PERSONAJES
La pluma y la palabra
Lucía Puenzo heredó de su padre, Luis, la pasión por construir mundos paralelos que habitan sólo en las pantallas. Parte de un clan de cuatro hermanos también dedicados al cine, Lucía es la dueña de la palabra. Ella es quien las enhebra, una detrás de otra, compulsivamente, escribiendo tantos guiones que apenas los puede contar.
Por Rosario Blefari
Hay una joven mujer que escribe día y noche, sin exagerar: cuentos, televisión, guiones de cine y siempre ansía el momento de poder escribir más. El tiempo para ella es tiempo-pluma o tiempo-tecla. Es que el tiempo es letra. Y también el cine es letra. Lucía Puenzo, cuando repasa y cuenta todo lo que hizo y hace, sorprende aún más. Trabajadora incansable y entusiasta. Con tendencias emparentadas, pero distintas, con su familia encontró, siguiendo sus propios impulsos, vías de acceso a la misma pasión. Y entonces todos van por caminos que siempre vuelven a encontrarse.
La casa de Martín Coronado. “Nací en 1976, en la misma casa en la que viví hasta hace dos años. Aquella fue una verdadera casa club, una casona de puertas abiertas. Somos cuatro hermanos y siempre había amigos y novios con cama adentro. Todos se quedaban a comer, no recuerdo muchas cenas de menos de diez personas. Por eso empecé a escribir mucho más desde que vivo sola, porque era tan divertido todo lo que pasaba ahí adentro que no daban ganas de encerrarse sola en un cuarto a escribir. En ese lugar se filmó La Historia Oficial. Me acuerdo de la reunión en la que mi papá nos juntó a todos y nos dijo que si estábamos de acuerdo se iba a filmar en la casa. Yo estaba en segundo grado. Ibamos a tener que estar dispuestos a dormir en bolsas de dormir mientras se ocuparan las habitaciones. Todos aceptamos felices. Me acuerdo que no veía la hora de salir de la escuela para volver a casa y a la filmación. El trato no podía ser mejor: si prestaba mi cuarto para que fuera el de la nena me podía quedar con todos los juguetes. Al final, además de la casa, terminamos apareciendo todos en la película. En todas las escenas hay caras conocidas, gran parte de la familia y casi todos los amigos de mis viejos aparecen en La Historia. Después de La Historia Oficial seguimos estando siempre en medio de todos los rodajes de mi viejo. La familia viajaba de un lado a otro, siguiéndolo, como gitanos.
De leer y escribir. Un maestro de quinto grado, mi primer amor, fue el responsable de introducirme a la literatura fantástica. Leí a esa edad El señor de los anillos. En casa siempre me decían “podés leer, pero con la condición de que después vayas a jugar”. En Letras eso por suerte se legitima: leer es estudiar. Sólo que hay poco espacio para la experimentación y para la escritura. Ya sobre el final de la carrera yo trabajaba mucho en cine y en televisión y había empezado a escribir otras cosas. No di el último final de la carrera. De repente perdió el sentido sentarme a prepararlo y encarar todos los trámites agotadores de la UBA, cada vez que empezaba terminaba convenciéndome que era mejor aprovechar ese tiempo escribiendo. No hay nada que me produzca mayor satisfacción que un cuento cuando lo termino. Es un espacio de completa intimidad y libertad, sin límites impuestos por productores y directores, y no importa cuál sea el resultado, siempre me deja más feliz que cualquier otra cosa.
El trabajo. Trabajo desde que terminé el colegio. A los diecisiete fui meritoria de producción en El hombre que capturó a Eichmann. Estaba en el último escalón de la cadena, con dos responsabilidades por las que hubiera dado la vida: alimentar al equipo (sobre todo a los eléctricos), y llevar las latas del material filmado a CineColor al final de cada jornada.
Televisión. Hace un año atrás un productor de Telefé nos juntó a Sergio Bizzio, Liliana Esclair, Alejandro Quesada, Mariana Prommel y a mí para escribir una tira para el canal. Preparamos tres proyectos, pero antes de que ninguno de ellos saliera al aire nos metieron en tiras que ya estaban en el aire y necesitaban un nuevo impulso o más ideas. Al mismo tiempo escribía artículos para un par de revistas y para “Tiempo final”. Entonces apareció la propuesta de los hermanos Borensztein, que nos llamaron –a mí y a Bizzio– para armar un equipo y escribir “Malandras” (22 hs, Canal 9). Era un buen proyecto, con un elenco de lujo lleno de actores que por primera vez se animaban con una tira (Lito Cruz, Rita Cortese, Damián De Santo, Cedrón, Mazzarello, entre otros). Al proyecto se sumaron Liliana Esclair y Leonel D’Agostino. El ritmo de una tira es como correr una maratón que no se termina nunca: escribimos una escaleta por día, sin contar los libros que hay que escribir cuando vuelvo de la productora. No hay tiempo ni para enfermarse, la escaleta se hace aunque sea en la cama. Hay noches que termino soñando con los personajes. Pero más allá del cansancio, o a pesar del cansancio, nos divertimos. Y lo que te da la tira es la inmediatez de escribir una escena y poder verla en el aire una semana después. En cine, los guiones que escribí hace dos años recién hoy estoy viéndolos.
