ESPECTACULOS
Abril en diciembre
La que mejor folla en pantalla, según un crítico español. La más maleducada, en opinión de Almodóvar. La reina de la adrenalina, Victoria Abril, regresa bailando flamenco a la cartelera local. Sucede en el futuro estreno de “Invierno caliente”, y a su taconeo caen rendidos varones y mujeres, madres e hijos.
› Por Moira Soto
Vivaz, vivaracha, vital... Victoria Abril podría muy bien hacer una promo de las petisas bajo el slogan “La energía que viene comprimida en envase chico al desbordarse genera irresistible carisma”. Tanto en la pantalla como en la vida, la más que salerosa, pimentosa actriz parece rebosar pujanza, fibra, vitaminas y minerales. Su exigüidad física –que sus buenos complejos le alimentó antaño–, incluso los rasgos irregulares de su rostro se transfiguran cuando Victoria Abril es registrada por la cámara, sobre todo si detrás están directores como Pedro Almodóvar, quien la hizo rendir a tope en Atame (1989), Tacones lejanos (1991) y Kika (1993).
Precisamente Almodóvar, que la reverencia sin atenuantes, la ha comparado con Jennifer Jason Leigh, Holly Hunter, Jodie Foster, Juliette Binoche y Helena Bonham-Carter. “Mujeres diminutas e ígneas, actrices natas, dotadas especialmente para caracteres terribles, personajes extremos... Poseen una rara intensidad: hagan lo que hagan, por extraño que sea, siempre resultará verosímil. Fascinan dentro de la tensión como si ésa fuese su naturaleza, sin desgastarse. Proyectan fuego por los ojos, y en el caso de Victoria, es la actriz que mejor rueda escenas eróticas. Para ella no hay tabúes, ni barreras, sino una generosidad que raya en el paroxismo. Da miedo.” Almodóvar elogia como una de las mejores cualidades de Abril “su inexpugnable ordinariez, su mala educación (¡bendita sea!)... Esa procacidad en la vida y en la prensa le ha creado múltiples enemigos. Victoria no es una chica simpática de entrada. Resulta demasiado dura, directa, indiscreta... Dice lo que piensa sin pensarlo dos veces. Esta es su victoria. Incluso cuando se equivoca. Utiliza un lenguaje callejero muy expresivo y directo: a las felaciones las llama mamadas, y al sexo femenino, coñito. Y claro, así no hay modo”.
Hace unos años que no vemos a Victoria Abril en la cartelera local, y no porque haya dejado de filmar: la última película que se conoció de ella aquí fue Entre las piernas (1998). Pues bien, quienes ya andaban extrañando la presencia imantada del torbellino V.A. en las pantallas cinematográficas, se podrán dar el gusto de reencontrarse con la protagonista de Amantes: para muy pronto se anuncia el estreno de Invierno caliente (101 Reikiavik), insólita comedia islandesa, dirigida por Baltasar Kormádur.
Cantemos Victoria
Ahí donde la ven, el colmo de la desfachatez y la asertividad, Victoria Abril tuvo su difícil etapa de autoestima baja, bajísima. En parte, justamente, por causa de su altura, y en parte porque andaba desencontrada con su identidad profunda. Había empezado su carrera apenas adolescente y, si bien su instinto de actriz se puso de manifiesto de movida, la chica se mareó un cachito; años estuvo deseando ser Marilyn Monroe, “cualquiera menos yo misma. Todo lo ajeno me parecía mejor. Gran complejo de inferioridad”. ¿Y qué hacía la pobre Victoria para estar a la altura de lo que consideraba glamoroso? “He caminado siglos con unos tacones de diez centímetros, cayéndome por las calles, con el culo hacia fuera, queriendo ser más alta. Y todo lo que conseguí fue que dijeran: ‘¿Quién es esa bajita con tacones?’. Entonces, la empeoré: para tapar los tacones, según la moda de entonces, me ponía pantalonazos acampanados, ja, ja. El jean todo pegado hasta la rodilla y luego, hala, que cada vez que daba un paso me caía. Tremendamente dramático, ja, ja, ja.”
Sin embargo, durante aquellos años de querer pasar por alta, no le iba nada mal, su carrera era francamente ascendente. Vicente Aranda, por caso, ya le había confiado dos protagónicos: Cambio de sexo (1976) y La muchacha de las bragas de oro (1980). Pero Victoria seguía dándose manija en contra: “No me aceptaba ni por dentro ni por fuera”. Amiga de Lolita, la hija de Lola Flores, se enchastraba los ojos con khol, maquillaje más apropiado para una cara morena y agitanada. Cierta vez que partió de gira con Charo López, empezó a arreglarse como ella, “pero, claro, Charo, gran mujerona, y yo a su lado, un mamarracho. Ella tenía estilo, su estilo, y yo queriendo ser como ella, tener su voz, su boca... Y aunque la gente me trataba con condescendencia, cada vez me sentía peor. Sólo el trabajo era mi tabla de salvación. Menos mal, porque con el coco que tenía no sé qué habría sido de mí en una oficina de 8 a 4 de la tarde. No sé adónde me encontraría ahora mismo...”. Además de la saludable autocrítica, a Victoria Abril la rescató de tanta confusión el amor de un iluminador francés, padre de sus dos hijos, con el que estuvo unos cuantos años, viviendo alternadamente en París y en Madrid. El la sostuvo en el trago amarguísimo que representó la pérdida de su primer embarazo, de ocho meses (“es lo peor que me ha pasado jamás... Es un dolor físico el que se siente, como si fueras una vampira a la que clavan una estaca en el pecho. Una estaca que te deja respirar, pero poquito, y cada vez que respiras, duele. El alma debe estar por el esternón, lo comprendí entonces. Era como llevar una tonelada encima del pecho”).
