LIBROS
La más querida
La historia de Mar del Plata fue relevada por el periodista Fernando Fagnani en el libro La ciudad más querida (Desde sus orígenes hasta hoy). En él se recorre la larga y populosa vida de esa ciudad que fue durante décadas el destino por excelencia de veraneantes argentinos.
› Por Soledad Vallejos
Difícil saber con precisión cuántos veranos habrán encontrado al periodista Fernando Fagnani en La Feliz, pero lo seguro es que las veces que anduvo por allí reparó con atención en los benditos lobos marinos que custodian la bajada de la Rambla. O por lo menos la suficiente como para retomar ese motivo y reconvertirlo en metáfora fundamental (y vital) de su La ciudad más querida. Desde sus orígenes hasta hoy (Sudamericana): pensar el visionario emprendimiento de Patricio Peralta Ramos como “un pequeño mirador de la fauna nacional”. Así cualquiera, claro, se instala casi como en una platea preferencial para hacer un recorrido histórico de ese lugar que supo ser, alternativamente, tierra disputada por los jesuitas a los malones, refugio chic de una clase acomodada con ínfulas de aristocracia, y playa favorita de la plebe nacional, para descubrir, por ejemplo, que la mentadísima democratización (vulgarización, para los pioneros) de sus arenas tomó la forma... de una invasión de mujeres.
Tiempo después de que los indios mostraran bastante menos mansedumbre que la esperada por los ilusos sacerdotes destinados a los fortines (“Todos estos indios saben mucho la lengua española y con ella han aprendido las malas costumbres de la gente de servicio, negros, mulatos, mestizos, con quienes más tratan, dejando de aprender las buenas que ven en los hombres de bien”, se lamentaba el padre José Cardiel en su diario hacia el siglo XVIII), una serie de emprendimientos hábilmente avalados por el presidente Carlos Pellegrini (alias “la Gran Muñeca”, por su habilidad para quedar bien con Dios y con el Diablo, aunque cuidando de no perder su norte ni las diversiones de la elite siempre alegre) habían terminado por hacer de unas playas que eran poco más que viento, aguas frías y tierras casi rematadas por el fracaso de los saladeros, el balneario top de la Argentina opulenta de principios del siglo XX. La magnificencia de una instalación hotelera especialmente pensada para una clase que, en lugar de ir simplemente de vacaciones, llegaba preparada para pasar allí una larga temporada, alternaba con juegos de salón y no tanto (tiro a la paloma, gallito ciego, remontar barriletes) que no hacían más que disimular el objetivo principal de este retirarse del mundo para recluirse en un sector exclusivo: las alianzas entre familias, o, hablando mal y pronto, la negociación de casamientos entre chicas y señores bien. Pero así como se constituía como una suerte de escuela sentimental cínica, Mar del Plata también prestaba otros servicios nada despreciables, como testimonia un artículo del diario La Prensa de 1922 que Fagnani (en uno de sus innumerables avales documentales) rescata puntualmente: “No existe en el país un centro que haya tenido mayor influencia que el (hotel) Bristol en la transformación de los hábitos argentinos. En su comedor, semejante a la nave de una catedral, se iniciaron las formas de la convivencia elegante, de la finura, de la espiritualidad. Fue (...) como una cátedra de refinamientos de las costumbres. Los toscos salían de allí, al mes, transformados, como trogloditas pasados por Versailles”. Y debe haber sido justamente por eso que los grititos espantados de la “crema batida” y la “crema sin batir” (como nombraba una de las primeras veraneantes la diferencia entre la gente verdaderamente vip y los meros segundones) se escuchaban desde fuera de los salones llegada la década del ‘30, cuando ni la crisis ni el derrocamiento de Yrigoyen a manos de Uriburu podían hacer demasiado frente a los sectores medios en ascenso. Si hasta fines de los ‘20 la máxima publicidad de Mar del Plata eran las columnas sociales y los avisos de hoteles que, sin osar hacer mención a los precios, aconsejaban empezar a reservar un lugar, la desesperación de los vaivenes económicos llevó a lo impensable: abaratar los costos del veraneo. “Prefiera su país para veranear” se parece sospechosamente a ciertos slogans en boga en estos tiempos, pero hay que reconocer que la idea viene de esos años en que diarios y revistas (mancomunados con políticas oficiales y los comerciantes del balneario) decidieron abrir el juego para sobrevivir recalcando que “Mar del Plata es de la Nación y es de todos”, o que “ha triunfado sobre todas las playas de Sudamérica”. Era la “democratización” (aunque, en sentido estricto, faltarían todavía algunos años para que el turismo social de los sindicatos terminara por hacer realidad esa imagen), que había encontrado una forma particular de concretarse: convertir a La Feliz en “una patria de mujeres” vacacionistas (cuyos maridos permanecían trabajando en Buenos Aires durante la semana) que habían tomado por asalto, por ejemplo, las mesas de ruleta que el Club Pueyrredón destinaba a los hombres. Empezaba a insinuarse lo que sería el futuro, y una gloriosa Delfina Fernández Lamb daba cuenta de las transformaciones en una nota de la revista Atlántida: “En esta prolongada discusión que mantiene el mundo entero acerca de si conviene más la democracia o las viejas ideas conservadoras, Mar del Plata ofrece un caso ejemplar. Pues en Mar del Plata ha triunfado la democracia. No hay que escandalizarse ni llamar a la policía. (...) No tiene ningún punto de contacto con la de Rusia y ni siquiera es ligeramente izquierdista. Es más bien la de Mr. Babbit, la de Mussolini, la de Madame Bovary. (...) Recuerdo que cuando Victoria Ocampo me presentó a Ortega y Gasset –que es una monada–, el filósofo español definió muy bien al hombre-masa que ocupa hoy el primer plano en la escena de la humanidad. Hasta ayer el hombre-masa era simplemente pueblo. Formaba el coro, como en las revistas de bataclán, en tanto que se lucían las grandes vedettes: Goethe, Pasteur, Beethoven. Pero ahora se han eliminado las vedettes, y está en su lugar la masa, el pueblo. (...) En materia de transformaciones sociales, lo malo son siempre los primeros cinco mil años. Resignémonos, pues”.