Tres socios. Uno es Leonel D’Agostino, con quien escribo desde que terminé el CERC. En “Malandras” ya podemos escribir juntos hasta una misma escena, a medias. Con él hicimos el próximo largo de Rodrigo Furth, el director de Tocá para mí, que ganó un premio en el último festival de Brooklyn. Es probablemente el mejor premio que un director podría ganar, porque te dan todo lo necesario (equipos, material virgen y posproducción) para filmar una película. Furth nos llamó para escribir Hacer agua, una comedia de humor negro que empieza a filmarse en marzo en Nueva York. Con Leo estamos empezando a escribir el próximo largo de mi papá y la ópera prima que van a codirigir mis hermanos. Mi otro socio es mi viejo. Lo primero que escribimos juntos fue la historia de Severino Di Giovanni, un anarquista de los años treinta que fue fusilado por Uriburu. El año pasado escribimos juntos La puta y la ballena que se está filmando ahora. En la película se entrelazan una historia en la década del ‘30, en un burdel perdido en Puerto Pirámides, con la crisis de una escritora española que viaja hasta el fin del mundo siguiendo una historia que termina siendo la suya. El guión lo escribimos con la española Angeles Gonzáles Sinde: ella la historia del presente, yo la del pasado y mi papá supervisando ambas. Hicimos doce reescrituras antes de llegar a una versión final. Eso describe a mi papá: analiza palabra por palabra.
Sergio Bizzio es lo opuesto: necesita la velocidad para escribir. Juntos escribimos el guión de su próxima película No fumar es un vicio como cualquier otro, que narra tres historias entrelazadas a lo largo de cinco días: la del matrimonio de Minie y Roni (dos grandes adictos al cigarrillo que alteran sus vidas a partir del momento en que se proponen dejar de fumar); la de Renata y Jorge (una ex modelo top dedicada a la pintura y un asesino serial que acaba de enviudar) y la de Lala y Senku (una prostituta de 23 años que pierde la memoria y un punk millonario que entabla con ella una relación idílica).
Los Invisibles. Hace un año conocimos a Ismael y Esteban, dos chicos que vivían en la calle y que son los protagonistas de un cortometraje que filmó mi hermano. Nos dimos cuenta que su historia era mucho más interesante que la que habíamos inventado en el corto y les propusimos escribir juntos un largometraje. Durante medio año nos juntamos en un bar y de esos encuentros nació Los Invisibles. El año pasado ganamos un premio para viajar al Festival de Cine de Mannheim, para participar de un mercado de películas. Partimos hacia Alemania con la misión de conseguir un par de inversores para poder filmar. Y casi lo conseguimos, pero todo se congeló con la debacle de diciembre. En su último llamado, un productor inglés nos preguntó si todavía existían bancos en la Argentina. Hace un mes ganamos un concurso del Incaa para producir un ciclo de 13 películas para televisión sobre la crisis argentina. El premio nos permitió volver a pensar Los Invisibles, reunir de nuevo a los actores (todos chicos de menos de 15 años que viven en la calle y sueñan con ser actores) y empezar la preproducción. Planeamos estar filmando a mitad de año.
En nuestro primer encuentro, Ismael nos dijo que no le importaba que la gente no le diera una moneda sino que no lo miraran a los ojos cuando le decían que no. Esteban se ganaba la vida abriendo y cerrando puertas y ayudando con la limpieza en el Teatro Cervantes a cambio de poder entrar gratis a las funciones. Quería ser actor. En nuestros encuentros fuimos inventando la trama de Los Invisibles, mezclando la ficción con la realidad, desde el punto de vista de un protagonista de apenas seis años, Ajo, que se ve a forzado a elegir entre el sueño de Ismael de dejar de ser invisible y “rescatarse” aprendiendo a manejar títeres gigantes hechos de basura, o de seguir el camino de su hermano, un ladrón que vive robando chiquitaje en un barrio rico, amparado por un guardia de seguridad que los mete en la casa cuando sus dueños no están.
Bahamas. Cada semana algún amigo se va de la Argentina, buscando empezar su vida en otra parte. Inventamos Bahamas con Sergio Bizzio, una tarde en que uno más se fue y nos preguntábamos qué iba a pasar si todos se iban. Y empezamos a escribir una historia de gente que se va, escapando de algo y persiguiendo un sueño, aunque no sepan cuál es. No queríamos sacarlos del país, así que se van de Buenos Aires hacia el interior del país. Salen a la ruta como fugitivos, escapando de algo y en busca de algo. Todos terminan, por diferentes razones, varados en Bahamas, un motel perdido en el medio de una ruta desierta. Y van a aprender muy rápido que el paraíso puede estar más cerca de lo que se cree. Bahamas empieza a convertirse en una pequeña comunidad de marginados, todos expulsados de la sociedad por algún motivo.
Escribimos el libro, el primero de una miniserie de 13 capítulos, y en diciembre del año pasado se hizo el piloto en una estación de servicio y un motel de Chacharramendi, en la provincia de La Pampa. Lo dirigen mis hermanos Nico y Pepe. Fue increíble la noche que llegué a la filmación. Le pregunté al chofer del micro si estábamos cerca, le dije que iba a un lugar saliendo del pueblo con un letrero luminoso que decía “Bahamas”, me contestó que eso no existía, que no existía ningún “Bahamas” y discutimos hasta que de pronto apareció en la oscuridad el cartel tal cual como había visto en los bocetos, montado sobre el techo del bufet de una estación de servicio cerrada. Todo lo que habíamos inventado estaba ahí, y más. A medida que iban pasando los días todo se volvía una rara mezcla de realidad y ficción. Estábamos todos viviendo ahí, como los personajes, en ese sitio en medio de La Pampa. Los que iban llegando tenían diferentes actitudes arrastradas de la ciudad y enseguida empezaban a entrar en sintonía con lo que sucedía, que era más que nada un estado. El resultado acabamos de verlo hace dos días, y supera todas nuestras expectativas. Ojalá todos puedan verlo dentro de poco, si se cierran las tratativas en las que estamos con un canal de aire.