CRóNICAS
› Por Juana Menna
Bailar. Para Nidya, no había otra cosa en el mundo. Subida a sus zapatillas, con los piecitos vendados como una geisha, anduvo primero por academias de San Jorge, al sur de Santa Fe, y luego por La Plata y Buenos Aires. A veces no era fácil. Una tarde, por ejemplo, la mismísima María Ruanova la obligó una y otra vez a ensayar un salto tijera y caer sobre las puntas de madera que tienen las zapatillas. Al final de la jornada los dedos le sangraban. Era invierno y Nidya se tomó el subte de vuelta a casa con los pies descalzos y heridos. Sin embargo, mantuvo el gesto altivo de una dama rusa, como su amada Tamara Toumanova, la bailarina que había nacido en un tren entre la Siberia y Shanghai. Las dos se parecían, con el pelo azabache cayendo por la cintura cuando se terminaba el ensayo.
A los veinte, el corazón comenzó a latirle cada vez con más fuerza. No era por emoción, sino por taquicardia. Los médicos le aconsejaron abandonar la danza. Entonces Nidya hizo tres cosas: sacó un boleto de vuelta para San Jorge, confinó al destierro la foto con firma original de Toumanova y fue al peluquero. Volvió al pueblo natal con el pelo cortísimo y platinado, como Marilyn Monroe, que era linda pero bailaba pésimo.
Nidya se dedicó a dar clases de música en un colegio de monjas. A los cuarenta decidió ser madre. Clarisa, su hija, aprendió danzas clásicas y españolas, con eficacia pero sin entusiasmo. Una noche calurosa de fin de año, la nena salió a escena para interpretar la danza del pájaro campana, de tradición paraguaya, con un tocado de plumas. Luego fue el turno de los alumnos y alumnas de Nidya, quien cerró la velada bailando chacareras con un profesor joven de un pueblo vecino. Clarisa miró azorada la escena. Al rato, la madre la encontró con el tocado deshecho a sus pies, llorando entre bambalinas.
Clarisa bailó un par de años más. Pero finalmente usó sus trajes para acunar perros, gatos y otros bichos heridos que aparecían en los fondos del patio. Nidya jura que una vez llegó un caimán pequeño por una tubería y que unos vecinos de al lado se lo llevaron y lo cenaron sin aspavientos. Así, con la misma frialdad, Clarisa abandonó el baile y se dedicó a leer libros sobre animales de los hermanos Durrell. Cuando creció, se graduó en veterinaria.
Este verano, aunque se jubiló, Nidya bailó un tinku para un grupo de monjas italianas que visitó el colegio. El tinku es una danza boliviana previa a la Conquista que honraba a la Pachamama. Pero las monjas no se dieron por aludidas y aplaudieron todo, muy correctas. Por esa época, su hija le anunció que sería abuela. Nidya le encargó a su hermana de Buenos Aires unas zapatillitas de raso sin punta de madera. También le preguntó si aún conservaba la foto autografiada de Toumanova que una vez le había regalado. Y bajo el sopor de la siesta, soñó con una niña diminuta que se inclinaba para besarla ensayando su parte en un perfecto pas de deux.
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