por Moira Soto

Nada por aquí, nada por allá, ni en la heladera ni en la despensa. Nada para hacer ya un plato caliente, sustancioso, sin vueltas, que calme el hambre y halague el paladar. Salvo, claro, ese par de modestas papas en el fondo de un canasto: lo suficiente para prepararse el manjar más simple con el menor esfuerzo: papas hervidas en su robe de chambre, para decirlo a la francesa, que suena tan gastronómico, con agua y sal gruesa, que se pelan solas, luego se rompen con el tenedor (nunca cuchillo) para que absorban un buen chorro de aceite de oliva (que nunca ha de faltar en ninguna cocina, así haya que racionarlo) y, si apetece, un toque de pimentón dulce o picante, a piacere. También, si el estante de las especias está bien provisto, se puede elegir entre unas semillas de comino, eneldo, alcaravea o hinojo, o un golpe de mejorana, romero, perejil seco (suponiendo que no haya fresco en esa heladera desabastecida...).

Probablemente al saborear esta papa salvadora y deliciosa no se nos ocurrirá preguntarnos si dicha solanácea de origen andino, que los europeos no conocieron hasta el siglo XVI –y tardaron en llevar a sus mesas– es una Spunta, una Pampeana INTA, una Asterix o acaso una Chérie. Es decir, algunas de las variedades que se producen actualmente en nuestro país pero que no siempre están en la verdulería de la esquina ni en el supermercado más cercano. Lugares donde, la verdad sea dicha, solemos elegir las papas por el tamaño y el color, prefiriendo –prejuiciosamente– las blancas a las negras. Si el sitio donde compramos está bien surtido, quizás haya papines de piel suave y comestible. Pero al revés de lo que sucede en otros países, en la Argentina el público consumidor no suele distinguir las variedades ni por su nombre ni por su aplicación. Y así es que usamos la misma democrática papa, barata aun en épocas de inflación, para unas fritas, un puré o unos ñoquis.

La queremos, no podemos vivir sin ella, es lo primero que pedimos en la verdulería, hasta dos kilos si está en oferta porque para algo la vamos a usar... Pero la subestimamos un poco, no le damos la jerarquía que se merece, la empleamos rutinariamente como guarnición sin confiar demasiado en sus virtudes energéticas, en sus vitaminas y minerales. Sin embargo, este comodín de la cocina cotidiana es más que celebrado, encumbrado y protegido en otras latitudes. Para empezar, estamos en el Año Internacional de la Papa, así declarado este 2008 por las Naciones Unidas, a fin de promover conciencia de la importancia de este alimento en los países en desarrollo. Naciones vecinas como Chile, Bolivia, Perú festejan en distintas fechas el Día de la Papa. Hay museos consagrados a este noble tubérculo en distintos países (Alemania, Bélgica, Canadá, Irlanda –donde poco menos que la adoran por haber salvado al pueblo de la hambruna–, Estados Unidos) y está prevista para 2009 la inauguración del Museo de la Papa en Perú, donde se la estudia y se fomenta su producción y consumo. Y sin ir más lejos en el tiempo, el domingo pasado se realizó en Murias de Paredes, España, el Primer Concurso de Tapas con la patata del Valle Gordo, al parecer, de descollante calidad. De todos modos, si bien en nivel mundial no figuramos en el ranking que encabeza (cuándo no) China, seguida de Rusia (donde hasta hacen vodka de papa), India, Ucrania, Estados Unidos, Alemania, Países Bajos, Francia, etcétera, nadie nos puede quitar el orgullo de haber inventado en estos pagos el pastel de papas, sabroso plato nacional algo caído en desuso...

Que las papas son originarias de la región andina y muy anteriores a la era cristina es tan cierto como que fueron sabiamente cultivadas por los incas que crearon incontables variedades, la incorporaron largamente a su dieta básica y descubrieron el chuño, según Víctor Ego Ducrot (Los sabores de la historia, Norma, 2000), “la conserva de papas que se obtiene momificando el tubérculo tratándolo con hielo, luego exprimiéndolo y dejando secar al sol”. Hasta la llegada de los españoles, en particular “del ex presidiario Francisco Pizarro, el resto del mundo ignoraba la existencia de la papa”, al decir de Ducrot. “Pedro Cieza de León, cómplice de Pizarro en el desvalijamiento de la capital incaica, recogió algunas y las embarcó con destino a la península.” Desde España, donde se la consideró apenas alimento de enfermos y menesterosos, luego de pasar por Roma, la papa fue copando territorios lentamente, venciendo las sospechas que la emparentaban con la mandrágora y la belladona.

