VIOLENCIAS
Silvia Romina Nicodemo apareció colgada en su celda del Pabellón 8 de la cárcel de mujeres de Ezeiza. Hasta ahora, nada se sabe sobre sus últimos momentos, ni siquiera si lo que parece es efectivamente un suicidio. Su madre está convencida de que la mataron, sus compañeras piden que les levanten el aislamiento que les impusieron como castigo para que puedan decir su verdad. La cárcel, como siempre, proyecta su sombra también sobre la muerte.
› Por Roxana Sandá
A un mes de la muerte de Silvia Romina Nicodemo, la joven que el 22 de febrero apareció colgada de una ventana del Pabellón 8 de la cárcel de Ezeiza con una sábana al cuello, el esclarecimiento del caso sigue en una nebulosa, aun cuando su madre denuncia que “a mi hija la mataron”. Sus catorce compañeras de sector permanecen aisladas e incomunicadas de la población penal. “Mientras no haya copia de la documentación judicial para ejercer nuestra defensa, estaremos catalogadas como asesinas. Nos amordazan para no poder acusar a las culpables de la muerte de Silvia”, explicaron las voceras del pabellón a este suplemento. Saben que un cadáver “suicidado” en el encierro es carne de revanchas futuras que recaerán inevitables sobre ellas.
Al cierre de esta edición, las mujeres permanecían en “resguardo físico”, un sistema de semi-aislamiento que en el universo carcelario significa ponerse al resto de los pabellones de mujeres en contra. “No es bien visto en un penal estar con resguardo; es el peor horizonte posible”, describe una de las internas del Pabellón 8, Adriana Sosa (un nombre ficticio para proteger su identidad). “Nos verduguean, nos discriminan, nos dañan psicológicamente. Se nos está acusando de un montón de cosas. Somos las asesinas, las encubridoras y ninguna autoridad nos informa sobre el estado de la causa. Nos están matando.”
Hacía casi dos años que “Barbie”, como apodaron en el penal a esa chica bonita de 21 años, se encontraba procesada, alojada en el Pabellón 8, “pasándola como podía”, relatan las compañeras. “Y porque los del Servicio Penitenciario la odiaban”, remarca su madre, Claudia Nicodemo.
El odio visceral de otras mujeres privadas de libertad como Silvia, y de varias guardiacárceles habituadas a abusar de las presas, la empujaron a rogar por un traslado a otro pabellón. El pedido llegó a las autoridades del penal, al juez de Ejecución y al defensor oficial. No escatimó en solicitudes a quien quisiera escucharla. Por motivos que la Justicia deberá esclarecer, nunca accedieron a esa solicitud. Su madre sospecha que ni siquiera la tuvieron en cuenta.
A las 4.30 de la madrugada del domingo 22 de febrero, un grupo de compañeras la encontró ahorcada de lo más alto del ventanal de un baño. “Por la altura, ella nunca hubiera podido acceder a ese lugar”, advierte Claudia.
“El cuerpo ya se encontraba muy frío, con un color violáceo y sin ningún tipo de movimiento. Mientras que el SPF tardó veinte minutos en llegar al pabellón, las compañeras intentaron encontrarle señales de vida”, detalla una carta abierta de las mujeres del Pabellón 8, en la que exigen se profundice la investigación.
“Necesitamos y queremos que los médicos profesionales tomen en cuenta nuestro pedido, tanto en el Juzgado Federal en lo Criminal Nº 2 de Lomas de Zamora, Secretaría Nº 5 (a cargo de la causa) y peritos involucrados que lleven el caso.”
Antes de convertirse en cadáver, Silvia había recibido varias palizas. La última, el 24 de diciembre, le habría dejado el sabor espeso de tener las horas contadas.
Semanas atrás padeció encerrada veinte días en una celda de castigo por defender a una presa embarazada. Cuentan sus compañeras que se animó a enfrentar y a pegarle a una celadora. “Desde aquel momento se la tuvieron jurada”, advierte la madre.
El día de su muerte, la situación desembocó en un estado de shock colectivo que las jefas de turno pretendieron acallar con encierros en celdas individuales.
Después se sucedieron acciones como la huelga de hambre seca, los reclamos sucesivos y el actual aislamiento que perjudica gravemente el régimen de visitas.
Adriana Sosa asegura que “nuestros familiares están pasando por toda clase de malos tratos. Hubo visitas a las que se las denigró completamente. Las obligaron a sacarse la ropa y hacer flexiones, algo que está prohibido. El lugar donde recibimos a nuestros seres queridos es una vergüenza por lo reducido. No hay aire y nos encierran ahí por horas. Hay montones de chicas que tienen hijos pequeños y no los ven porque no pueden recibirlos en un sitio de estas características”. El listado de abusos es extenso y carga con el drama obligado de moverse dentro de la cárcel como si se tratara de refugiadas.
Desde hace años, ese pabellón es conocido por los abusos de todo tipo contra las mujeres. Por caso, una de las denuncias más sonadas fue la de la actriz Gisela Gaeta, que integró la Comisión de Derechos Humanos de la Asociación Argentina de Actores y dictó cursos de arte escénico en la Unidad 3 (U3) de Ezeiza a las “jóvenes adultas”, como se las llama intramuros.
“Dentro de la U3 fui víctima de todo tipo de amenazas. Desde ser golpeada por las celadoras hasta jefas de pabellón, torturada y arrojada a los tubos (celdas de castigo), con la excusa ideal: ‘Total, decimos que fueron las internas’, hasta ser amenazada de muerte por personal femenino del SPF. Todo eso se debió a mis denuncias realizadas ante el área de Asuntos Penitenciarios del Ministerio de Justicia. Allí relaté las torturas que padecían las chicas. Submarino, palizas hasta la pérdida de conocimiento en manos de individuos pertenecientes a la Policía Federal, intento de violaciones, robos, simulacros de fusilamiento en medio de la noche y del inmenso campo que rodea esa unidad.”
El procurador penitenciario, Francisco Mugnolo, inició una investigación por considerar que “una muerte de estas características, bajo custodia del Estado, amerita una investigación exhaustiva que esclarezca las responsabilidades del caso, ya que es un hecho de extrema gravedad por el que el Estado debe dar cuenta”.
La muerte en una cárcel “constituye un hecho de extrema gravedad. Hay que tener presente que la administración penitenciaria al privar de libertad a una persona, asume una posición de garante respecto de su vida, salud e integridad física”.
“Por eso, en caso de fallecimiento de un detenido/a por cualquier causa –concluye Mugnolo–, se plantea la posibilidad de que en dicho suceso se haya producido una vulneración de derechos humanos.”
Según los registros del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (Cepoc), sólo en la primera semana del año, en la Argentina murieron cinco personas en situación de encierro. Mientras que en 2008 ocurrieron 59 muertes en sitios de encierro de todo el país, de las cuales 13 corresponden a personas menores de 21 años.
En el Congreso aguarda su tratamiento un anteproyecto de ley de creación del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura que fue elevado por el Cepoc junto con otras organizaciones sociales de todo el país. El documento plantea la obligación del Estado de cumplir los pactos internacionales con los que se comprometió y evitar las situaciones de muertes dudosas que ocurren en las cárceles nacionales.
Por el momento, la incertidumbre es el único factor tangible que atraviesa a las internas del Pabellón 8 y a Claudia Nicodemo. Y el miedo, su religión en la espera: todas rezan para que ese cuerpo ayude a desmantelar una impunidad que las devora.
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