TEATRO
Nenina, una obra de teatro que recrea y trae a escena el caso de Romina Tejerina con la intención de despertar conciencias de género.
› Por Dolores Curia
Nos recibe una sala en penumbras, pequeña, pocas butacas. Atmósfera noctámbula. Milena (interpretada por Luciana Morcillo) está sola pero no tanto. Rodeada de seres que no vemos, intercambia gritos con su hermano que, en la habitación contigua, revuelve reliquias familiares. Dirige palabras de consuelo y ternura –cámara mediante– a Nenina y conversa con el fantasma de su Nona. Todo esto mientras, con paciencia de artesana, lleva adelante una imposible tarea: la confección de las mil grullas de papel que, según la leyenda japonesa, cumplirán un deseo a quien la logre. El deseo –luego nos enteraremos– no es en beneficio de ella.
Milena canta con congoja. Ronronea una canción de Edith Piaf y le cuenta sus primeras experiencias sexuales al espectro de una abuela que, en vida, supo ser asidua lectora de las notas antipiqueteras. Pero esta anciana también tiene su historia, de camisones de algodón, de noche de bodas traumática, de violencia naturalizada.
Milena usa los vestidos de la abuela pero no es ninguna chapada a la antigua. Primero, gradualmente y, luego, a modo de avalancha, expone sus ideas sobre la libertad, los derechos femeninos, la intromisión de la Iglesia en la sexualidad y la necesidad de legalizar el aborto. A poco de comenzada la obra, descubrimos que Nenina –la destinataria del video que Milena graba desde el comienzo– no es otra que Romina Tejerina. En adelante, la realidad y la ficción desdibujarán sus límites y el acto teatral se pondrá en función de la denuncia.
Milena adquiere cada vez más ardor militante. El discurso político, por momentos, supera el clima del ritual dramático, su lenguaje propio, sus medios esperados. El personaje, frente a frente con el espectador, despliega una argumentación (impecable) que se mezcla también con la exaltación y la declamación afiebrada. Milena está emocionada, no hay dudas. El espectador tiene grandes chances de seguirle los pasos. El único inconveniente es que la pancarta (que, literalmente, aparece al final de la obra) nos ha llevado a un plano que excede lo teatral.
Algo de esto hace pensar en un capítulo de la historia del arte. Rusia, 1917: paralelamente a la revolución política crece una ola de experimentación artística como nunca en su historia. Máximo punto de ebullición de las vanguardias históricas (constructivismo, cubismo, dadaísmo, etc.). Pero con la llegada al poder de Stalin y de su consigna del realismo socialista, todas las expresiones del arte pasan a estar orientadas a educar al pueblo en la construcción del socialismo y de la figura del proletario ideal, cualquier otro tema es censurado. Todo intento de experimentación es calificado como “degenerado” y, por lo tanto, anticomunista. Quizás, el mayor de los problemas no está en los temas ni en el realismo, sino en la represión de las formas. Las obras no debían dejar lugar a dudas sobre sus connotaciones ideológicas. El margen para la libre interpretación debía ser lo más acotado posible, cuando no inexistente.
En Nenina, la defensa del derecho a una maternidad que sea en todos los casos una vocación de deseo, una decisión personal; el reclamo por una sexualidad femenina que no se piense más desde el lugar del sometimiento; el pedido de libertad para las víctimas de leyes patriarcales son, sin duda, anhelos justos y deseables. La cuestión problemática para el espectador aparece quizá cuando el discurso político opaca los recursos propios (y tan ricos) del teatro y la obra es sólo un medio para la difusión de una idea.
Nenina puede verse todos los viernes a las 21.30 en el teatro El Vitral (Rodríguez Peña 344), hasta el 10 de julio. Entrada: $25,00. Para más información: 43710948.
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