Sáb 08.11.2008
las12

DEBATES

El pudor de una, la responsabilidad de las otras

Sobre la consideración de María Elena Walsh a propósito del feminismo local.

› Por Yuderkys Espinosa Miñoso

No deja de sorprenderme la persistente creencia entre nosotras, “las feministas”, en la existencia de unos lazos naturales entre las mujeres. Gracias a la generalizada permanencia de este mito únicamente productivo a los fines de la opresión, esperaríamos siempre alguna especie de complicidad (también natural) entre “nosotras” que nos lleva irremediablemente al lugar amargo de la “promesa no cumplida”. Así, desde el domingo pasado, esta comunidad política de la que dignamente formo parte –hasta que se demuestre lo contrario– ha sido herida en sus cimientos, en su orgullosa existencia, a partir de las “penosas” e “inadmisibles” declaraciones de una mujer-ejemplo de trayectoria pública para la sociedad argentina.

Entrevistada para Radar, asistimos perplejas a las declaraciones de una María Elena Walsh reaparecida, para confesar algo que ella “voluntariamente” había mantenido en secreto –sus relaciones amorosas con mujeres– y además –aprovechar un tantito– para dejarnos saber su evaluación negativa de un feminismo argentino inexistente y –cuando no– “tímido”, “blandengue”, “autoencerrado”.

Vaya la evaluación para una intelectual “pudorosa” que nunca se comprometió con la política de su género. En una operación digna del diván, MEW parecería lanzar al espacio social –y en especial, a las feministas– sus propios fantasmas. Porque si el tabú de la sexualidad disidente –ésa a la que ella confiesa pertenecer– persiste en la Argentina; si una mujer no se atreve a negarse públicamente a la maternidad, en definitiva se debe, según MEW, a la debilidad mostrada por un feminismo que no ha hecho “su” trabajo, autoencerrándose “por miedo, por pudor”. ¡Oh... el inconsciente jugando una mala pasada! El pudor es lo que MEW invoca –como cualidad personal debido a su educación “muy inglesa”– para justificar haber mantenido en secreto y “voluntariamente” una parte de ella misma; una parte tan importante como para que al final de su vida y con mucha valentía –que no tendrían “las feministas”– confiese que ha amado mujeres.

Ignorante de los cambios ocurridos al menos en los últimos 30 años en el ámbito de la política sexual y de género, desligándose de su propia responsabilidad como agente cultural, infiel a sí misma y al colectivo que ella representaría, siempre está la posibilidad de echar los demonios afuera. No importan ya las excusas que ella se empeñe en hacer funcionar como parte de los mecanismos de autoexpiación para justificarse a sí misma, la operación es evidente: “las mujeres” –desde las menos hasta las más instruidas, desde la obrera a la de mayor prestigio cultural– descomprometiéndose consigo mismas, dejan en manos de nosotras “las feministas” –siempre es más fácil eso que asumir la propia lucha, interna y externa– el encargo de liberarlas. Sin darse cuenta o renegando la manera en que ellas mismas son parte de las condiciones de posibilidad de que el cambio ocurra, esperan que nosotras hagamos el milagro. Como el milagro no ocurre –¿cómo va a ocurrir si cada mujer piensa que, sustraída a los embistes del patriarcado, su vida, al igual que la de la Walsh, es expresión de pura de “voluntad”?–, la desilusión contra las feministas no se hace esperar.

Así, no queda dudas, nosotras vendríamos a abonar ese pozo ciego en donde el sujeto de la potencia se desentiende de la responsabilidad que le asiste con su propia vida y con el mundo. El mal siempre está fuera de mí y en alguna otra parte. Es por eso que, ante este tipo de declaraciones –más que usuales, por demás–, las feministas deberíamos aprovechar la ocasión para reírnos un poco: “Y... sí, Sra. Walsh, seguramente no lo hemos hecho tan bien, pero tampoco tan mal. En los dos casos, usted es un buen ejemplo de ello”.

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