FOTOGRAFIA
Después de retratar a mujeres mayores en su ensayo Grandes Mujeres, Gabriela Messina se dedicó a indagar en ese extraño espejismo que resulta ver juntas a diferentes parejas de gemelos, creando un mundo paralelo en el que lo disonante es perder la simetría. Ahora que estos dos trabajos fueron reunidos en un libro, la fotógrafa abandonó esa particular pulsión documental en busca de un lenguaje surrealista cuya usina es un pueblo perdido en la provincia de Buenos Aires.
› Por Marta Dillon
Hay una última escena en esta historia que se está desenvolviendo: la fotógrafa juega en el piso, uno de sus hijos se trepa sobre su estómago, el otro, al costado, ríe de placer por lo que goza su hermano gemelo. La madre inventa historias, una para cada uno de esos niños idénticos –el metro aporta su dato científico: miden los dos 102 centímetros exactos–; ella produce ahora alimento para la fantasía, para que cada cual tenga dónde buscar el combustible de los deseos propios, ese mundo privado que sólo se comparte por invitación y que construirá la nave con la que cada gemelo diseñará el camino de su vida.
Es una última escena porque arbitrariamente, siguiendo el método de la fotografía, el relato la captura y la inmoviliza; la exhibe como explicación suficiente. Ahora que Gaby Messina ya ha puesto no sólo en fotos sino en un libro –un objeto: bordes contundentes, peso específico, volumen– la indagación sobre su propia historia y la pregunta abierta sobre qué podría depararles el futuro a sus hijos; ahora puede dedicarse a fantasear en grande. Puede rebelarse frente a un primer impulso documental y convertir a esos que son en una improvisación constante sobre lo que podrían ser. Entonces se anima a mezclar un camello de cartapesta, olvidado después del último pesebre viviente que se representó en un pueblo de calles de tierra, con un vestuario propio de una disco de los ’80. Y a pedirle a una habitante de ese pueblo que protagonice la escena bizarra para terminar de dislocarlo todo: aquí no hay nada del campo que rodea al pueblo, no queda un ápice de la mujer que por las tardes –como todos– apisona con agua el polvo volátil de las calles de tierra. Ni siquiera hay tiempo. Lo que sucede, sucede ahí. Un instante fugaz de complicidad para el juego que seguirá permitiendo a quien mire abrir otras puertas, infinitas, todas las que sirvan para inventar un antes y un después para la imagen; la prologanción de la fantasía en las miradas nuevas. ¿Y cómo no tentarse? ¿Cómo no jugar con la historia que desembocó en esos dos hombres mayores bañados de luz y con el torso desnudo, con la razón que llevó a que uno de ellos calzara sin vergüenza una vincha con orejas de gato? “No sé por qué se me ocurre, es algo que sale del estómago”, dice Messina para explicar la ocurrencia que compuso esa foto. El mismo estómago que sus hijos usan de cama elástica cuando ella inventa historias para ellos, para cada uno de ellos. Idénticos, pero tan diferentes.
La fotógrafa dice que la guía su instinto. Se deja llevar por el impulso de su fascinación y lo persigue. Así aparecieron las Grandes Mujeres, las que abren el libro que lleva su nombre –Gaby Messina– y que reúne también su indagación sobre otras parejas de gemelos. No puede explicar por qué mujeres; sí, en todo caso, el imán que ejercía sobre ella la vejez en general. “Esa manera de vivir de lo que ya hiciste, de lo que fuiste, de lo que hiciste de vos.” Como si a cierta edad no quedara más que enfrentarse al espejo y decir ésta soy, el tiempo se acaba, no voy a ser otra. No hay drama en esta sentencia: para Messina, las “abuelas son sabias, por muy cerradas que sean, si llegaste hasta ahí es porque sabés cosas que no se aprenden más que viviendo”. Homenaje, entonces, a un saber menospreciado, el de la experiencia. Pero también el de haber sobrevivido, haber encontrado razones para hacerlo; los obstáculos, parece, resultan evidentes.
