SOCIEDAD
Más de 4500 mujeres llegaron a Beijing para participar en disciplinas y deportes de los Juegos Olímpicos. Claro que no siempre fue así, y que tampoco el hecho de que gradualmente los números vayan acercándose a la paridad –en lo que a participación efectiva se refiere– garantiza la ausencia de brechas. Bien por el contrario, las Olimpíadas son, desde el inicio, una gran vidriera de las políticas de género.
› Por Soledad Vallejos
Puede sonar a chiste, pero la leyenda occidental atribuye la competencia deportiva entre mujeres a la demostración de gratitud: la bella Hipodamia había conseguido marido. Esa, y no otra, es la base de la participación en juegos organizados a la manera de los olímpicos, pero protagonizados exclusivamente por mujeres en la Antigua Grecia. Más de dos milenios han pasado, y en el medio (ni siquiera en el medio, apenas en el último siglo) las deportistas han ido, a los codazos y a fuerza de ser insistentes, incorporándose a las pruebas que cada cuatro años congregan la atención de todos medios, sponsors, fanáticos de sillón y amateurs de deportes varios. Para que en estos días 4534 mujeres (el 43% del total de atletas en el evento) participen en los distintos deportes y disciplinas de Beijing 2008, primero fue necesario superar varias escalas: la primera edición de los Juegos Olímpicos modernos, por ejemplo, donde a instancias del misógino barón Pierre de Coubertin (“el deporte femenino no es práctico, ni interesante, ni estético, además de incorrecto”, el caballero dixit) la organización prescindió puntualmente de mujeres deportistas en cualquiera de las pruebas realizadas en Atenas en 1896; el encuentro de París, en 1900, donde sólo siete atletas muy decididas cruzaron la barrera y compitieron tanto como los demás participantes (¡1059 varones!); la terquedad de mujeres que, en los años ’20, hicieron sus propios juegos y fueron cobrando tanta importancia que la organización olímpica terminó por incorporarlas en algunas pruebas; el crecimiento del feminismo en los ’60, que en el deporte se coronó con una mujer encendiendo la llama olímpica por primera vez en 1968, y siguen las firmas. Van más de un siglo de Juegos modernos pero la paridad todavía es esquiva. Eso sí, cada cuatro años algunas cosas cambian: para esta edición de los JJOO, por caso, Gucci y Miuccia Prada lanzaron diseños –destinados a mujeres, se entiende– ad hoc (relojes, muñecos, zapatillas y bolsos la primera firma, bolsos con ositos de peluches ataviados como atletas la segunda).
Hipodamia parecía destinada a vestir santos (o dioses) por la oposición férrea de su padre, Enomao, rey de Olimpia, a quien un oráculo había pronosticado la muerte a manos de quien llegara a ser su yerno. Pretendiente que aparecía, pretendiente que debía correr con el padre de Hipodamia una carrera de cuadrigas, que inevitablemente Enomao ganaba, y que todas las veces concluía de la misma manera: con el vencedor asesinando al perdedor. Pero entonces llegó Pélope, hijo de Tántalo, joven bellísimo que tenía un hombro de marfil (por un incidente previo con ciertos dioses y su padre) y había sido pareja de Poseidón. Con ayuda divina (porque Poseidón le seguía teniendo cariño) y también algo de trampa, Pélope venció y mató a Enomao, de resultas de lo cual logró casar con Hipodamia. En agradecimiento por haber conseguido consorte, Hipodamia organizó los Juegos Hereos, dedicados a Hera (a quien había ofrendado oportunamente su peplo nupcial). El historiador Pausanias escribió: “Cada cuatro años tejen a Hera un peplo las 16 mujeres y ellas mismas convocan una competición, los Juegos Hereos. La competición consiste en una carrera para muchachas, no todas de la misma edad, sino que corren las primeras las más jóvenes y después de ellas las segundas en edad y las últimas las muchachas que