En Francia, donde durante casi dos siglos se la tuvo por alimento del ganado, la papa encontró en el siglo XVIII a un apóstol visionario, Antoine Auguste Parmentier, boticario que supo apreciar en su propia carne el valor nutritivo de la llamada truffole, y llevó a buen puerto una perseverante campaña a favor de esta manzana de la tierra, la pomme de terre. Escribió libros para promover su cultivo y consumo, afirmando que en tiempos difíciles podía reemplazar los alimentos habituales. Logró llegar al rey con un ramo de flores de papa, una de las cuales habría ido a parar a la empolvada peluca de María Antonieta. Pero, sobre todo, consiguió que la pomme de terre fuera servida y apreciada en la mesa real. Con el tiempo, Francia se apropió de la papa –al igual que tantos otros países–, la combinó con cebolla, con quesos, con crema de leche, con puerro, la gratinó, la hirvió, la doró al horno, la elevó en soufflés y cultivó variedades con nombres tan sugestivos como Belle de Fontenay, Desirée, Ladu Christel, Mona Lisa, Pompadour... En su poético documental Les glaneurs et la glaneuse, Agnès Varda se llevaba a su casa unas papas con forma de corazón que los cosechadores habían descartado.

¡VIVA LA TORTILLA!

Martín Rebaudino, joven y muy prestigioso chef que ha merecido varios premios importantes, aprendió las bases de la cocina junto a su padre, dueño del restaurante La Casona del Toboso. Se vino a estudiar un tiempo en Buenos Aires y decidió seguir aprendiendo en Europa, más precisamente en España, cuatro pasantías que culminaron en el País Vasco, nada menos que con Martin Berasategui, uno de los grandes cocineros de la actualidad. De vuelta en Buenos Aires y enamorado de la cocina española, empezó a cocinar en Oviedo, donde está desde hace trece años, tomándose uno o dos meses por año para ir a hacer prácticas al país que más se destaca desde hace diez años en arte culinario. “Porque la cocina francesa sigue siendo importante, la madre de todas, pero la española dio un gran salto adelante, transgredió las reglas, abrió caminos, trajo cambios muy novedosos. Desde luego que esto de la cocina molecular no es para practicarla tal cual en casa, pero sí para ir tomando algunos detalles, adaptarlos. Para eso sirve la vanguardia, lo mismo pasa con los desfiles de moda de creadores audaces cuyos diseños ninguna mujer se pondría para salir a la calle, pero que van transformando la manera de vestirse...” Martín Rebaudino hace sus tentadoras recetas en el programa Gourmand, los martes y jueves a las 21 por elgourmet.com, señal donde a partir del jueves 4 estará en 4 chefs, 4 ingredientes, alternándose con cocineros como Borja Blázquez, Takehiro Ohno, Christophe Krywonis, realizando cada uno recetas diferentes con los mismos cuatros elementos cada vez.

“La papa es un elemento primordial en la cocina española, desde la tradicional tortilla a un bacalao, un pulpo a la gallega, son muchos los platos que no se pueden imaginar sin patatas”, dice Rebaudino por teléfono mientras trata de conformar a su hija menor, Consuelo, de 8 meses (Amparo, de dos años, que ya cocina, está en el jardín). “Por supuesto, no es patrimonio de España: aparte de toda su historia en territorio andino, se fue imponiendo en toda Europa después de la llegada de los españoles, reemplazó a las castañas en la mayoría de los guisos y empezó a formar parte destacada de distintas cocinas, digamos folklóricas.

¿Por qué en la Argentina, donde se ha puesto de moda aprender a cocinar, los ingredientes exóticos, los platos étnicos, hay tan poca variedad de papas al alcance de la gente?

