Vie 31.01.2003
las12

CARNAVAL

Caras y Caretas

El Carnaval es una especie de gran broma colectiva que se celebra unos días al año desde la más antigua de las antigüedades, cuando el rito pagano por excelencia se practicaba como una forma de explosión comunitaria. El cristianismo no pudo desembarazarse de él, y lo convirtió en “una despedida de la carne” previa a la Cuaresma. Buenos Aires supo sus corsos, aunque nunca fueron tan esplendorosos ni tan descontrolados como los brasileños. De eso se trata el Carnaval: de qué hacer con el descontrol.

Por Soledad Vallejos

Decía la Real Academia por 1729 que el Carnaval eran esos días previos a la Cuaresma en que “nos despedimos de la carne”. Citaba a Góngora: “Un Miércoles de Ceniza/ vestido de humanidad/ a cuya mesa ayunaron/ los martes del Carnaval”. Todavía las monarquías se sentían más o menos absolutas, y eso por no mencionar el poder eclesiástico, así que no sonaría demasiado asombroso pensar que algunos días locos, de gula, desenfreno y fiestas antológicas llenas de pecados podían ser fácilmente redimidos con sólo agachar la cabeza, dejar caer las serpentinas ajadas y enredadas en las máscaras y disponerse a reflexionar en el ayuno que Nuestro Señor Jesucristo llevó adelante en el desierto. Porque eso era lo que seguía a las “fiestas, convites y otros juegos para burlarse y divertirse” de las carnestolendas: el recogimiento de la Cuaresma, “el tiempo que tiene determinado la Iglesia” para observar “abstinencia y ayuno a fin de que los fieles se preparen dignamente para celebrar la resurrección de Cristo”. Pensando mal y pronto, y sin perder la perspectiva siglo XXI, cualquiera creería que la Cuaresma servía para curar al cuerpo de las agitaciones carnavalescas y prepararlo para las delicias pascuales. Pero, la verdad, sería una simplificación. Es que, en un sentido estricto, la etimología apenas si refiere el carácter de gran broma colectiva que podía entrañar el Carnaval (palabra derivada de carnem levare, “quitar la carne”, en latín), pero poco dice, por ejemplo, de cuánta verdad hay en los motivos que llevaron a Erasmo a horrorizarse, en 1509, del carnaval de Siena: era algo “no cristiano”, sentenció al borde del síncope, porque en todos esos rituales en los que “el pueblo da rienda suelta al desenfreno” todavía se podían ver con claridad los “restos del paganismo clásico”.
Claro que debería haber una diferencia entre esas fechas medievales y los desfiles en una Buenos Aires encaminada al siglo XX en los que Domingo Faustino Sarmiento no se privaba de andar empapando ninfas de buen apellido desde su carruaje. Pero, en lo esencial, cómo no iba a estar Erasmo levemente acertado, si algunas formas se habían trastrocado, pero el espíritu era el mismo: esas burlas y alteraciones de las jerarquías que mostraban, por contadas horas, el mundo al revés, eran lo que Mijail Bajtin, en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, nombró como “risa popular”, una suerte de sorna justiciera que había nacido en Grecia y se continuaba para imaginar en el mundo más o menos concreto “la segunda vida del pueblo, que temporalmente penetraba en el reino utópico de la universalidad, de la libertad, de la igualdad y de la abundancia”.

