TANGO
La cancionista
Natalia Jaime se llama, artísticamente, Victoria Morán. Le gusta que le digan “cancionista”, porque reivindica aquel estilo en el que las mujeres comenzaron a abordar el tango en un principio, y porque su voz, con una euforia casi pastoral, se ajusta a esa palabra.
› Por María Moreno
“¡Silencio, canta Victoria Morán!”, bien podría decir una voz engominada para anunciar a esta chica que parece de la época en que Don Jaime Yanquelevich les pagaba a las cantantes de su radio con una araña de comedor y los oyentes, junto a la libretita para el autógrafo, solían regalarles a sus preferidas un paquete de fideos caseros o una pañoleta tejida a mano. Será porque a Natalia Jaime, que ha elegido como seudónimo Victoria Morán, le gusta recuperar para sí el antiguo apelativo de “cancionista”. Con su voz gangosa, de una euforia casi pastoral cuando encara un valsesito pero que nunca cae en la vehemencia o en el alarde, su repertorio original que le escapa a aquellas piezas fácilmente abordables mediante la parodia, sus maneras de reinventar registros casi antropológicos, seguramente asomará su cara lavada a las portadas de los medios de 2003. Aunque el primero de sus cd, Aquellas cartas, sólo pueda conseguirse en la sección discos de la librería Gandhi y el segundo, Danza maligna, versión musical de un espectáculo que saldrá de gira por París en marzo, le recuerde que ella por ahora va a tener que quedarse en casa.
–Es un espectáculo subtitulado “auténtico tango argentino” basado en una idea de Silvana Grill y Fabián Luca. Con auténticos bailarines de la noche de Buenos Aires como el flaco Dani –que tiene setenta largos, no lo voy a deschavar–, va a bailar todas las noches, vuelve a las cuatro de la mañana y se pone a tomar mate con la madre. Pero yo a Europa no viajo porque estoy embarazada. Después de diez meses de buscar un hijo, con mi marido decidimos esperar porque había salido el espectáculo. Entonces, como dice mi obstetra, bastó que sacara la cabeza del tema embarazo, cuando quedé. En la gira me reemplaza Lidia Borda y es un honor.
Victoria Morán es hija de un obrero gráfico, cantor y guitarrero con el que cantó desde la infancia valsesitos en Villa España, un espacio donde, según ella, cuando se recorren tres salones que incluyen el de la sociedad de fomento y el bar de Mario, ya se recorrió todo.
–Yo despego con el tango en Del Carril, partido de Saladillo, ocho cuadras a la redonda y ocho kilómetros para adentro de la 205. Con mi abuelo nos íbamos en el sulki a pescar en el arroyo y cuando me aburría me acercaba a las vías muertas del tren y ahí me ponía a cantar. Yo creo que esos fueron mis mejores recitales. A veces apoyaba el teclado debajo de la parra y mi abuela me tarareaba por ejemplo “Lalalarara lararará” ¡“Amor y celos”! Y yo lo sacaba en el piano. Porque lo primero que saqué fue el compás del vals. Y a la mayoría de los valses los conocí por mi abuela que durante mucho tiempo, antes de irse al campo, vivía en el fondo de mi casa.
–En Aquellas cartas usted le dedica un tema.
–Al principio pensé si a alguien le importaría, si no sería un golpe bajo. Mi abuela fue la primera persona que se me murió y en un momento de mi vida –yo soy muy creyente, incluso llegué a ser catequista– en que estaba haciendo la confirmación, es decir en que estaba profundizando en mi fe. Su muerte me hizo replantear muchas cosas porque es muy fácil creer con las aguas mansas. Aun cuando estaba en estado vegetativo, yo soñaba hasta último momento con que se despertara.
Una niña anticuada
Qué lindo que hace Victoria Morán los tangos canción, las milongas y los valses con esa expresión de piba de la calle Pepirí y esa sutileza con que modera el drama en una contención que jamás se goyenechiza para estar a la par en un oficio históricamente peleado a los varones. Como en todas las biografías populares, en la suya hay un hecho triste que se revierte hasta favorecer lo que parecía prohibido. Victoria nació con una malformación genética que le desplazaba la mandíbula y le impedía la fluidez en el movimiento de la boca, debido a la que sufrió numerosas operaciones. Ahora es invisible.
–Paradójicamente yo, que no podía abrir la boca, me puse a cantar. De todas maneras nunca soñé con ser cantante de tangos. O cancionista, como me dijo Luisito Cardei que tenía que decir. A mí se me fueron presentando las cosas. La culpa de todo la tiene Dolina y algún día con mucha vergüenza se lo voy a decir. Me acuerdo que una vez –yo tenía quince o dieciséis años– fuimos con mi papá a verlo al Sindicato del Seguro. En esos tiempo era una fanática, lo seguía a cualquier parte aunque tuviera que volver a las cuatro de la mañana e ir al colegio al día siguiente. Llegué a tener casi doscientos casetes grabados del programa. Tanto que mi papá ese día le dijo: “Mire Dolina, por su culpa mi hija me sale dos pesos por día de casetes”. Entonces él le contestó algo así como “A esta chica hay que desengañarla pronto”. Lo que yo le debo a Dolina es haber escuchado en su programa a Nelly Omar, que me marcó para siempre. Me acuerdo que lo primero que escuché de ella fue el vals “Parece mentira”. Porque Dolina sólo pasa a ciertas personas. No va a pasar –y lo digo con todo respeto– a Roberto Goyeneche, Julio Sosa, Adriana Varela. El pasa Nelly Omar, Hugo del Carril, Alberto Gómez, Libertad Lamarque, Charlo. Esos son los tipos que ponen la guía.
