VISTO Y LEíDO
› Por Veronica Gago
Autobiografía de mi madre
Jamaica Kincaid
Capital Intelectual
Autobiografía de mi madre es un título perfecto por la perplejidad inicial que despierta y por cómo, poco a poco, se revela como una ofrenda enteramente amorosa de una hija a su madre. Pero también porque exhibe la forma tortuosa que toma la distancia imposible entre dos vidas que quedan atadas para siempre desde la ausencia. El título de esta novela de la antillana Jamaica Kincaid desgarra así la veracidad de una autobiografía que se propone ser estrictamente impropia. No es la de quien escribe sino la de su madre. ¿Cómo es posible seguir llamándola autobiografía? Como gesto que decide radicalizar una idea: que la biografía de una madre sólo puede ser escrita por una hija en primera persona.
Xuela, la protagonista, pierde a su madre en el momento que ella gana la vida. Muere en el parto y ella no tendrá ninguna imagen de su madre que provenga de sus propios recuerdos. La conoce por relatos de otros, por suposiciones que hace del silencio de su padre (ausente de otra forma, estrictamente no amorosa) y por la manera en que la figura materna se le aparece en los sueños (siempre vestida de blanco, bajando una escalera, en una fulguración que sin embargo no llega al rostro). Esta ausencia inicial le produce a la narradora una experiencia de la soledad y el abandono que no podrá sacarse nunca de encima (y que estremece todo el relato) y, al mismo tiempo, la fortalece en la necesidad urgente de poseerse a sí misma como única salvación. Al límite entre la historia de la propia Kincaid y el relato de novela, esta autobiografía se lee, en una capa más de su tensión, como verdad-ficción.
Kincaid, nacida en la isla de Antigua que estuvo bajo dominio británico hasta 1967, explora y explota la dualidad del enfrentamiento racial y colonial en cada uno de los personajes, partiendo de la dimensión que va tomando el hecho de que su madre era una mulata del pueblo vencido y su padre, un admirador de los vencedores, confiado en su piel blanca y pelo rojo. Ella físicamente no tiene nada de su padre. Las formas de su cuerpo, su color, sus olores son los del pueblo negro, al que reivindica y, al mismo tiempo, no quiere procrear. Porque, de la experiencia de la orfandad, se desquita anulando su posibilidad de ser madre, con un aborto doloroso, decidido y definitivo. Lo hace como gesto que intenta poner fin a la ausencia de su madre, pero también a la posibilidad de ir más allá de esa ausencia a través de su deseo de criar. Sin embargo, lo que se quita del vientre es la inexorable repetición de una relación con un hombre blanco, porque quiere anular también un sometimiento de siglos.
La sensualidad que la protagonista conquista para sí misma hace que ella sea finalmente la que gobierna el territorio gozoso de su cuerpo al punto de que logra autonomizarse de sus eventuales acompañantes: los amigos blancos de su padre blanco a quienes es entregada en diversas funciones “laborales”. Su autobiografía consiste en hacerse una vida completamente otra, entre el estricto control sobre sus decisiones y el placer de saberse la única rectora de sus placeres. En esa maraña se posee y se expropia al mismo tiempo. Y confiesa: “Este relato de mi vida ha sido el relato de la vida de mi madre en la misma medida en que lo ha sido de la mía, y aun así, una vez más, es el relato de la vida de los hijos que no tuve, así como es también su relato acerca de mí. En mí está la voz que nunca oí, el rostro que nunca vi, el ser del que vine. En mí están las voces que habrían debido salir de mí, los rostros que nunca permití que se formaran, los ojos que nunca permití que me vieran. Este relato es un relato de la persona a la que nunca se le permitió ser y un relato de la persona en la nunca me permití a mí misma convertirme”.
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