“Las orgías del dios”
Tal vez por los recuerdos de una infancia algo movida (ser hijo de Zeus y una princesa tebana nunca fue fácil, en especial por la ira de Hera, esa diosa tan hábil para desprestigiarlo y enloquecer a quienes cuidaban de él), Dionisos tenía por costumbre nunca aceptar un “no” como respuesta a su orden eterna: beber vino hasta el hartazgo, bailar frenéticamente, llegar al delirio en esas ceremonias que únicamente admitían mujeres. Cada chica en edad de asomar la nariz a la puerta debía, en un período determinado del año, reunirse con las otras tirso en mano, alejarse de la polis y entregarse a rituales, que, si seguimos lo que Eurípides escribió en Bacantes, hasta podían incluir sacrificios humanos y multitudinarias escenas de canibalismo. El problema, claro, empezaba cuando alguien se negaba a admitir la dignidad de ese culto, como sucede en esa obra con Penteo, un rey de Tebas que se negaba enfáticamente a permitir la instalación del culto ya ampliamente difundido entre los bárbaros, un hecho que no le merecía el menor interés “porque en sabiduría son muy inferiores a los helenos”. Dionisos en persona, presentado ante Penteo como un simple humano iniciado, advirtió: “Las orgías del dios detestan al que practica la impiedad”. Pero no es escuchado, y como lo de Eurípides era la tragedia, el rey muere a manos de su propia madre y sus amigas, que, en pleno trip místico de bacanal, lo descubren espiándolas disfrazado de mujer. En medio de un orden absolutamente patriarcal y con tintes homoeróticos como el de la Grecia clásica, las aspiraciones lésbicas que podían concretarse sin mayores obstáculos en medio de esas orgías religiosamente unisex podían ser demasiado liberadoras para algunos maridos y señores con autoridad. Pero, a fin de cuentas, era sólo una vez cada tanto, el asunto iba institucionalizándose a medida que los griegos aprendían a catar los vinos (Dionisos, en su recorrida, iba confiando los secretos de la realización a unos pocos elegidos), y, además, otras aventuras mitológicas ponían sobre aviso a los posibles rebeldes (en Argos, por la prohibición, la llegada del dios enajenó a las mujeres, que corrieron hacia las afueras llevándose a sus niños para devorarlos, y como esa hay varias) de los peligros que acarreaba oponerse a los deseos divinos. Ya lo dice un personaje al final de la obra: “Ser prudente y respetar las cosas de los dioses es lo mejor; creo también que es el más sensato negocio a que pueden entregarse los mortales”. Será por eso, entonces, que estos rituales (originarios, al parecer, de Persia) llegaron hasta la Roma conquistadora con tanta fuerza como los cánones de la armonía y la perfección que llenaban las casas pudientes de estatuas.
Amalgamado con algunos rasgos del culto a Liber, Dionisos se convirtió en tierras romanas en Baco, y el entusiasmo popular por sus misterios resultó tan pero tan extraordinario que, hacia el año 186 a. C., el senado republicano terminó por prohibir las bacanales, habida cuenta de los desastres que nadie sabía cómo habían empezado y que sólo se apreciaban en su magnitud una vez que las vasijas estaban vacías. A fin de cuentas, no por nada Baco era, además de una deidad de la vegetación, frecuentemente asociado a la fertilidad, la muerte y la resurrección. Los senadores temían lo peor, es decir, que el clima de esas reuniones en las que, de repente, muchos desconocidos trababan relaciones y podían compartir intereses y preocupaciones, terminara por generar algún tipo de insurrección, que la diversión, bah, degenerara en conciencia. Pero como la interdicción no fue absoluta (se trató, más bien, de una regulación oficial), el Imperio supo hacer de él motivo de alegría para más de uno, y ahí tenemos como deliciosas evidencias del fervor los frescos de Pompeya y Tunisia que tematizan los ritos.

