URBANIDADES
› Por Marta Dillon
Aun cuando esta semana hubo títulos que daban por letra muerta la ley uruguaya que desde el martes pasado, entre otras medidas de protección a la salud sexual y reproductiva, protege la decisión de las mujeres de interrumpir un embarazo hasta la semana 12 de gestación, las cartas están echadas en un sentido: quedó demostrado que es posible legislar sin temor, con independencia, con la conciencia puesta en que condenar a la clandestinidad a las mujeres que en un momento determinado no quieren o no pueden ser madres es sinónimo en muchos casos de condenarlas a muerte. Y este es un problema de salud pública. Y como tal, es un problema de todos y de todas. El presidente uruguayo, Tabaré Vázquez, tiene en sus manos el poder de veto. Ya anunció que lo usaría aludiendo problemas de conciencia, confundiendo su rol de presidente con el de padre autoritario, con el de vigilante de la moral pública. Es imposible saber, mientras escribo, si lo hará o no, si se detendrá su firma frente al 60 por ciento de la opinión pública o preferirá seguir yendo a comulgar los domingos con su preciosa conciencia individual a salvo y la venia de curas y obispos que ya anunciaron el retiro del santo sacramento para quienes votaron a favor de la nueva ley (Un apartado: ¿tendrán en las iglesias un registro con fotos de legisladores y legisladoras? ¿Cómo hará la Iglesia Católica de Uruguay para concretar su amenaza?) Lo cierto es que un acto de esplendente libertad ya ha sucedido y aquí no más, del otro lado del Río de la Plata. Poco nos separa de Uruguay –un piquete perenne, es cierto–, compartimos idioma, con algunos matices también el mate, vemos prácticamente la misma televisión –para hastío del país vecino– y somos muchos y muchas los que soñamos con sus playas; ahora, también podemos soñar con otra cosa: que el efecto contagio estimule a las y los legisladores de este lado de la frontera, que sientan que es posible dejar de tutelar a las mujeres en sus decisiones vitales como si siguiéramos siendo incapaces, que por fin entiendan que decidir sobre el propio cuerpo y sobre la propia vida es un derecho inalienable aunque esa decisión a veces cueste lágrimas. Al fin y al cabo, la mayoría de las decisiones tracendentes cuestan lo suyo y la de convertirse en madres es una de ellas. ¿Cómo es posible que aquí no se pueda decidir ni siquiera en situaciones en que esa maternidad es impuesta con violencia? ¿Cómo es posible que sigan abriéndose debates mediáticos y judiciales cada vez que, aun con la ley de su lado, una mujer dice no?
La libertad es contagiosa, en eso se puede confiar. El Congreso uruguayo hizo lo suyo y no han caído truenos y centellas, al contrario, la mayoría de la población apoya la decisión de sus representantes. Sería fácil comprobar, si el presidente de Uruguay asume que la suya no es palabra santa, que no habrá multitudes de mujeres yendo a abortar porque ahora está permitido porque nadie pasa por esa experiencia gratuitamente, aunque sin dramatizar hay que decir que cada vez que una mujer finalmente decide, a pesar del dolor también sobreviene el alivio. Los detractores del derecho de las mujeres a decidir suelen hablar de la vida en abstracto, pero abortar no es sólo un dilema ético, como se ha repetido cientos de veces, es una salida posible cuando otras han fallado, cuando la vida y la muerte, los proyectos personales, los familiares, los deseos, las posibilidades, se entretejen para dejar a una mujer a solas con lo que vendrá o lo que no vendrá. La decisión es suya. Tan suya es, tan nuestra es esa decisión que aun en la clandestinidad, aun con riesgo de muerte, las mujeres abortamos. En todas las clases sociales, mujeres de todos los cultos, nosotras abortamos. La ley no lo impidió nunca ni lo impedirá. Lo que sí puede la ley es proteger esa decisión. Amparar la salud, el deseo, el proyecto de cada mujer en particular para demostrar que todas y cada una importamos.
Lo que pasó en Uruguay el martes, más allá de lo que suceda esta semana o la que viene, ya no podrá ser borrado de las conciencias y de la memoria. Demuestra que un acto de libertad colectiva y a conciencia es posible. Y eso, es posible confiar, será contagioso.
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