A cuatro años de la muerte de Marosa Di Giorgio, dos editoriales argentinas publican sus textos recobrados –la obra poética con un poema inédito (Adriana Hidalgo) y los cuentos eróticos (El cuenco de plata)–. Aparece hoy reunida, como efecto de su magia, una literatura personalísima, bosque sembrado de hongos feroces, animales amables y susurros de la infancia. La voz de Marosa continúa haciendo sonar su propio eco.
› Por Marisa Avigliano
Marosa di Giorgio olvidó deliberadamente todas las fábulas para guardar en su alcancía el producto desordenado de sus moralejas. Toda su obra es el canon de una misma plegaria incandescente, la aparición del rostro mágico de los repollos, la feroz pulsión de los gladiolos como varas asesinas. Marosa arrasa y se lleva consigo las formas de la simple realidad dejando tras sus pasos palabras salvajes disfrazadas de miguitas, las de Hansel y Gretel.
Perdida en el límite imposible de sueño y realidad, su poesía avanza enjoyando de rocío un bestiario nunca dicho, una pasión ilusoria, una torre que se inclina con tanta furia que logra arrastrar al cielo. Monstruos de almíbar, novios de tulipanes y un padre que en la cruz vigila.
El sueño de la noche de Marosa es un estado de embriaguez, de letargo, como el sueño de la noche por la que reptan los perros grises de D. H. Lawrence en La serpiente emplumada o los ritos del peyote que animan a Artaud. Un dormir sin sueños recorre la noche y la invade con una luz que no es la luz del día. Quizá por eso Marosa apenas dormía. Las mucamas de los hoteles advertían espantadas: “La señora no duerme y habla sola en voz alta todo el tiempo”. Ensayaba su Diadema, su recital mitológico que Kazuo Ohno hubiera aplaudido de pie.
María Rosa di Giorgio Medici, Marosa, nació el 16 de junio de 1932 en Salto, Uruguay. “Era por junio y por domingo y a mitad del día. Imagino el rostro pálido de mi madre...” (Con estas Señales mías, se presentaba Marosa a los lectores y ofrecía la edición de Druida en 1959).
Su abuelo se había establecido allí en 1884 para desplegar y disfrutar de las virtudes comerciales que ofrecían los ramos generales; pero después de adquirir varias propiedades en las que obviamente también había un hotel, el abuelo Eugenio vendió todo y compró dos quintas rayanas en San Antonio Chico; como describe García Helder: “En el límite entre una arca de horticultura intensiva que rodea la ciudad de Salto y un área más vasta de ganadería extensiva que abarca cerros y cuchillas de naturaleza basáltica con su abundancia de piedras semipreciosas, ágatas y amatistas”. Allí junto a su mujer, Rosa Arreseigor, una argentina con sangre vasca y sus tres hijas mujeres, Ida y las mellizas Clementina y Josefina, Medici fabricó el primer aceite de oliva de la región, crió gusanos de seda y cubrió tierra uruguaya con hongos importados de Italia. Muy cerca de allí ya había desembarcado Pedro di Giorgio, pero tuvieron que transcurrir algunos años para que Pedro y Clementina se casaran, se mudaran a una de las quintas (la más pequeña) y nacieran sus dos hijas, Marosa y Nidia, quien hace poco tiempo publicó su segundo libro, Josephine la nuit. Hasta aquí el escueto resumen de un árbol genealógico, lo que sigue sólo es contado por Marosa en visiones espléndidas que se convierten en acontecimientos puros y que se definen a través del lenguaje para mostrar la otra cara del retrato familiar.
Tenía catorce años cuando publicó sus primeros poemas: dos sonetos en Adelante, un semanario escolar y dieciséis cuando ganó un concurso en Buenos Aires, en la revista Nocturno. En 1953 publicó Poemas de Marosa di Giorgio Médicis, al año siguiente Poemas y visiones y un año después Humo. Marosa, actriz vocacional, declamadora entre chacras y murciélagos, formó parte –durante más de quince años– de un elenco que llevó a escena obras de Florencio Sánchez, Jacinto Benavente, Gregorio de Laferrère y Somerset Maughan, entre otros. Entre 1957 y 1962 fue cronista de “Sociales y Culturales” en el diario Tribuna Salteña, donde cubría cumpleaños de quince y bodas. En 1971 la editorial Arca publicó la primera edición de Los papeles salvajes –estaban allí reunidos sus siete primeros libros–.