–Parece que tiene un gusto clásico.
–Incluso soy un poco conservadora. A mí me molesta que cada vez que se escribe un tango nuevo sea uno del siglo XXl y entonces hable de la minifalda o de la licuadora. El tango es de determinada época, no como el rock and roll que con cuatro acordes y una letra que hable de un perro llorón se hace un tema. Los que hacen blues hacen cuatro versos donde uno se repite y hablan de lo que hablaban los tipos en la época originaria. Hay un tango que canta Diego Solís que dice algo así como “Argentina, país de corruptos”. No sé si la Argentina es un país de corruptos, pero tampoco me parece un tema que tenga que discutirse en la letra de un tango. Porque además de eso ya habló Discépolo. Muchos dicen que “Cambalache” es un tango profético pero Discépolo no lo escribió como profecía. Lo escribió como testimonio de una época tan cruenta como la de ahora pero que no es ésta. Dentro de poco van a escribir tangos sobre el FMI. Hasta hay una chacarera que habla en contra de Soda Stereo. ¡¡¡Soda Stereo!!! Hay palabras que no quedan bien en un contexto poético. Ayer escuché un tango que decía “Estoy mordiéndome los labios de amor”. ¡Si se está mordiendo los labios no puede cantar! Y si empieza así, ¿cómo puede terminar? Hablando de un puñal en el ojo.
–Así que Dolina le dirigió un poco el repertorio.
–Más bien el sordo Gancé, que siempre decía que él había aprendido a tocar el piano para levantarse minas. Entonces yo también, para ver qué era eso de conquistar al otro, me puse a aprender piano. Y a componer cancioncitas. Siempre fui muy lectora y a los quince, cuando venía al centro, tenía dos puntos fijos: el cementerio de la Recoleta que me gustaba por su paz en medio de tantos celulares y la librería Gandhi. Allí agarraba un libro, me sentaba en el bar y entre la mañana y la tarde me lo terminaba. En el secundario me aprendía poemas de memoria. Y los andaba recitando por los pasillos del colegio. Me acuerdo de “Gracia plena” de José Pedroni. A lo mejor me aprendía versitos de Garcilaso sin saber quién era. O de Quevedo, sin saber por poco adónde quedaba España. Así empecé a explorar la rima. Y mientras, seguía cantando. Un día estaba quedándome dormida escuchando “La venganza será terrible” cuando oí que Dolina leía una gacetilla que decía que en Artigas y César Díaz, pleno Villa Urquiza, en un lugar llamado La casita de mis viejos, había un concurso de tangos. El premio era seis meses de contrato con el lugar y la grabación de un compact. Dolina empezó a hablar del corso triste de la calle Artigas, a hacer sus chistes de siempre. Entonces, entretenida, me desvelé. A oscuras, en un papelito, anoté la dirección. Esto habrá sido un jueves. El viernes le dije a mi papá que me acompañara a ver. Cuando llegué me pidieron un nombre. Pensé en “Victoria” por mi abuela y en “Morán” por la Pepa Morán de Las cosas del querer. Entonces me puse Victoria Morán. Yo cantaba “Las margaritas”, “Duelo criollo”, “Yo tan sólo veinte años tenía”, temas que no eran de concurso. Cuando quedé semifinalista me propusieron empezar a ir los sábados como telonera de los grandes. Y uno de esos sábados cantaba Luisito Cardei. El era uno de los pocos artistas que se bajan del escenario y se ponen a hablar con el público. Me acuerdo de que esa noche cerraron el boliche y nos quedamos charlando. Estaban mi papá y mi mamá, el hijo del dueño que también cantaba. A mí me gusta la bohemia de amanecer cantando. Esa cosa casi perniciosa. Nelly Omar me dijo un día: “Cuidate de la noche y de la gente de la noche”.
–¿Cardei le marcó algo?
–Tantas cosas. A lo mejor con una mirada, una sonrisa. Por ejemplo me dijo: “Cuando hacés ‘Vamos, vamos zaino viejo’ no sos vos la que tiene que esperar a las guitarras, piba, son ellas las que tienen que seguirte a vos”. Me enseñó a manejar los silencios, las cadencias. El era impresionante en eso. Me acuerdo cuando se quedaba el bandoneón de Antonio temblando y en la sala un silencio total. Me enseñó a no ceder en el repertorio. A mí me cuesta ajustarme a ciertos criterios estéticos que están pautados de antemano, por eso hay tangos que nunca he cantado ni voy a cantar. Tangos hermosos, ojo, pero que están trillados, como “Cambalache” o “Malena”. Claro que dentro de veinte años, y si alguien comete la dignidad de dejar de cantarlos por un tiempo, quizá los cante. En eso Luis era muy vivo. La gente le pedía insistentemente “Pasional” y hasta “Malena” y él les contestaba “Sí, sí, a esos ya los sabemos”.
