CRóNICAS
› Por Juana Menna
Hace unos días, Raquel, la portera, deslizó bajo cada puerta la convocatoria para una reunión de consorcio. “Asamblea extraordinaria”, se leía arriba de la hoja, en negritas mayúsculas. Y debajo, la enumeración del orden del día que incluía un punto delicado: renovar autoridades del consejo de administración. Hasta ahora la única autoridad es Hilda, del sexto bé, que se encarga de resolver asuntos tan dispares como la hora en que se debe colocar la basura en los grandes tachos a un costado de los pasillos, las visitas periódicas del fumigador o la mediación entre vecinos que discuten por una gotera en el techo. La reunión está convocada en el hall de entrada, a las ocho de la noche.
Hilda baja primero para acomodar las sillas y la mesa que guarda en el garaje de al lado para estas ocasiones. Es una mujer de unos sesenta años, viuda, defensora acérrima del derecho a que vecinos y vecinas tengan mascotas. En sus tres ambientes convive con una gata y dos perros. Un poco más tarde comienzan a bajar los/as otros/as asambleístas. Decir “los” es hacer honor a los dos únicos varones que participan del encuentro: un ingeniero jubilado que huele a colonia de pino y el señor G. de la administración, de traje azul y corbata llamativa, roja y blanca, con anclas dibujadas, como si recién llegase de una expedición por el Tigre.
Sin embargo, la reunión empieza sólo cuando aparece Amelia, otra propietaria histórica, amiga íntima de Hilda. Amelia trae una bandeja de ciruelas partidas al medio. No es para convidar a la concurrencia. Es que ella prepara ciruelas en compota para combatir su estreñimiento. Compró un par de kilos de oferta en la verdulería que abrió hace pocos días. Pero al cortarlas, se encontró con que no servían. “Están pasadas”, dice. Y como le da fiaca subir y bajar (vive en el décimo piso), aprovecha para participar de la reunión y escaparse un ratito antes para hacerle un escándalo al verdulero.
Hilda y Amelia son compinches y juntas atraviesan el mar encrespado y pura espuma de la reunión. Hilda a veces se queda hablando sola porque nadie opina y otras, su vocecita se mezcla en un tumulto de quejas porque las expensas se van por las nubes. En esos momentos la voz carrasposa de Amelia pone un poco de orden, porque el señor G. en general se queda mirando el estampado de su corbata mientras murmura “calma, señores”, omitiendo así la presencia de las damas.
Hilda es reelecta casi por unanimidad. Aplauden la decisión Marta, la flaquita de la perra mestiza, que tiene problemas en los huesos; Andrea, la médica de los dos nenes que no tiene marido a la vista; Julia, que vende prendas tejidas en la feria de Recoleta. El olor dulzón de las ciruelas pasadas acomodadas sobre la mesa le dan a la reunión un vago tinte gourmet. Amelia le susurra a Hilda que la espere, que por ahí el verdulero no cerró y que luego, al volver, la ayuda a devolver los muebles al garaje así se van juntas a mirar Valientes.
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