De modo que esta ariana nacida en 1959, que mantiene sin esfuerzo su aire adolescente, inició lo que ella llama “la campaña de simpatía hacia mí” en los ‘80. Su lema –por si alguna de ustedes quiere imitarla– era: “Me amo, me apruebo, me perdono”. En esas fechas, seguía filmando con Aranda (Tiempo de silencio, 1986; El Lute, 1987) y en 1989 por fin se produjo la reunión con Almodóvar (Victoria había rechazado un papel en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? –”estaba superenamorada y sólo quería estar con mi novio”– y en Mujeres al borde de un ataque de nervios porque no la convenció el personaje). Juntos hicieron Atame. Un suceso en el que la actriz resplandeció al lado de Antonio Banderas. Después llegarían Tacones lejanos (1991) y Kika (1993), películas en donde Victoria se superó a sí misma, rasgó la pantalla y fue considerada por varios críticos de su país como la mejor actriz española del momento. A esta altura, contenta con su condición de petisita pura fibra, Victoria Abril, inteligente y veloz, ya le cortaba el rostro a más de un periodista que, consideraba ella, se quería hace el vivo, se pasaba de indiscreto o la toreaba.
Por otra parte, la intérprete que, según Alfonso Rivera, del diario El País, “folla como pocas en la pantalla: gime, aúlla y se retuerce comoposeída por el diablo”, no tiene empacho en declarar que el de madre es su papel favorito, “el que mejor me está saliendo. Félix y Martín están bien, tienen salud, son monos, listos, sensibles...”. Tan maternal se puso Victoria que, dice, “desde que tuve a mis churumbeles hago una peli al año, o ninguna. No estoy dispuesta a perderme un instante de estas dos joyas. Tampoco trabajo durante las vacaciones de los chicos, que es cuando aprovechamos para estar realmente juntos en la aventura que es la vida. Tengo muy presente que si me pierdo estos años de infancia y adolescencia, envejeceré triste y hueca en un asilo, cumpliendo mi pena por abandono. O sea que yo... ¡mamaholic forever!, bebiendo con prudencia y fumándomelo todo”.
Bailaora desenfadá
La chica que transpira adrenalina, que cambia su alma por un mojito si está sedienta y que como político/a elige a Vanessa Redgrave, decía en 1996, a propósito del estreno de Cama para tres: “¿Qué pasa si empujamos los límites morales y sociales? ¿Si somos tolerantes en el amor también?”. Y cuando se le señalaba la fórmula de Josiane Balasko –ama de casa desatendida y engañada, que alcanza la felicidad conviviendo con novia y marido–, respondía V.A.: “Para eso está el cine, para que las barreras y los límites se vayan a tomar por culo, al horizonte, allí donde se juntan el cielo, el mar y la tierra...”.
Conceptos éstos que bien podrían aplicarse a Invierno caliente, el futuro estreno en el que Abril encarna a una seductora profesora de flamenco en la capital de Islandia, que tiene amores con una alumna madura, pero que no se priva de retozar con su hijo (de la alumna) cuando ella se ausenta durante unos días.
Hlynur, el mozo –de 28 años– en cuestión, es una especie de zángano desencantado y escéptico, que cobra seguro de desempleo mientras vive con su madre y evita conseguir trabajo. El tipo vegeta lánguidamente, pensando pavadas misántropas, desayuna cereales dándose un baño de inmersión, se acuesta mecánicamente con una chica a la que después no le da ni la hora, navega por webs porno, bebe en el bar con amigos afines. Una vida inerte, hasta que la profesora de flamenco se instala en su casa. Un día, el remolón llega y ve a Lola en cueros, bañándose, y sufre un petit shock. Después espía la lola de Lola que se escapa de su salida de baño y su umbral de indiferencia parece achicarse. Y cuando mamá parte a visitar parientes en Navidad, el gélido y la española salen a celebrar, regresan alcoholizados y tienen su propio party con variaciones conducido por la arrebatada Lola, muy capaz de prenderle fuego al nevado invierno islandés.
A Hlynur, que dice preferir un funeral a la Navidad y mira los fuegos de artificio por la tele para no moverse hasta el balcón, se le desacomoda alguna ficha en su quieta existencia. Se obsesiona con Lola, tiene sueños eróticos en los que la confunde con su madre, y cuando va a la oficina por el seguro, le confiesa a la empleada que cometió adulterio familiar. “¿Qué clase de lesbiana eres?”, le pregunta enojado a Lola que ha vuelto feliz a los brazos de su novia. Lola le informa que lo de aquella Nochebuena sólo fue un accidente, y lo manda a conseguirse una vida. Como si fuera tan sencillo, sobre todo ahora que la bailaora está embarazada de un niño que va a ser el hijo (simbólico) de su madre y el suyo (biológico), además de su hermano, y en consecuencia Hlynur va a ser hijo (simbólico) de su fugaz amante... Una vez más, Victoria Abril en su salsa, o acaso habría que decir en su gazpacho, considerando el origen andaluz de su progenitora (real, aunque no de la realeza), que le cantaba nanas flamencas para hacerla dormir cuando era una niñita que ni soñaba con que iba a actuar enseñando a bailar a señoras de un país muy frío llamado Islandia.