son mayores. Y corren de la siguiente manera: llevan suelto el cabello y una túnica les llega un poco por encima de la rodilla y enseñan el hombro derecho hasta el pecho. También a ellas les está asignado para la competición el estadio olímpico, pero se les reduce para la carrera aproximadamente la sexta parte de él. A las vencedoras les conceden coronas de olivo y parte de la vaca sacrificada a Hera. Pueden también dedicar estatuas con sus nombres inscritos en ella. Las que gobiernan a las Dieciséis son, igual que los presidentes de los Juegos, mujeres casadas”. Los Juegos Olímpicos ya existían y estaban, por supuesto, reservados a los varones, tanto en lo que refería a las competencias como a ser parte del público; la única presencia femenina admitida era la de la sacerdotisa de Deméter. Cualquier infractora pagaba cara su osadía. Otra vez Pausanias: “Siguiendo el camino que va de Escilunte a Olimpia antes de cruzar el Alfeo, hay una montaña de altos y escarpados farallones. Se llama Monte Tipeón. Hay una ley en Elida que manda precipitar por ellos a cualquier mujer que sea sorprendida en los Juegos Olímpicos, o incluso en la otra parte del Alfeo, en los días prohibidos a las mujeres. Sin embargo, dicen que ninguna mujer fue sorprendida en ellos, excepto tan solo Callipateira” (la tal Callipateira, de todas maneras, se salvó de la muerte, por ser hija, hermana y madre de campeones olímpicos).
El caso es que de los Juegos Hereos se sabe poco más que la prescripción del deporte para las mujeres (generalizada en la Antigua Grecia, a excepción de Esparta, donde se alentaba la actividad femenina con vistas a formar cuerpos fuertes que concibieran ciudadanos ídem, idea no tan ajena a algunas políticas públicas del siglo XX) sobrevivió con el correr de los siglos y que así siguió la cosa hasta que Coubertin retomó la idea para demostrar que la hermandad universal era posible, siempre y cuando se entendiera por universo a los varones. Las únicas excepciones eran los deportes considerados suaves, como el tenis, en el cual la inglesa Charlotte Cooper fue la primera ganadora, en 1900.
Llegado 1917, entra en escena Alice Melliat. Francesa, practicante avezada de remo, Melliat abogaba por el deporte como herramienta para dar fortaleza (corporal, pero fundamentalmente de espíritu) a las mujeres, y veía en el atletismo la piedra de toque para la inclusión en cualquier otra práctica. Tenía 33 años cuando fundó la Federación de Sociedades Femeninas de Francia, en 1917, 35 cuando hizo lo propio con la Federación Deportiva Femenina Internacional en 1919, todas ellas organizaciones herederas del Club Femenino de París, de 1915, con el que Melliat se había empecinado en promover la práctica deportiva entre las parisienses. 1921 es el año clave: con participación de Gran Bretaña, Suiza, Italia, Noruega y Francia, Mónaco se convierte en sede del comité organizador de la Olimpíada Femenina. Al año siguiente 300 mujeres de siete países compiten por primera vez, en París; en 1926 la experiencia se repite en Gotemburgo (Suecia), y los organizadores y dirigentes olímpicos, junto con la Federación Internacional de Atletismo (integrada exclusivamente por varones) toman cartas en el asunto: para los Juegos de 1928 (Amsterdam) incluyen pruebas de atletismo femenino (100m, 800 m, salto en alto, lanzamiento de disco y relevos de 4 por 100m); pretendían con eso dar por zanjada la discordia y acabar con los eventos exclusivos para mujeres. Claro que esos avances no fueron permanentes: el conde Henri de Baillet Latour, escandalizado por esa exigencia tan intensa para el débil cuerpo de cualquier dama, eliminó la prueba de los 800 m, que sólo fue reincorporada en 1960, para el encuentro de Roma. (Para la maratón de mujeres, créase o no, hubo que esperar hasta 1984, en Los Angeles).
