TALK SHOW
› Por Moira Soto
Las malas acciones no le dan tregua a Larry David y sus efectos se multiplican en inexorable progresión geométrica, según está volviendo a quedar brillantemente demostrado en la sexta temporada que se puede ver actualmente con regocijo –cómplice o culposo, según cada quien– los lunes a las 22 por HBO. Como bien lo saben sus fans incondicionales (a Larry David o se lo idolatra o se lo deja, sin medias tintas), en la construcción de estos capítulos que pretenden contar (malos) momentos de la vida cotidiana en Los Angeles de un guionista judío de Nueva York, siempre hay un ladrillo o dos –una frase indiscreta, una metida de pata, una mentira incluso piadosa, una sospecha banal e infundada, una reacción descontrolada– que al moverse provocarán desastres en cadena, sobre llovido mojado, invariablemente de mal en peor.
Tampoco es que Larry perpetre maldades espantosas, porque ni siquiera es capaz de este tipo de grandeza. No, para nada: él se conforma –es un decir, ya que se trata de un disconforme por naturaleza– con sacar ventajas, tomar caminitos tortuosos, desconfiar de todo el mundo, desconocer la solidaridad, engañar para salir del paso, perjudicar al prójimo sobre todo cuando se siente perseguido... Nada del otro mundo, por cierto: lo intranquilizador aunque oscuramente divertido es que Larry David, interpretándose hasta cierto punto a sí mismo, no tiene el menor pudor en exhibir –sin contrapeso y sin enmienda– y a menudo llevar a la práctica los impulsos negativos, miserables, incorrectos que la gente civilizada tiende a reprimir, enmascarar, disimular.
En otras temporadas de Curb your enthusiam, el original coautor de la serie Seinfield se ha metido con subnormales, niños, gays, animales y hasta con el cadáver aún tibio de su propia madre, haciendo exactamente lo contrario de lo establecido por las buenas costumbres, los códigos sociales, la corrección política. Como un niño malcriado y sin filtros, Larry se desboca y se encapricha, busca camorra por doquier, hace travesuras bizarras. Pero a la vez tiene la duplicidad del adulto y una irreductible proclividad al descontento, a un pesimismo que a esta altura vale reconocer que ya tiene sólidos cimientos. No porque le vaya tan mal en la vida –su mujer es linda, buena y encantadora, sus amigos se enojan cíclicamente pero vuelven a bancarlo, se sobreentiende que tiene éxito en su oficio–, sino específicamente en cada uno de estos episodios filmados con aire de documental casual, donde Larry David suele ir cuesta abajo en la rodada hasta llegar a un final en suspenso donde se le viene el mundo, su mundo, encima.
En esta sexta temporada ya tuvo problemas de efecto dominó con los personajes cercanos de siempre y además con una sordomuda, un tipo en quimio al que confunde con un skinhead (y que quizá lo sea de mentalidad) y, entre otros/as, con un médico que le pregunta por su frecuencia urinaria y la marcha de sus intestinos (cuando el protagonista lo consulta por un dolor del oído derecho), con su amigo Marty por haberse robado tres bonitos ramos de flores del lugar donde su madre en silla de ruedas murió atropellada (en la foto: desde luego, esas flores están destinadas a corregir un entuerto y generar otros mayores). Tantas calamidades arrancaron con un primer episodio de perfecta redondez, donde las causas y los efectos se fueron ensamblando con impecables creatividad y precisión, hasta llegar a un final donde el destino fatal, pero no trágico, de Larry David alcanzó su apoteosis.
Resulta que en ese capítulo, Larry y su mujer Cheryl se despiertan en medio de la noche por el sonido de la alarma de incendios que se activó sola. El no para hasta encontrarla, arrancarla con furia de la pared y molerla a palos para que deje de sonar. Hacia el final del episodio, por causa de un cigarrillo mal apagado (a la Hitchcock, en una torta de chocolate en vez de un huevo frito), la casa empieza a incendiarse de noche y, obviamente, no hay alarma que avise... Entre la apertura y el cierre, nuestro hombre alunado va a jugar al golf y discute con Jeff y Richard sobre qué excusa darle a otro amigo (Marty, antes de la muerte de su progenitora) que los invitó a una fiesta que no les interesa. Quedan en que Jeff va a alegar la enfermedad de un hijo y Larry pasará al día siguiente y dirá que se equivocó de fecha, antes de ir a cenar en lo de Ted Danson. En la pantalla del club se ven escenas penosas del paso de un huracán. Cheryl también las ha visto por su lado, se conduele por las personas afectadas y le propone a Larry recibir a un grupo familiar al día siguiente. El trata de escabullirse, como era de prever. Llegan a lo de Marty con la idea de hacer el show del error, pero son obligados a entrar, a comer, a jugar. Como en una película de Buñuel, cada vez que intentan zafar, son retenidos. Peor aún, se presentan Jeff y su tremenda esposa Susie diciendo que se confundieron y ahí sí –no sin razón– Larry se indigna: “Me robaste la excusa. Estamos atrapados, nunca más saldremos de aquí”. En uno de los juegos, Larry mete la pata, Cheryl se ofende y para hacerse perdonar, su marido acepta albergar a una familia desamparada. Camino al aeropuerto, donde recogerán a sus huéspedes, Larry se detiene para disculparse con Ted (a cuya cena no pudo ir porque Marty los interceptó), pero, siguiendo la lógica de esta serie, el matrimonio David es presionado para quedarse y aparece Richard Lewis que... Sí, llegan muy tarde al aeropuerto para encontrarse con una atípica familia negra de apellido Black (“Como si yo me llamara Jewish”, no puede callarse Larry), que ante la mirada suspicaz de nuestro antihéroe tomará posesión de la casa. Y Cheryl organizará una fiesta de bienvenida, donde Jeff traerá un postre de chocolate sin saber que tiene forma de pene con sus correspondientes testículos. Y será allí, precisamente, en una porción de ese postre, donde la altiva joven negra Loretta aplastará su cigarrillo, después de que Larry le pida, con su mejor tono, que fume afuera...
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