Versus Cuaresma
Densa es la oscuridad que rodea la suerte corrida por estas fechas de descontrol en ese también oscuro trecho que va de la caída del Imperio a la Edad Media, pero lo cierto es que el alma de la fiesta, ese placer ingobernable por poner las cosas de cabeza, por vestir las mujeres de hombre y los hombres de mujer, por atreverse a tomar el lugar del otro y reírse de las jerarquías sin disimulo, siguió vivito y coleando lo suficiente como para resurgir en medio de burgos y trabajos campesinos. Claro que la estrategia, esta vez, era distinta. No se trataba ya de dedicarse a hacer carnalmente reales los deseos más profundos bajo los auspicios de una religión politeísta relativamente permisiva de los desmanes. La cuestión había encontrado una vuelta de tuerca interesante, adscripta, sí, de cierta forma al mundo místico, pero convertida en algo puramente terrenal, tanto como podían serlo las parodias irreverentes de esos mandamientos y creencias respetadas durante el resto del año. “En épocas propicias del año –pontificó alguna vez Maquiavelo– el soberano debe proporcionarle al pueblo fiestas y espectáculos.” ¿Y qué momento más propicio que el previo al ayuno pascual? Pero, alrededor de 1500, las fiestas populares, en las que participaban los siervos en pie de igualdad con las jerarquías más altas de la nobleza y el clero, empezaron a suscitar cierta controversia en torno de la conveniencia de alentar una conducta tan poco solemne. En La cultura popular en la Europa moderna, al rastrear los antecedentes de la asociación entre carnavales y paganismo hasta los tiempos de la reforma cristiana, Peter Burke afirma que “San Carlos Borromeo –arzobispo de Milán– y otros muchos no dudaron en comparar el carnaval moderno con las bacchanalia de la época clásica”.
En los días de pura saturación sensual que precedían a la despedida de la carne, plantea Bajtin, “los ritos y espectáculos presentados a la manera cómica (...) ofrecían una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no-oficial, exterior a la Iglesia y el Estado; parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda vida”. No era para menos. Si la risa desbocada alcanzaba su apogeo en actos y procesiones que desbordaban calles y plazas por días, ni qué hablar de eventos como “la fiesta de los bobos y la fiesta del asno”. A las ceremonias estrictamente religiosas les seguían las ferias callejeras y espectáculos protagonizados por freaks de toda calaña (enanos, gigantes, bestias “sabias”), con lo cual “la representación de los misterios acontecía en un ambiente de carnaval”. No se trataba tanto de jugar a hacer algo sino de hacerlo sin medir las consecuencias, puesto que no existían (la tradición, se sabe, delimita el terreno de lo permitido y lo prohibido). El Carnaval, tan asociado a las saturnales romanas que ventilaban el ambiente con una brisa renovadora, no perdonaba a nadie. “Los espectadores no asisten a él, lo viven (...), es la vida misma la que juega e interpreta” en una serie de fechas regidas por la lógica del revés y la contradicción, de las parodias, “inversiones, degradaciones, profanaciones, coronamientos y derrocamientos bufonescos”. Es un segundo mundo, al revés, pero existente y vivible.
Que en un sermón un clérigo poco avispado adjudicara milagros al santo equivocado, vaya y pase, pero que el mismo cura participara como uno más de los festejos del populacho, permitiendo que los demás se mofaran de él mismo al tiempo que él se mofaba de sus propias autoridades, ya era demasiado. Nada es para siempre, y por eso Burke destaca que “las costumbres paganas eran peores que los errores religiosos; aquellas eran diabólicas. Los dioses y diosas paganas eran considerados como demonios”, y por eso el afán moralizador se empeñaba en desterrar costumbres tan arraigadas como la de celebrar sermones populares (en los que poco caso se hacía del lenguaje árido, a tal punto que el obispo de Verona “condenaba a los predicadores que ‘contaban historias ridículas o fábulas sobre lavejez al estilo de los bufones, haciendo reír con estruendo a su congregación’”), o la de hacer representaciones teatrales dentro mismo de la iglesia. Lo que era peor: a eso se sumaban las jornadas que el Carnaval iba ganando en duración e intensidad. En un gesto curioso, se empezaba a lanzar redes para domesticar aquello que permitía la supervivencia del statu quo: desde Freud, sabemos que aquello que causa cierta gracia, lo que está en la base del humor, es lo inesperado, lo no-lógico. Las reglas no hacen reír, demandan obediencia y punto. Y si la risa nace de una burla a esa regla, ¿pues por qué no pensar que la misma parodia que parece hacerla trastabillar no es otra cosa que una reafirmación? Es decir: si la Iglesia tenía tanto poder de disuasión sobre las masas de entonces, ¿por qué no reconocer los méritos de esos clérigos algo desprolijos que contaban chistes y homologaban el Paraíso a la taberna? De más de una manera, participar de festividades más o menos establecidas y delimitadas en las que se sublevaban todas las jerarquías y nociones habidas y por haber, a fin de cuentas, era una excelente manera de asegurarse su eficacia y augurarle salud.
Pero “los católicos –afirma Burke– mostraron una continua preocupación por la tendencia del Carnaval a invadir los límites de la Cuaresma” y buscaron erradicarlo, mientras que el objetivo de los reformistas, apenas más modesto, era purificarlo, desmalezando lo que esas tradiciones populares tenían de incontrolable. Un cuadro de Brueghel, el “Combate de Carnaval y Cuaresma”, es por demás elocuente: montado sobre un barril, un señor gordo lucha contra una mujer esbelta sentada sobre una silla. Pero el Carnaval luchando con la Cuaresma, una de las batallas ficticias que también ocupaban las celebraciones carnavalescas, estaba pasando de lo simbólico a lo tangible, gracias a la perseverancia y rigidez de la Reforma. Adivinen quién empezaba a ganar.

