PASOS PERDIDOS
Esta semana, la Comisión de Derechos Humanos y Garantías de la Cámara de Diputados y el Centro de Estudios Legales y Sociales (y con el auspicio de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos) convocaron a la jornada “El Congreso frente al Protocolo Facultativo contra la Tortura: hacia la implementación del Mecanismo Nacional de Prevención”. En ese marco, diputadas y diputados participaron de un panel en el que se discutió qué rol cabe al Congreso nacional en la aplicación del Protocolo en el país, un debate en el que Fernanda Gil Lozano (CC) insistió en la necesidad de que el delito de trata de personas sea comprendido en tanto tortura, tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.
Gil Lozano señaló, en un principio, la necesidad de legislar de acuerdo con normativas y consensos internacionales, pero sin desatender las realidades locales, habida cuenta de las diferencias que necesariamente han de pasar por alto ciertos instrumentos redactados para distintos países. De allí –sostuvo– que “mientras la ONU, para elaborar el Protocolo de Palermo, debe contemplar realidades como la de Dinamarca en donde el trabajo sexual está reglado y los derechos de los/las trabajadores/as están protegidos, la OEA puede avanzar sobre una realidad absolutamente diferente, una realidad en la que las víctimas ni siquiera son consideradas como tales. Ante esta diferencia entre lo regional y lo universal, me parece importante destacar que lo primero que debemos hacer en el Congreso es discutir sobre la cuestión de fondo: ¿qué es la tortura?, ¿qué grupo de personas va a ser considerado como víctima y quiénes van a ser considerados como autores y/o partícipes responsables de la aplicación de la tortura? Y esta cuestión debe ser saldada incluso por aquellas personas a quienes no les interesan las víctimas, por aquellas a las que sólo les preocupa avanzar en la elaboración de una norma que dé cumplimiento al derecho internacional.
La situación de las víctimas se encuentra comprendida en la Convención Interamericana –señaló Gil Lozano–, tanto en la definición de tortura (“todo acto realizado intencionalmente por el cual se inflijan a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, como castigo personal, como medida preventiva, como pena o con cualquier otro fin”, amén de “la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica”) como en los alcances de la responsabilidad de aquellos funcionarios públicos que, ante el delito, “ordenen, instiguen, induzcan a su comisión, lo cometan directamente o que, pudiendo impedirlo, no lo hagan”.
De allí que para la diputada “en todos los casos de trata, el Estado (...) siempre es materialmente responsable”. Son datos conocidos, agregó, que “muchos de los prostíbulos pertenecen o están regenteados por miembros de la policía; que la policía cobra una cuota para proteger a los proxenetas; que la policía detiene y ha llegado a torturar en las comisarías a lastrabajadoras sexuales que se niegan a pagar la cuota a la policía y/o al proxeneta (...) La policía también sabe y conoce la ubicación de los centros en que permanecen secuestradas las víctimas de trata y no interviene. Lo mismo sucede con la Justicia (...) El Congreso también sabe, y no avanza en la sanción de una ley efectiva. Por el contrario, termina sancionando una ley que deja en la más absoluta desprotección a las víctimas mayores de 18 años. El Poder Ejecutivo también sabe, y sabe de la participación y la complicidad de las fuerzas de seguridad y, estando habilitado para la separación inmediata de los/as partícipes y/o sospechados/as, no hace nada”.
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