Melliat no queda conforme y sigue adelante: en 1930 y 1934 los Juegos Mundiales Femeninos se realizan en Praga y Londres, pero la llama se extingue poco a poco, entre la inclusión progresiva en otros deportes y la situación bélica. La Federación Deportiva Femenina Internacional se disolvió en 1938. Muchas de las cómplices de Melliat pasaron a la historia del deporte internacional, como la norteamericana Mildred “Babe” Drikson, que en 1932 (Los Angeles) marcó records mundiales en jabalina y carrera con vallas, en 1950 fue elegida la mayor atleta femenina de la primera mitad del siglo XX, y no se privó de nada: jugó profesionalmente al básquet, fue actriz de music-hall, y ganó todos los campeonatos femeninos de golf realizados entre 1936 y 1954, el último de ellos después de haber sido operada de cáncer.
En los últimos años, las deportistas cuyas presencias han hablado de brechas de género son unas cuantas: en 1984, la marroquí Nawal El Moutawakil fue la primera musulmana y africana en ganar una medalla dorada (lo hizo en 400 m con vallas), algo que le valió amenazas y condenas de grupos integristas; luego, en 1998 pasó a formar parte de Comité Olímpico Internacional, en el que a principios de este año fue elegida integrante de la comisión directiva (donde volvió a ser pionera: primera mujer musulmana y africana en el cargo). En 2000 (Sydney), la australiana Cathy Freeman fue la primera aborigen en ganar una medalla dorada. En 2004 (Atenas), Rocaya Al Ghasra corrió con pantalones largos y chador, y Ala Hikmat fue la única mujer de la delegación iraquí (asistió con velo); ninguna de ellas ganó una medalla, pero sí marcaron una presencia capaz de alentar a otras deportistas musulmanas: era la primera vez que Irak, Palestina y Bahrein incluían atletas mujeres.
Durante los últimos Juegos, la televisión llevó las competencias a casi cuatro millones de espectadores de todo el mundo. Una de las transmisiones modélicas (por la importancia del público que alcanza, por las modas que imprime sobre otras transmisiones), a nivel internacional, es la que realiza la cadena norteamericana NBC, que tiene el poder suficiente para –entre otras cosas– negociar mano a mano con el Comité Olimpico Internacional, y acordar, por ejemplo, horarios y prioridades en la agenda de las distintas pruebas. Justamente sobre las transmisiones de esta cadena fueron realizados estudios durante los encuentros de 2000 y 2004. De acuerdo con el análisis Representación selectiva de género, etnia y nacionalidad en la televisión norteamericana”, en Sydney, donde el 38,2% de quienes competían eran mujeres, el 53% del tiempo total de aire se dedicó a deportes masculino. De las pruebas femeninas, se privilegió la gimnasia, la natación y el atletismo con tanta decisión que entre las tres sumaron el 73% del tiempo de aire; el 27% restante debía repartirse entre otras 17 disciplinas y deportes ninguneados. El mismo estudio observó que cuando quien sube al podio es varón, el periodismo subraya el valor de su fuerte entrenamiento; cuando es mujer, suele mentarse su “habilidad” (vale decir, cualquier cosa menos su esfuerzo). (Y se nota que los Billings y Eastman, autores del análisis, no sufrieron los comentarios de la transmisión que TyC Sports pone al aire en Argentina, donde periodistas todoterreno –como Gonzalo Bonadeo– no olvidan mencionar los niveles de belleza –o no– de las mujeres deportistas, aclarando llegado el caso –y cuando no tiene nada que ver con su rendimiento físico– peso y altura). Observaciones muy similares hicieron los mismos autores a cuento de la transmisión de los Juegos de Atenas 2004, que contó con más mujeres (4306 contra las 4069 de Sydney 2000) y los mismos sesgos: ellas ganan por hábiles, son lindas o feas, y cuando no ponen el cuerpo para alguno de los deportes suaves, vale decir, cuando se especializan en actividades consideradas varoniles, son freaks (no hay más que ver la transmisión de las competencias de levantamiento de peso); los chicos no tienen esos problemas, faltaba más. Habrá que ver qué dice el estudio post-Beijing.
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