El Rey Momo es argentino
Corría 1770 cuando los criollos mantenían su costumbre de alquilar casas en los suburbios para entregarse sin pensarlo dos veces a la jarana parrandera que desataba la inminencia de la afligente Cuaresma. En las calles, la percusión de los esclavos tenía al gobernador Juan José de Vértiz y Salcedo al borde de un ataque de nervios (la historia de siempre: se reúnen para divertirse, pero quién sabe en qué maniobra desestabilizadora puede terminar la sociabilidad), hasta que, en 1771, cayó en la cuenta de su poder y arremetió: firmó la prohibición de “los bailes que al toque de tambor acostumbran los negros”. Claro que nada dijo de la manía de probar puntería con huevos de avestruz llenos de agua o vejigas de animales infladas (que pesaban la friolera de 4 kilos) que embargaba a algunos enmascarados al galope, aunque debe haber aprobado con entusiasmo la orden que el virrey Pedro de Cevallos dio en 1775: impedir “la grosería de echarse agua y afrecho y aún muchas inmundicias” que tanto entretenía a negros y mulatos. Se estaba haciendo necesario poner límites precisos a tanta juerga disoluta, y nada mejor para eso que ser literal y acotarla a un espacio cerrado. Nombrado virrey, Vértiz puso fin a los festejos privados una vez habilitado el Teatro La Ranchería, donde todo sería más decoroso... hasta que se incendió, se dice, durante un baile alocado.
“Gracias a Dios que nos vienen tres días de regocijo, de alegría”, escribía Alberdi tal vez moviendo un pie al compás de los primeros golpecitos de la batucada que alteraba los nervios de Vicente Fidel López al punto de llevarlo a garrapatear bilis (“Lo oímos como un rumor siniestro desde las calles del centro, semejante al de una amenazante invasión de tribus africanas, negras y desnudas. La lujuria y el crimen dominaban la ciudad con el fondo musical del tam-tam africano”). Eran tiempos del Ilustre Restaurador, y la muchachada rosista estaba deparabienes quemando muñequitos que representaban a salvajes unitarios el “Día del entierro”, bailando al son de los tambores, y arrojándose -cuándo no– huevos de gallina (los de avestruz estaban prohibidos) rellenos de algún líquido. La plaza Monserrat, habitualmente usada como parada de carretas con mercancías del interior, era desbordada por vecinos, mazorqueros, negros del “Barrio del Mondongo”, y personas de paso que, como en las peores pesadillas de Esteban Echeverría, se mezclaban al azar, en entreveros que no excluían a las muchachas y madamas de la Calle del Pecado. A veces, en uno de esos gestos de señor poderoso con conciencia paternalista de patrón de estancia, el mismísimo Rosas se hacía presente con uno de sus ponchos. Tal vez hayan sido ciertas las versiones que mucho después escribiera Ramos Mejía sobre esas jornadas desbocadas (“la impunidad usada durante esos tres mortales días se hacía sentir sobre las clases cultas con crueldad y permitían ejercer venganza: entrar en las casas y manosear a las mujeres, cortar los faldones de las levitas y castigar la soberbia de los señores”), o tal vez no, pero lo cierto es que un buen día de febrero de 1844 el Restaurador mandó guardar tanta alharaca y desorden. “Las costumbres opuestas a la cultura social y al interés del Estado suelen pertenecer a todos los pueblos o épocas. A la autoridad pública corresponde designarles prudentemente su término”, rezaba el decreto antes de expedirse: “Queda abolido y prohibido para siempre el carnaval”.
Como en estas tierras ya germinaba lo que sería la Argentina actual, el “para siempre” del federal más unitario tuvo fecha de vencimiento bastante ajena a la eternidad. Retomados en 1854 (con una gran gala híper controlada “para evitar los abusos que suelen cometerse con la careta”), los carnavales porteños encontraron a su mayor protector una vez que Sarmiento fue ungido presidente. Era otra vez febrero, esta vez de 1869, y sobre las calles Victoria (Hipólito Yrigoyen), Bernardo de Irigoyen y Luis Sáenz Peña las mascaritas renovadas pudieron presenciar el primer corso, totalmente protagonizado por comparsas