ELECCIONES EEUU II
Históricamente, la primera dama en las elecciones de Estados Unidos tiene, como esposa que es, peso suficiente para inclinar la balanza. Michelle Obama, conocida como brillante abogada de Harvard y Princeton, mujer fuerte, autónoma, de ideales definidos y un fuerte sentido del humor contra todo atisbo de avasallamiento machista, debe agradar ahora al ala más conservadora de su electorado mostrando la otra cara: esposa amante, madre ideal, dilecta hija. En los próximos días se verá si logra un equilibrio y no mete la pata en el platillo equivocado.
› Por M. B.
Hicieron del odio a Hillary Rodham Clinton uno de sus pasatiempos preferidos. Ahora, una vez que la senadora de Nueva York está definitivamente fuera de la carrera presidencial, los conservadores estadounidenses se la agarran con Michelle Obama. “La millonaria más infeliz de Estados Unidos”, titulaba recientemente la edición online del National Review. Es que, para algunos analistas, la esposa del candidato demócrata a la Casa Blanca exagera al llorar la carta: tanto ella como su marido, diplomados en prestigiosas universidades como Princeton y Harvard, “hemos tenido que endeudarnos hasta el cuello para pagar nuestros estudios. Recién hace un par de años terminamos de pagarlos”, declaró hace poco Michelle, propietaria de una casa de un millón y medio de dólares. Pero bueno, veamos: la hija de un empleado municipal y un ama de casa pertenece a una minoría que aún continúa sufriendo discriminación en su propio país, pero su trayectoria profesional y personal no se asemeja en nada a la de cualquier habitante de Southside, el suburbio negro de Chicago donde nació y se crió. En 1981 fue admitida en Princeton, no gracias a la “acción afirmativa” –el conjunto de políticas destinadas a que las minorías de ese país accedan a la educación y al empleo–, declaró ella, sino porque su único hermano, Craig, era la estrella del equipo de básquet de esta universidad de la Costa Este. En el campus, junto a un par de basquetbolistas ellos dos eran los únicos negros. “Me sentía como una visitante”, recuerda esta atractiva y atlética mujer de 46 años.
Durante la campaña presidencial de Obama, su humor no ha sido siempre apreciado. Ni la manera en que se muestra no impresionada por el candidato que todo el mundo adula, su propio marido. “Ronca y tiene mal aliento”, dijo Michelle un par de veces. Se conocieron en un estudio de abogados de primera línea, donde Barack Obama entró como pasante y la que luego sería su mujer era la encargada de orientarlo en su primera semana de trabajo. En su primera cita, él la llevó a ver una película de Spike Lee. Nunca más se separarían.
Como Hillary Clinton, Michelle siempre ha colaborado en la carrera política de su marido. Ahora, los militantes “pro-life” –“defensores de la vida” han sacado a relucir una carta escrita por ella en 2004 durante la campaña de Obama para ganar un escaño en el Senado. Allí, la abogada exigía a George W. Bush que levantara la prohibición de los abortos que se realizan durante el segundo trimestre del embarazo, un procedimiento quirúrgico donde el feto es extraído a través del cuello uterino, lo que en cierta forma implica un parto. Durante la administración Clinton, esta cirugía era legal, pero desde 2003 se castiga con dos años de cárcel e inhabilitación de la matrícula para el médico que la realice.
Como una Jackie Onassis, Michelle desparrama gracia y glamour. Pero sus constantes alusiones a lo difícil que le resultó a su marido llegar a esta instancia pueden jugarle en contra. “La barra que marca sus límites siempre es levantada un poco más alto cada vez que Barack va sorteando obstáculos”, dice. Cuando su marido empezó a perfilarse como un candidato firme, decenas de periodistas pidieron a Princeton que se les permitiera leer la tesis de sociología con la que Michelle recibió su primer título universitario. Pero los Obama habían pedido a la universidad que la mantuvieran cerrada bajo llave hasta el día siguiente de la elección presidencial, en noviembre próximo. Tanta fue la presión de los medios, que finalmente Michelle tuvo que publicarla. En sus páginas se lee un profundo escepticismo opuesto al explosivo optimismo de su marido. Su color de piel y las escasas expectativas de progreso que según ella éste le depararía es la conclusión final de su trabajo. A pesar de que obtenga un diploma en una de las mejores universidades del mundo, mi rol se limitará a estar en la “periferia de la sociedad”, escribía Michelle a fines de los ’80. El tiempo dirá si tuvo razón.
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