¿Y por qué “abuelas”, como ella las llama? ¿Por qué endulzar con un vínculo que a veces ni siquiera existe el valor de la vejez? “No encuentro otra palabra, decir vieja me parece despectivo, tal vez sea el peso social.” Las viejas, sin embargo, se rebelan en las imágenes contra esa otra imagen estática, la de la abuelidad, la vida y la identidad por los otros. Como sea, Messina encontró y fotografió mujeres que no exhiben las marcas del tiempo –no sólo– sino sus ritos, sus ocupaciones, sus placeres, sus vicios. Todo en presente. La bailarina con sus zapatillas bien calzadas y las medias rosas con que ensayan no sólo las niñas. La profesora de piano poniendo el grito en el cielo junto a su alumna. Yuyi teje, Felisa juega al tenis, Rita analiza las barajas, Sarah toma sol, Rosa se calza el pañuelo blanco en la cabeza –y ese ámbito tan público de la sede de Abuelas de Plaza de Mayo pone su nota discordante–, Nina se jacta del lujo que la rodea –incluida su mucama de uniforme–, Esther barre; Elisa revela sus propias fotos –fotos antiguas–, un gesto no pensado pero que replica la intención de la fotógrafa de conservar, de indagar en lo que ella ve como pruebas vivientes de un pasado sobre el que si no pregunta, nadie le cuenta. “Esa gente enfrente de mí, de la que me separa apenas una generación, tiene historias increíbles; en contraste, mi vida me parece una pavada. Muchas llegaron desde el extranjero, sin saber el idioma, siendo adolescentes; mujeres que vieron morir hermanos o hijos como si fuera algo natural. Todo eso está pasando también por la sangre de las familias y una lo desconoce a pesar de que modifica tu vida. Es necesario ir al rescate, preguntar, grabar antes de que se pierda la transmisión oral.”
Hubo mujeres a las que conoció el mismo día en que las iba a fotografiar. La abuela de una amiga, la amiga de esa abuela, una vecina del barrio. El único requisito era ser una mujer mayor. En principio, a la fotógrafa no le importaban particularmente las historias aun cuando las historias terminen colándose, como siempre, en el breve parpadeo de la lente. Las preguntas se formulaban mientras Messina desplegaba luces y trípodes, un equipo voluminoso que se acostumbró a usar en su oficio como fotógrafa publicitaria para que todo lo que se capte sea lo suficientemente tentador como para desearlo. En ese trajín de preguntas y preparativos la escena se iba armando: “Siempre se dio la confianza suficiente como para que yo pudiera mirar y elegir los objetos que iban a armar la puesta en escena. En algunos casos he movido muebles que hacía treinta años que estaban en el mismo sitio. En esas casas encontré de todo, objetos increíbles, valiosos desde la calidad hasta por el paso del tiempo; cosas que habitualmente se desprecian. Pero siempre me fascinaron las cosas que tienen algo que contar, que destellan por sus colores; en mi familia, incluso, he sido repudiada por eso. Mi abuelo me obligaba a caminar media cuadra delante de él por no querer sacarme de la cabeza una cinta que había encontrado por ahí”. Es la explosión de color lo que la tienta, dice, la identidad particular que puede escaparse de los cánones del buen gusto tradicional. La diferencia, podría decirse, eso que ahora la obsesiona: habilitar entre dos niños idénticos, sus hijos, la chance de diferenciarse como ellos quieran. De ser lo que quieran.
Es curioso, pero Messina, que “volvió loca” a su abuela con preguntas sobre su historia –la historia de las dos– no pudo averiguar que en su familia había antecedentes de gemelos hasta que su obstetra le dijo que indague porque ese fenómeno tiene transmisión genética. Había pasado un año y medio deseando ese embarazo que en la primera ecografía reveló su secreto: eran dos. Dos pequeños sacos gestacionales que después sabría que habían sido uno durante 48 horas, las que tarda en dividirse el huevo recién formado cuando se trata de embriones que compartirán la misma placenta. Con la noticia volvió a su abuela y entonces supo que aquella había tenido hermanos gemelos, que habían muerto sin que se volviera a nombrarlos. Porque hay cosas de las que no se habla. De las muertes tempranas, por ejemplo. Demasiadas pérdidas acumula la vida como para recordar siempre a las que apenas se asomaron al mundo.
“Tengo que convencerme de que soy muy ordenada. Terminé mi primer ensayo fotográfico, lo expuse, y supe que estaba embarazada. Pasé un año en bata y alimentando dos bebés al mismo tiempo. Recién entonces tuve necesidad de volver a la fotografía y volví para seguir indagando sobre mi historia.” Aunque esta vez, en lugar de mirar pasados posibles, la fotógrafa quiso atisbar un futuro: ver y escuchar experiencias de otros gemelos para que alguien le diga que sus hijos iban a ser felices. Tarea imposible, es cierto. Nadie anda por ahí firmando garantías de felicidad. Tal vez se podría rastrear esa inquietud en esa pasión por la diferencia que la madre había cultivado desde niña. Necesitaba saber al menos que iba a ser posible para ellos ser dos y no simplemente tener otro de sí. Y viceversa.
