Viernes, 18 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Juana Menna
Cuarenta y cinco mujeres reunidas alrededor de una mesa de té en el hotel cinco estrellas Caesar Park, en Recoleta. Tienen entre 40 y 70 años. Todas están vestidas de blanco y negro, porque así lo indica la invitación. Es que la anfitriona propone un juego nuevo cada año, como si fuera una prenda: vestirse con un tocado de flores, traer turbantes amarillos, esconder en la cartera una foto de la Presidenta, aunque eso fue en la época en que la que- rían, antes del conflicto con el campo. “Parecemos las viudas de Michael Jackson”, le susurra Bibi a su hija Ana mientras atraviesan la cafetería del hotel.
El maître se apura a abrirles una puerta lateral que desemboca en un salón llamado “La Guarda”. Allí, las invitadas se acomodan en sillas tapizadas de brocato. Mozos y mozas les ofrecen agua, soda, jugo de naranjas, té o café, solos, con leche caliente o fría, azúcar, edulcorante. La mesa tiene un ramo de orquídeas blancas en el centro. Alrededor, pitos, matracas y confetti de colores metido en bolsitas de plástico con tarjetas que dicen “Feliz cumple Cristina”.
“¡Aquí llegué!”, anuncia la agasajada cuando todas ocuparon su lugar. Una amiga, Susana, aprieta “play” en un centro musical. Comienza a sonar “Manuelita vivía en Pehuajó...” Cristina está disfrazada con un caparazón de pana y un bolso con la inscripción “París” en letras doradas. Lleva también el armazón de unos anteojos sin vidrios, nimbados de lucecitas que se prenden y se apagan. “Chicas, recién llego de viaje porque soy andariega como la tortuga Manuelita. Muchas gracias a todas por venir”, proclama. Después confiesa entre rubores que cumple 66. Se ajusta una capelina de raso que lleva sobre el brushing platinado y comienza a repartir chocolates suizos que saca de la bolsa parisina.
Es una leonina nacida el 19 de agosto. Pero su tour anual por Europa la encontró en la punta de los Alpes, así que el festejo local se atrasó. La celebración de su cumpleaños es una tradición para estas mujeres desde los ’90. Ni siquiera se suspendió en 2005, cuando el marido de Cristina murió. El es el único varón invitado a la fiesta. Sonríe desde un retrato puesto sobre la mesa dulce. “Antes, todas venían con los maridos. Pero ahora no queda casi ninguno”, cuenta Bibi a su hija, que va por primera vez.
“Cuando las mujeres quedan viudas se sacan un pasaje para Europa. Cuando los hombres quedan viudos, van a una agencia matrimonial”, filosofa Charito mientras llena su plato de selva negra y jarabe de frambuesa. Solange, la hija de Cristina, le pregunta si tanto dulce no le afecta los riñones. Charito responde que más le afecta no darse los gustos a esta altura del partido. “Además, mirá: estoy armonizada”, dice, exhibiendo un anillo que en la punta tiene una piedra azul. Es que hace unos meses fue a Londres y visitó el mercado de Camden Town. Ahí compró un anillo de cristal líquido que cambia de colores según el estado de ánimo de la usuaria.
Cristina desaparece de escena un rato y vuelve envuelta en pieles. Mozos y mozas descorchan champagne. Las chicas cantan “Feliz, feliz en tu día, amiguita que Dios te bendiga”, mientras se arrojan confetti y agitan las matracas. “Gracias, merci, thank you, las quiero”, saluda la agasajada. Sopla una única vela, simbólica. Es que, aclara, se trata del cumpleaños de una señora, no de una celebración de niñitas que mueren por apagar muchas velas de un tirón sólo para que se cumplan todos sus deseos.
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