Con la tragedia como disparador, la película Hace mucho que te quiero, de Philippe Claudel, explora el vínculo de dos hermanas que eligen volver a conocerse a pesar de todo.
› Por Guadalupe Treibel
Sin repetir y sin soplar, dicen que Juliette ha hecho algo terrible y después de 15 años en prisión tiene que enfrentar un afuera de reinserción social complicado. Negada por padre y madre, es su hermana menor, casada con hijas, la que da un paso al frente y acompaña su segunda vida. No juzga, no pregunta, pero el recuerdo entre ambas tampoco alcanza. De a poco, a cuentagotas y con información bien graduada, el film francés Hace mucho que te quiero las irá juntando desde la cotidianidad, con momentos que oscilan entre el thriller y el melodrama. Sin golpes bajos, afortunadamente.
Porque algo es seguro: la exploración del imaginario familiar y los vínculos están a la orden del día. Y el eje del multipremiado film (Bafta, European Film Awards, Festival de Berlín, entre otros) está puesto en esa dinámica de hermanas negadas: Juliette y Léa. Desde la obligación, el recuerdo, el cariño más sincero y los reproches minimizados, Kristin Scott Thomas (Cuatro bodas y un funeral, El señor de los caballos) y Elsa Zylberstein desnudan los miedos y consideraciones de una década y media sin (re)conocerse. Una, desde el encierro forzado. La otra, desde la casa paterna y materna que eligió suprimir al miembro deshonroso de su historia personal. Pero hay calor entre las dos y esa fuerza es —casi— una luz verde al final del túnel.
En palabras del director: “La película trata de la fuerza de las mujeres, de su capacidad de irradiar, reconstruirse, renacer. Es una historia sobre todos nuestros secretos y aislamientos. Todos nuestros aislamientos”.
Desde esa premisa y a partir de los dires y diretes, la casi fantasmal Juliette de Scott Thomas muta, cambia de pieles y sombras y esa transformación será un doble logro: del realizador Philippe Claudel que —en su primer trabajo— sabe dónde poner el foco y guiar la emoción y de una actriz capaz de construir un personaje que, a simple vista, tiene varias capas. La última, más dura y curtida, después de 15 años de cárcel; y la anterior, latente y silenciosa, con un pasado que se manifiesta en la mirada, en una bocanada de humo, en una pose de bar.
A la (autocondenada) mujer de rostro fatalmente desnudo (y justamente por eso, bello, cargado de interés) acompaña lo que la propia Léa define en los primeros minutos de Hace mucho que te quiero como “la familia Benetton”: un abuelo polaco mudo que sólo lee y sonríe amistosamente, dos nenas vietnamitas adoptadas (la mayor, de 8 años, con momentos destacables, como su cementerio de muñecas, y preguntas bien afiladas), el marido reacio y un grupito de amigos que saben hasta dónde se les permite. Porque a lo largo de los 115 minutos de cinta, Claudel elige dosificar la información al punto de doblar el argumento y generar una incertidumbre donde se manifiesta la naturaleza del espectador. Es inevitable preguntarse la causa del crimen (¿por qué Juliette mató a...?), los motivos, el nivel de crueldad (o no) que una persona puede alcanzar.
Por eso, hacia el final habrá quien sienta que el imaginario fue falseado. El desenlace pone paños fríos a la trama y posibilita una relectura sobre la historia toda. ¿Es necesario salvar al personaje hermética y preciosamente compuesto por Kristin Scott Thomas? Quizá no, pero da respiro al que mira. El que alcanza el salvavidas es el espectador, que puede dormir tranquilo sabiendo que el horror —esta vez— no llegó a la pantalla. Sí llegó un drama bien contado que ayuda a pensar(se) sin juzgar. Con eso alcanza, aunque no sobre.
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