autorizadas... que integraban los niños bien con ganas de jolgorio, como bien lo demostraban sus nombres: “Sociedad de negros”, “Los negritos esclavos”, “Negros argentinos”. Todavía no lo sabían, pero no faltaba demasiado tiempo para que la fiebre amarilla causara estragos en los barrios del sur y acabara con un porcentaje inmenso de la población negra porteña. Claro que la epidemia no hizo mella en el ánimo carnavalesco, que en 1871, a pesar del pavor que despertaba la posibilidad de contagios, llevó a celebrar por la calle Florida, el “Corso de Roma”, que incluía desfile de damas en carruajes (berlinas, landós, coupés) y, claro, más comparsas: “Gauchos del Sud”, “Tipos ridículos”, “La Africana”, y siguen las firmas. “Con un cañonazo a la una de la tarde, el martes comenzaba la inundación (...) Con una libertad casi ilimitada, viejos y jóvenes cargados con bombitas –que los hidalgos llenaban con agua perfumada y los que no lo eran con diversos fluidos– y pomitos de estaño, o con toda suerte de recipientes que pudieran contener agua, sumados a los huevos y la harina, luchaban desde balcones y azoteas contra los oponentes callejeros. En 1877 se trató de controlar semejante escándalo, que continuaba a veces hasta la noche (...) Se registraban serios accidentes y, a pesar de haberse prohibido que se ridiculizara a las personalidades políticas y religiosas, la orden se desobedeció hasta el punto de faltar el respeto al arzobispo”, señalan García de D’Agostino, Rebok, Asato y López en Imagen de Buenos Aires a través de los viajeros. 1870-1910. Los mundos, sin embargo, estaban bien diferenciados: en las calles, la chusma; en los salones, como el del Club del Progreso, la gente elegante aprovechando la impunidad de la máscara, o sufriéndola, como describe Eugenio Cambaceres en Pot-pourri. Silbidos de un vago, “cuanto tilingo, cuanto badulaque pulula en los salones, se ve buscado como a pleito, perseguido y acosado por las dichosas mascaritas,como un terrón de azúcar por un puñado de moscas”. Pero el punto culminante de esos años debió haber sido en 1873, cuando la comparsa “Los Habitantes de la Luna” nombró a Sarmiento (que no se perdía ni medio festejo) como Emperador de las máscaras con aplauso, medalla con su perfil representado como emperador, y beso. “El carnaval no puede ser extinguido –había escrito–. Es tradición de la humanidad que se perpetúa a través de los siglos. Es una compensación a las sujeciones diarias que la sociedad impone.”
Pero en el siglo XX las carnestolendas no tuvieron más estabilidad. A los primeros años de festejos de una Argentina opulenta que ya estaba gastando más de lo que nunca llegaría a tener (las festividades del Carnaval en el Centenario fueron fastuosas) siguieron las alegrías peronistas de concursos de disfraces, más comparsas (“Los bohemios”, “Los cabezones”) y festejos barriales, y una lenta, casi inevitable, decadencia de la alegría que empezaba a ser recortada con los edictos de la Revolución Libertadora. Claro que esas regulaciones que exigían el registro de todos los integrantes de las comparsas en las comisarías (algo que ya se había hecho al promediar los años 20) no tenían comparación con el silencio impuesto por el decreto 21.329 de junio de 1976: entre sus primeras acciones para controlar el espacio público, la dictadura prohibía los feriados del lunes y el martes del Carnaval. Y, de hecho, esa prohibición todavía está vigente, aunque distintas instancias gubernamentales y privadas estén, desde hace unos años, intentando resucitar el cadáver de Momo con festejos oficiales, estímulos a talleres de murgas y alguno que otro recital –cuanto menos– curioso. De los carnavales regionales, sólo el de la Quebrada de Humahuaca se ha mantenido fiel a sí mismo y no ha sucumbido al influjo de la alegría brasileña de plumas, bikini y sambódromo que embarga al de Gualeguaychú desde hace algunos años. Quién sabe, tal vez el espíritu del Carnaval se haya refugiado en otro lado. O quizá no. Como sea, cuidado con las bombitas.

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