–¿Ganó el concurso?
–Sí, canté gratis ocho meses para la casa y al compact no lo vi nunca. Cuando finalmente grabé Aquellas cartas se lo llevé a Dolina un jueves y el viernes estaba escuchándolo en casa como todas las noches cuando le oí decir “Vamos a pasar una milonga que siempre la pasamos por Nelly Omar pero esta vez la vamos a pasar por la cancionista Victoria Morán”. “Entonces entendí que este tipo tenía la grandeza de estar diciendo de algún modo ‘a mí me gustó’. Eran las doce y media de la noche. Me acuerdo muy bien que con mi familia abrimos una botella de vino blanco y me puse a llorar.”
Empelechando
Victoria Morán grabó Aquellas cartas con la ayuda de Gustavo Bauzá, el patrón de su padre que completó la suma para que la piba estafada en un concurso hiciera llegar su voz fuera de Villa España, aunque Luisito Cardei ya solía llevarla al centro para presentarla en todos los locales donde actuaba: Gandhi, Megafón, La Casa de Roberto Arlt. Como estudió diseño gráfico ella misma diseñó la tapa, eligió fotos preferidas del álbum familiar, cortó papelitos e hizo dedicatorias que incluían a Víctor Hugo Morales. En todo estuvo junto a Victoria su marido, Raimundo Mármori.
–Lo conocí a través del tango y de un hecho milagroso. Yo tengo unas tarjetitas que dicen “Victoria Morán, tangos de ayer y de siempre”. En junio del ‘98 estaba actuando en Quilmes, en un lugar donde había 20 personas, y las repartí. Y una de esas tarjetitas, nunca supimos cómo, fue a caer en Don Bosco, debajo de la rueda del auto de Raimundo que en ese momento no estaba en Buenos Aires sino en San Martín de los Andes. Pero estaba la mamá que encontró la tarjetita y la guardó. Cuando él llega a Buenos Aires en agosto ve esa tarjetita que tiene la figura de una pareja bailando tango y piensa que yo soy bailarina. Y como él baila, me llama por teléfono. Yo pensaba “¿Con ese nombre qué edad tendrá?”. Pero se llama con ese nombre tan antiguo porque es el de su padre y el de su abuelo. Por un mes y medio se da una relación telefónica. Que nos encontramos, que no nos encontramos. Un día lo llamo y le digo que actúo en tal lugar a tal hora. Y él me dice que no puede venir, que recién llega de la facultad, que está cansado. Bueno, qué se le va a hacer. Entonces yo estoy cantando y a las doce en punto de la noche –era un 12 de octubre– aparece. Pero no se da a conocer. Claro que yo lo vi y lo presentí. Después me mandó un mensaje por el mozo. Desde ese día no nos separamos. El todavía lleva la tarjetita toda ajada en la billetera.
A Victoria Morán no le gusta repetirse y siempre tiene como en barbecho dos carpetas con temas donde priman los de Agustín Magaldi e Ignacio Corsini.
–Yo misma me canso de mis tangos y entonces me los censuro. Hasta que un día las descubro de nuevo. No podría ser actriz porque no podría repetir el libreto. Yo canté “Tu pálida voz” mucho tiempo, hasta que un día lo canté y sentí que lo estaba cantando por primera vez. Me cayó la ficha y me emocioné al punto de que se sintió entre el público porque se me quebró la voz... Ese día entendí. Con otros temas me pasa que no me cayó la ficha todavía o bien pasa que la emoción no puede renovarse tanto tiempo. Es algo que sólo puede suceder durante un segundo, un minuto, un tiempo brevísimo.
–¿A qué llama que caiga la ficha?
–A que calce con la emoción que se está transmitiendo. Porque a veces uno transmite una emoción que es evocada. A mí no me pasó que se muera mi mamá pero anoche, cuando escuchaba “Bonjour mamá”, me emocioné hasta las lágrimas. Entonces lo que uno hace es evocar qué pasaría si sucediera. El día –Dios no lo quiera– que llegue a pasar, ese tema va a ser un puñal. A los 18 años cantaba “En carne propia” o “Nada más”, tangos de mucho rencor. Y yo me sentía, por una situación que estaba atravesando, que era la protagonista. “Por treinta dineros vendiste al amor”, cantaba, y me imaginaba al desgraciado sentado delante. Es que si uno canta algo que no ha vivido tiene que evocar una sensación que es un resabio. Porque las heridas con el tiempo se curan. Entonces hay que buscar un repertorio que se vaya adecuando a la persona que uno es. Alguien dijo que lo ideal es que cuando te vean en un escenario sientan que estás cantando por los poetas, hasta que se lleguen a olvidar de tu propio nombre.