Vie 12.09.2008
las12

URBANIDADES

La niña cautiva

› Por Marta Dillon

No hay nombre, ni siquiera iniciales. Se sabe, en cambio, que tiene 12 años y está internada en un hospital de pediatría. No está enferma, está presa. Fue la presa del hombre que la violó y ahora de los “expertos” que dirimen su destino. Presa de la química de su cuerpo que no entiende de deseos y organiza una vida que podría convertirse en un hijo o no, llegue a término el embarazo o no. Ella no puede decidir sola, casi nadie decide sola en esos casos, aunque la última palabra sea dicha en la intimidad. Es necesario, lo sabemos las mujeres, contar con la confianza de alguien más, sentirse escuchada, poder expresar las dudas, sin convertir a las dudas en una bandera robada al enemigo. Dicen las crónicas que la niña ya no está segura de querer abortar, sobre todo después de que le mostraran imágenes de fetos mutilados, de que pusieran sobre su cama de hospital un manto de culpa para que ella lo cargue si decide imponer la voluntad de que la violación no se convierta en hijo. O en niño entregado en adopción, como se sugiere, un hijo para otros, para los buenos, los que se arrogan la certeza de la sacralidad de la vida. Aunque desprecien la vida de la niña, cautiva en un hospital de pediatría. Ella no puede decidir sola y aun si pudiera, no le está permitido. Su decisión fue expropiada en el mismo momento en que un hombre mayor, ahora detenido, se metió entre sus piernas para imponerle una lección ancestral que los hechos siguen acuñando y que la gran mayoría de las mujeres recibimos alguna vez: tu cuerpo no es completamente tuyo, está para servir. A la voluntad de ese hombre, por ejemplo. Para servir a la reproducción, por ejemplo.

Los expertos se reúnen y observan a la niña. Indagan sobre ella, buscan dimensionar el tamaño de su dolor y evalúan los daños por venir como si analizaran las grietas en una casa sacudida por un terremoto. ¿Qué estará haciendo la niña mientras tanto? ¿Mirará dibujitos en la tele? ¿Recibirá visitas de sus amigos y amigas? ¿Extrañará el barrio, la escuela, su casa? A su madre le quitaron la guarda. A la madre que habló por ella, que reclamó por ella, le cerraron la boca; le dijeron, de alguna manera, que no puede ser madre. Le dejaron, también, la culpa servida en bandeja. ¿O no era su concubino el que abusó de su hija? Había denuncias por violencia en contra del hombre, denuncias que seguramente hizo la madre. Lo que hizo el Estado con esas denuncias no se sabe, pero eso no le ha quitado potestad sobre la vida y el futuro de la niña. El Estado, en cambio, organiza el secuestro en una cama de hospital, convoca a los expertos, dilata el desenlace, morosamente deja hablar a las morales en pugna; que libren su batalla sobre el cuerpo de la niña, igual ese cuerpo está custodiado, intervenido por el régimen hospitalario. A tal hora se duerme, a tal se despierta, se lava, se alimenta. Todo bien supervisado, ordenado, desinfectado.

¿Quién duerme a la noche junto a la nena de 12 años? ¿Quién le dice que todo va a pasar, que no tenga miedo?

El embrión, ahora, tiene un tutor. El tutor podría, por ejemplo, invocando el bien superior de su tutelado obligar a la niña a comer espinacas, cucharadas de germen de trigo o lentejas. Al fin y al cabo es por su boca, por sus sistemas vitales, por su cuerpo que el embrión tutelado se alimenta. El juez que mantiene a la niña cautiva en el hospital, de todos modos, considera que hay dos personas en ese cuerpo y a cada una le impuso un tutor. Dice el juez que la nena “no quiere matar al bebé”. Ahora el juez parece que la escucha, que necesita tantos expertos porque la nena ha hablado. ¿O habrá en esa frase una traducción de la moral del magistrado al que le importa un cuerno la jurisprudencia, la ley y lo que significa, a los 12, convertirse en madre. Aunque tal vez no se convierta en madre, tal vez alcance con que la nena ponga su cuerpo para la gestación y el parto y después la suerte dirá.

La nena no puede salir del hospital y sobre su cuerpo ahora hay una doble tutela. Un desconocido sobre ese enigma que gesta, su abuela sobre ella. Su voluntad no cuenta, su cuerpo ha sido expropiado.

Y lo peor es que la historia inaugura ningún relato. Apenas vuelve a bordar sobre la superficie del cuerpo de las mujeres en general una lección ancestral que la mayoría hemos escuchado y que dice que nuestro cuerpo no nos pertenece del todo. Es posible quedar presa de las pugnas morales de otros, ser apropiada su capacidad reproductiva, juzgadas sus decisiones o directamente obturadas. El dinero otorga algunas libertades, es cierto. Aquí no habría historia si hubiera habido recursos para pagar un aborto clandestino, limpio, silencioso; uno como los que se practican todos los días, sin jueces, sin expertos, sin más dilema moral que el que cada mujer pone en juego cuando le toca decidir sobre su cuerpo, su vida, su futuro. En la clandestinidad, claro, donde se esconde lo que no se quiere nombrar. Aunque en ello se vaya la vida; la vida de las otras.

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