A cuatro años de su muerte –con una voz cada vez más viva–, acaecida el 17 de agosto de 2004, en casa de su hermana Nidia, dos editoriales argentinas que ya tenían a Marosa en su catálogo vuelven a editarla. Adriana Hidalgo reúne su obra poética en Los papeles salvajes, en un solo tomo, junto con Diamelas a Clementina Médici (por primera vez en su totalidad y dedicadas a su madre, re parida en el tiempo como hija Clemens y con quien vivió hasta que su mamá murió en 1990) y la publicación póstuma de su libro Pasajes de un memorial al abuelo toscano Eugenio Medici, de 2004.
El cuenco de plata publica sus relatos eróticos completos, en El Gran Ratón Dorado, el Gran Ratón de lilas. La edición reúne Misales, Camino de las pedrerías, Lumínile y Rosa Mística. Estos relatos revelan con abrupta musicalidad los cristales del inconsciente. En los textos eróticos de Marosa una fascinada conciencia corporal cambia de olor, de forma y de tonalidad ante cualquier roce que permita gozar y sufrir alguna libertad sensible de gestos y actitudes. Son textos habitados por todos los mundos posibles en forma ilimitada. No hay género protagónico, el yo se difumina y la sexualidad florece desde un ratón o desde una pluma. Un ave de cuatro patas camina exhibiéndolas, un monstruo toca a la puerta cuando la luna muestra a una muchacha de rosa adherida a un perro mientras una bruja en el borde del bosque echa azucenas en un olla y luego hornea todo.
Leer su obra poética reunida acrecienta la singularidad que la crítica actual le ha concedido a Marosa. ¿Es cierto? ¿Es mentira? ¿Es esta tía de provincia extravagante la encarnación de lo “imprevisible”? ¿Qué habría sido lo “previsible”? La poesía rueda y pesa, bien lo sabe Helen Waddell. Allí está Marosa en el colmo del cosmos, nacida en puntas de pie para la crítica actual. Allí está Marosa mostrando esa errancia petulante de estudianta sin novio moviéndose de un banco a otro mientras deja de llorar por el príncipe que no fue agregando acertijos inocentes en los campos de orégano.
Su voz emigra de la casa de sus abuelos, terrenos de escarcha crecida, y va hacia la cama abandonada por la nuca adolescente de una chica que descartó escribir cuentos para niños como un modo de perderse la vida.
Súbitamente el mundo de Marosa adquiere la voluptuosidad embriagada de un canto infantil que finge: las mismas palabras describen animales y narran experiencias eróticas, “los caracolillos, al comerla, hacen de maridos”.
En el lenguaje de Marosa lo real y lo imaginario no forman parte de una distinción pertinente. Heredera de las gallardías inhumanamente animales de Lautréamont, Marosa conversa con lo divino y sabe que en sus fábulas poco importa si los animales hablan o no. “Un animal vino a visitar a mi madre. Con zapatos de taco alto, que mi madre comentó./ Creo que era una vaca./ Creo que era una cabra./Creo que.../No oí lo que hablaron./ Pero veía las fuentes sobre la mesa, de verdolaga, de tomates (cuyo oscuro zumo la visitante sorbía con fruición). /Y al atardecer, las velas, los pliegos, en los que cada uno estaba inscrito, con todos sus datos y manías.” Tratado del querubín (Mesa de esmeralda, 1985).
Una inocencia infantil gana el relato porque está arropada por una misión lírica que se relame cuando “salta de cada sien una flor de granada de jardín, roja, dura, con hojitas verdes, las alimentan mis venas. También tengo flores de granada en las manos, en el empeine de los pies. Las vecinas en su confusa franja, me espían, me critican y se ríen. Una dice: Está en flor.
De mi interior, al oír eso, rueda un clavel, se desliza por el ano hacia las bragas y el piso, otro sale por la vagina.
–Está en flor”.
(La flor de lis, El cuenco de plata, 2004).
Hay un rastro surrealista sobre la otrora república cisplatina que no sólo reposa como en México sobre una geografía adecuada, Uruguay culebrea sobre objetos comunes, con la ropa que alguien no se sacó para dormir y con los zapatos lustrados que describe Felisberto Hernández en Por los Tiempos de Clemente Colling, con los hongos blancos, grises o morados que Marosa no se atreve a devorar por ser una levísima carne pariente (Historial de las violetas, 1965), con otros hongos, los de la cara zonza y bonita que parecen campanas, parecen sombreros, parecen sexos (La guerra de los huertos, 1971) y con la tía materna que se vuelve paloma para cuidar su nido.
Los papeles salvajes despliegan el rizoma deleuzeano, la prosa poética de Marosa no persigue líneas de subordinación jerárquica, el injerto es raíz cuando la mariposa y la serpiente llegan juntas.