La indagación que terminó convirtiéndose en la serie Almas Gemelas –también incluida en el libro que se presentará este mes– empezó con temor. No es que no quisiera, ni siquiera hubiera podido acercarse a las distintas parejas de gemelos como a un fenómeno porque a la vuelta a casa el fenómeno estaría ahí, diciéndole mami, mami; dos voces distintas, dos cuerpos iguales. Pero esa complicidad que genera saber de qué se habla fue el refugio necesario para habilitar las confidencias. Las más chiquitas asumieron sin pudor que no quieren ni necesitan más hermanos en este mundo. Las más grandes de la serie, mujeres mayores con batas idénticas, dormitorio compartido y, por supuesto, camas idénticas, confesaron que en algún lugar de la casa guardaban un arma para que una la use en caso de que a la otra le pase algo. Claro que hubo espacio para las anécdotas más banales: las zapatillas compradas al mismo tiempo y por separado que resultan ser del mismo modelo, las novias confundidas, los nombres que se pierden por la extrema dificultad de adjudicárselo a la persona correcta –así, en siete años del mismo club, un par de hermanos pasaron a ser el mellizo zurdo y el mellizo derecho–.
Recorrer el laberinto de Almas Gemelas es como perder las reglas de este mundo al punto en que son las asimetrías las que empiezan a molestar como el ruido de una uña sobre vidrio. Y hasta es posible la nostalgia por ese doble que no fue. Entonces resulta lógico que una gemela diga en voz alta que le hizo daño cuando su hermana fue madre porque la incondicionalidad dejó de ser una exclusividad de ella para pasar a compartirla con el sobrino. Inquietante es, en cambio, advertir el embarazo de una de las dos. Es como ver la cabeza de quien está sentado adelante cortando la pantalla del cine.
“Lo que averigüé después de tantas conversaciones con gemelos y gemelas, con sus padres y madres no es más que lo mismo de siempre: lo difícil que resulta respetar las sensaciones más particulares, decidir lo que querés, saber quién sos y qué querés. De eso se trata.” Al fin y al cabo, lo que cada quien tiene como desafío en la vida, tenga o no un gemelo a su lado.
Gabriela Messina dice que jamás confundió a sus hijos. Y que si alguna vez le pasó, no va a hacerse cargo. Así que no, ella puede reconocerlos porque a pesar del primer espejismo son muy distintos. En su voz, en su carácter, en lo que quieren. Hay un trabajo, sí, para mantener el equilibrio, para compensar, para que ninguno de los dos sienta que tiene menos espacio en ese cuerpo de madre que alguna vez compartieron. Como cuando daba la teta, a los dos al mismo tiempo, para no desperdiciar la leche que manaba por igual de sus dos pechos. Pero eso ya no le resulta difícil. En todo caso quisiera saber cómo es quedarse embobada mirando al recién nacido único; algo que no supo porque “la crianza, de a dos, te exige sobre todo practicidad”. Ahora mismo, ahora que sabe que no hay garantía de felicidad pero tampoco hay un fenómeno que observar en sus hijos más que la sorpresa de la vida misma, ahora es el tiempo de la fantasía. Así surgió Lima, el ensayo que está en curso y lleva el nombre de un pueblo a cien kilómetros de Buenos Aires. Un caserío por el que pasó y descubrió que no necesitaba ningún casting porque ahí estaban todos los personajes deseados. Personas comunes, sin más distintivo que las siestas largas y el tiempo suficiente para prestarse a jugar con ella a ser cualquier cosa, incluso ellos mismos. Si la publicidad le enseñó a Messina que la producción es la herramienta necesaria para fotografiar no lo que ve sino lo que quiere que se vea, ahora es el deseo la guía para forzar a los elementos. Y entonces deja que sea su “estómago” el que hable, para saber hasta dónde puede llegar ella misma en ese tránsito común y sinuoso de saber lo que se quiere. Y hacerlo.
El libro de Gaby Messina se presentará el 25 de septiembre en Isidro Miranda (Estados Unidos 726), junto a una muestra de las mejores imágenes que estará abierta de martes a domingo de 12 a 19, hasta el 16 de octubre.
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