VISTO Y LEIDO
› Por Liliana Viola
Mónica Acosta y Carlos Santibáñez
Los años sagrados
Editorial Tantalia
270 páginas
El aire espeso de la inminente intriga, los pasos que retumban en los corredores, los murmullos y sobre todo las murmuraciones que ofician de bienvenida en las primeras páginas y más adelante se instalan como fondo de la trama confirman que de aquí no será posible salir. Los años sagrados es un título justo e irónico. Lo sagrado es lo oscuro, por el misterio y por la hipocresía. La iglesia aparece al comienzo retratada en su dimensión de oropel en un vaticano que se apresta a recibir el Concilio del papa Juan XXIII, y luego el relato se traslada a la Argentina de los años setenta donde un cura trabaja en la villa intentando poner en práctica esta fe. ¿Es posible una política de fe? Entre el drama personal y la pregunta por el espacio de la misericordia en las redes sociales, el texto va abriendo paradojas que, si no se cierran, es en parte por la constante intervención del conservadurismo místico de quienes hablan. A su vez, el ambiente clerical conserva aquí esa morbosa oscuridad que los semiólogos italianos tan bien han sabido descifrar y representar entre venenos y pergaminos secretos. Aunque los acontecimientos transcurran en el siglo XX y no en el Medioevo —la novela reconstruye una Iglesia conservadora que se topa y procesa la teología de la liberación—, la lógica de los clérigos, los íntimos rituales y el modo de interpretar las señales dan cuenta de un mundo en paralelo. Tal vez uno de los puntos más interesantes de este libro sea la reconstrucción histórica, política y psíquica de un modo de organizar el mundo con vistas al cielo. Los autores reconstruyen el modo de pensar de un joven obispo conservador que transcurre y se forma en estos años bisagra.
La novela, que está dedicada a la memoria del padre José Tedeschi, sacerdote salesiano que trabajaba en la Villa Itatí de Bernal y que fue asesinado en los setenta, propone una mirada de un fragmento dentro de un fragmento de nuestra historia, donde el amor tanto como el pecado tienen protagonismo en la tensión entre la vida perdurable y la putrefacción de la carne.
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