–Es difícil de explicar porque, en principio, tenemos todos los recursos para cultivarla, buena tierra, espacio... En parte, tiene que ver con una cuestión de desconocimiento de la gente que entonces no exige variedades. Comúnmente, tenemos la negra, la blanca, la amarilla... La Spunta, la Pontiac, la Kennevec las podemos conseguir los que estamos en el oficio, sabemos dónde buscarlas. La Kennevec, por ejemplo, es apropiada para freír, para hacer la tortilla. En cambio para un ñoqui se necesita una papa más harinosa. La de piel rosa, que se encuentra en el Uruguay, acá es difícil de lograr. Es que todo está bastante homogeneizado, ya casi no existen mercados en la calle una o dos veces por semana como antes, donde se podían conseguir cosas frescas de pequeños productores que cuidan artesanalmente lo que hacen.

Ni la cercanía del Perú ni la influencia de cocinas europeas llevan a un conocimiento de las principales variedades y su correcta aplicación...

–Quizá se deba a que no tenemos una cocina propia bien definida argentina, sólo algunos platos del norte de origen andino. Tampoco en los libros de recetas o en las revistas se especificó nunca el tipo de papa que había que emplear. Se sabe que acá se cultivan variedades y calidades que no llegan al público local, eso no ocurre sólo con la papa.

Vamos a la verdulería y nos encontramos con la blanca y la negra, ¿vale la pena diferenciarlas?

–En principio, digamos que la papa negra, que mucha gente no la compra porque ensucia las manos, es realmente buena. Pero se elige para freír la blanca, la Spunta de forma ovalada, porque es más fácil de pelar, y se rechaza equivocadamente la Kennevec, que es más adecuada para ese uso, aunque toma formas raras, es despareja, pero vale el esfuerzo. Aquí se considera que cualquier papa es multiuso, con una papa amarilla se hacen ñoquis que requerirían una más harinosa. En otros países la gente busca la papa exacta para el plato que va a cocinar. En todo caso, conviene comprar la papa de la época. Un mercado que recomiendo es el de Juramento y Ciudad de la Paz, en el barrio de Belgrano, también el Barrio Chino y debo decir que el Mercado Central está muy bien, hay mucha variedad de papas, los precios son buenos. Pero no está cerca, hay que hacer la excursión...

¿Se lleva bien con muchas especias?

–Yo hago un puré con wasabi y lo tiño con un poquito de espinaca, prefiero para este fin la papa negra, porque tiene menos agua. También preparo un puré con tinta de calamar para una merluza, añado aceitunas negras, una salsita de tomate con alioli... Para el cochinillo, aunque también puede venirle bien al cordero y al cabrito, hago una papas azafranadas, una receta de Toledo: pongo las papas en caldo o agua con azafrán, un poco de vino blanco, aceite de oliva, le doy un hervor, las llevo al horno 18, 20 minutos y les voy agregando el líquido a medida que lo absorben. La bifteca florentina lleva la carne cortada en rodajas acompañadas de papas nuevas chiquitas que reciben un pequeño hervor, luego las aplasto un poco y las termino a la plancha con oliva, hasta que estén bien crocantes, las cubro con rúcula y tomatitos cherry y una limonetta por encima. Con la papa negra preparo una milhojas: la papa cruda cortada superfina con la máquina de fiambre en un molde de terrina, cada dos o tres capas, la pinto con manteca clarificada, agrego puerro pocheado y panceta salteada y desgrasada. Lo cocino al horno poco más de media hora. Lo dejo enfriar y lo termino en la plancha: debe quedar crocante por fuera y confitado por dentro, con efecto de acordeón: una milhojas sin necesidad de amasar. La papa es realmente maravillosa por las increíbles posibilidades que ofrece, desde la cocina más rústica hasta la más refinada, pero hay que aguardarla en lugares secos y oscuros, y usarla dentro de las cuatros horas después de haberla cocinado. A mí me vuelve loco la tortilla española, que prefiero no tan jugosa y sin chorizo colorado: corto la papa Kennevec en cubitos de apenas un centímetro que frío en oliva, en la misma sartén donde voy a terminar la tortilla. Esa forma facilita la cocción pareja. Cuando le faltan dos o tres minutos, incorporo la cebolla blanca en juliana y la rehogo. Escurro el aceite con una tapa y le incorporo los huevos apenas batidos, más bien mezclados. Los acomodo para integrar todo y espero que se caramelice para darla vuelta y esperar el punto. Sólo la condimento con sal. Un deleite perfecto.

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