El mito Marosa espumó en Buenos Aires a fines de los años ochenta, su libro Clavel y tenebrario (1979), que según cuentan debe su nombre a una antigua ceremonia florentina que consistía en latigar con claves el piano para oír el lenguaje secreto de los muertos, comenzó a circular como una espada de coral en fotocopias que se pasaban de mano en mano, de boca a boca, entre los poetas y personajes de aquella época. Años después, cuando en el Centro Cultural Ricardo Rojas recitaba descalza sobre mares de pétalos, los argentinos comenzaron a descubrir esa Casandra Joplinesca susurrando en matices nunca oídos, una tras otra las palabras que ahora aparecen al fin reunidas en la edición de Adriana Hidalgo. Ella sobria y tan seria salpicaba con su propia agua bendita, esa misma que años antes habían bebido el trío de mujeres descontroladas: Batato Barea, Alejandro Urdarpilleta y Humberto Tortonese. Marosa recibía aplausos y flores, agradecía ceremonias, homenajes y recibía el comodín del juego pero aunque estaba híper presente porque era su propio fetiche, no dejaba de mirar la puerta, siempre quería huir. Como en aquella noche en el chiringo uruguayo del este, en la que se negó a pisar la arena: “La arena es la sangre de la luna”, aulló y tuvieron que llevarla en andas hasta el galpón donde la esperaban para oírla recitar.
La obra de Marosa es una saga incomparable, inconfundible. “Su estilo es muy peculiar, se lo reconoce a la lectura de una línea cualquiera; y no se parece a nadie”, afirma César Aira en el Diccionario de autores latinoamericanos; agrega Aira: “Oscila entre el cuento de hadas y la alucinación, y lo preside una imperturbable cortesía que no excluye la ironía o la crueldad”.
Su amigo e introductor en la Argentina, Fernando Noy, la describe como la voz de una mandrágora que “grita el silencio”. Ambos se leyeron cuando fueron publicados juntos en un número de la revista Mantrana 7000, dirigida por la poeta y la traductora de George Trakl, Beatriz Eichel. Noy recuerda haberla ido a ver poco tiempo después al bar hogar de la poeta, el Sorocabana de Montevideo. Marosa tomaba perdidamente café, pero siempre en el bar, nunca en su casa. Con polera ajustada, anteojos extravagantes y pelos rojos izados leía durante horas en su mesa cautiva de mármol redonda, lejos de la ventana.
Poeta puesta en el mundo, no sólo en los papeles, no sólo en la literatura, epifánica entre su cortejo, se consideraba una druidesa emparentada con la corte de los Medici.
Cuentan que un tiempo después de la muerte de Marosa, algunos de sus personajes se dejaron ver y hasta hicieron llamadas telefónicas. Resulta imprescindible entonces acompañar la lectura de sus obras con un desprecio ancestral por los raros devenires de la literatura sin olvidar que La hija del diablo se casa con un novio muy chiquitito, tanto, como un simple espejo de cartera.
Además de ser considerada una de las voces más singulares de la literatura latinoamericana, Marosa di Giorgio es evocada en altares públicos y privados.
Cuando se cumplieron tres años de la muerte de Marosa, sus restos fueron reducidos y llevados del Cementerio Central al panteón de la Sociedad Italiana de Salto, junto a sus padres y abuelos.
Esa misma tarde, después de las siete y media, se inauguró la Sala Marosa en la Casa Museo-Mausoleo Horacio Quiroga. Allí están ahora, donados en custodia al pueblo y gobierno de Salto por su hermana Nidia, muebles, cuadros, retratos familiares, libros, algún vestuario usado en sus recitales, estatuillas de premios y otros objetos personales de la poeta.
No es de Montevideo pero pasa algunas semanas al año en una pensión de la calle Gaboto. Es un chico de un poco más de veinte años y siempre lleva los labios suavemente pintados. La señora que limpia la pensión elogió una vez la cruz que él lleva colgada en su cuello. El chico se río y le dijo que no era una cruz, que era una astilla de la mesa de un bar. Lo que no le confesó fue que el bar era el Sorocabana de la plaza Cagancha y que la mesa era en la que leía Marosa di Giorgio.
Una patota atacó a Marosa, querían robarle. Gritó. Librada de ellos y despojada de una pulsera, subió los cinco pisos que la llevaban a su casa. Estaba lastimada, el barrio se alteró y llegó la policía.
Abajo, una chica que había cruzado el charco para llevarle doce rosas rojas de regalo, la llamó por teléfono, Marosa no atendió. Temí que te involucraran, le dijo tiempo después. La chica dejó las flores en el suelo y se fue. Nunca más volvieron a verse. Ocasionalmente hay rosas rojas en aquel mismo lugar.
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