Tenía 51 años, era viuda, tenía dos hijos. Su voz, su memoria, su coraje fueron fundamentales en el largo camino que todavía recorre la Justicia para alcanzar a los responsables del genocidio perpetrado durante la última dictadura militar en Argentina. En su cuerpo llevaba las marcas de la tortura, la violación y un aborto producto de esa otra forma de tortura sistemática. Nueve puñaladas terminaron con su vida hace apenas diez días, en un hecho que mientras no esté esclarecido completamente guarda la sospecha de estar destinado no sólo a callarla, sino también a amedrentar al resto de los hombres y las mujeres que siguen dando testimonio en cientos de causas todavía abiertas. Como si quisiera ponerse a girar otra vez la correa de transmisión del terror con que los genocidas quisieron asegurar su propia impunidad. Pero el miedo, dicen quienes sobrevivieron y lo prueban sus testimonios, no alcanza a paralizar la búsqueda de justicia, la necesidad de seguir haciendo hablar a la memoria. Aunque duela, aunque arda.
› Por Sonia Tessa
Durante más de 30 años, Silvia Suppo y su compañero Jorge “Corcho” Destefani lucharon por memoria y justicia en Rafaela, la conservadora ciudad de 100 mil habitantes llamada la Perla del Oeste Santafesino, donde florece la economía y permanece el espíritu de la inmigración piamontesa. Eran compañeros de militancia cuando fueron secuestrados, el 24 de mayo de 1977, y derivados juntos a centros clandestinos de detención de la capital provincial. Decidieron volver a su ciudad, contra viento y marea, cuando fueron liberados, ella después de un año y medio, él tras cinco años de cautiverio. Armaron una pareja, tuvieron dos hijos, llevaron adelante la talabartería Siempre Cuero, en el centro de la ciudad, construyeron una casa luminosa y nunca jamás dejaron de lado la militancia. Todos los 24 de marzo organizaron actos conmemorativos, invitaron a Estela de Carlotto, impulsaron los juicios contra represores. En octubre del año pasado, Silvia dio un testimonio clave en la causa Brusa, y recordó a su compañero, que había fallecido pocos meses antes por una enfermedad. El lunes 29 de marzo, a media mañana, Silvia atendía su negocio. Ilusionada porque en pocos días viajaba a París a visitar a su hermano. Entre las 9 y las 10, le asestaron 9 puñaladas. La dejaron detrás del mostrador, y fue encontrada un rato después, por una clienta ocasional. Murió cerca del mediodía, en el Hospital Jaime Ferré. “Sostenemos la hipótesis del asesinato político hasta que se nos demuestre lo contrario con una investigación convincente”, afirma Marina, su hija, después de la marcha que convocó a la enormidad de 1200 personas –en Rafaela–, para pedir el “total esclarecimiento”. Aunque el fiscal Rodolfo Zehnder y el juez Alejandro Mognaschi trabajen sobre la hipótesis principal de homicidio en ocasión de robo, el ensañamiento del crimen deja más dudas que certezas.
Y pone en carne viva heridas muy actuales para los testigos-sobrevivientes. “Esto provoca un profundo dolor, un dolor que siento por primera vez de esta manera. Por la historia compartida. Y no sé cómo vamos a sanarlo. Porque nosotras le encontramos la vuelta al juicio, a lograr sentencia, pero esto es un dolor al que no le encuentro palabras”, expresa entre lágrimas Stella Vallejos, compañera de cautiverio de Silvia en la Guardia de Infantería Reforzada de Santa Fe. Las unía esa relación profunda que quedó como marca de vida entre prisioneras políticas que la pasaron juntas. Se visitaban cada tanto, compartían las instancias del juicio a Brusa, festejaron juntas la sentencia. En esa causa fueron condenados, el 21 de diciembre pasado, el ex juez Víctor Brusa, Juan Calixto Perizotti, María Eva Aebi, Mario Facino, Héctor Colombini y Eduardo “Curro” Ramos a penas de entre 19 y 23 años de prisión.
Mientras no esté esclarecido, lo ocurrido con Silvia actualiza el horror de la desaparición de Jorge Julio López. “En la Argentina, dar testimonio en los juicios sigue siendo exponer la vida”, consideró la historiadora Andrea Andújar. Así lo viven las personas que están próximas a dar testimonio, aunque no las amedrenta. “Creo que todos somos conscientes de dónde estamos declarando y sobre qué estamos declarando. Pero es el acompañamiento de la sociedad lo que más nos protege y que se entienda que no se trata de casos cerrados, que falta mucho para investigar, con poderes económicos que los sustentan, como ocurre en el caso de los supuestos hijos de Ernestina Herrera de Noble”, considera Liliana Gómez, testigo de la megacausa Feced, que está por iniciarse en Rosario. Por su parte, Adriana Calvo, de la Asociación de Ex Detenidos y Desaparecidos, subraya que los testigos sobrevivientes han roto el mandato de ser correa de transmisión del terror. “Nosotros pudimos dar testimonio para luchar por justicia”, afirmó. Las palabras de los sobrevivientes no sólo traen al presente a los desaparecidos, cuyo lugar de aparición es la memoria, sino que también urden la trama para construir un futuro con justicia.
El testimonio de Silvia fue importante, porque había podido verles la cara a los represores cuando la llevaron a reponerse de un aborto en el Centro Clandestino de Detención La Casita. Silvia se refirió específicamente a la violencia sexual como otra forma de tortura. Le llevó años ponerle nombre pero, cuando lo hizo, no dudó. Recordó que se dio cuenta de su embarazo cuando ya la habían trasladado desde el CCD de la Comisaría 4ª al GIR. Perizotti –responsable de su lugar de detención– le dijo que debían “reparar el error”. Ella tenía 18 años. En una entrevista para LasI12, el año pasado, Silvia recordó su indignación ante las palabras de Perizotti. “Como si hubiera sido un error. Me quedé helada cuando me dijo eso. No fue ningún error, tres personas no te violan por error. El lo decía como si hubiera sido obra de algún estúpido, como si no lo hubieran utilizado como método”, dijo Silvia. Su testimonio –como el de las otras testigos– no sólo tuvo el valor de acusar a los represores, sino que también puso las cosas en su lugar: las violaciones fueron otra forma, específica, de tortura. No le resultó fácil decirlo.
Por eso, el acto del último 24 de marzo en Santa Fe fue distinto. Leyeron la sentencia. En otra ocasión, los y las querellantes le entregaron una copia al gobernador Hermes Binner y a la vicegobernadora Griselda Tessio. Ella –que fue fiscal en causas por los derechos humanos– fue la única funcionaria provincial que salió a hablar de la posibilidad de “sicarios”. Es decir, de un crimen por encargo.
En la misma semana del asesinato, dos jóvenes fueron detenidos como sospechosos. Rodrigo Sosa, un muchacho de 19 años que se ganaba la vida lavando autos, conocido como Sosita, y su primo Rodolfo Cóceres, de 22. A Sosita, Silvia lo conocía porque de vez en cuando el chico le lavaba el auto. Los sospechosos aseguraron que habían entrado a robar y se adjudicaron el crimen, que negaron haber cometido por encargo. Las pocas cosas que habían robado, y el presunto celular de la víctima, estaban en casa de unos familiares de Cóceres. Pero una nota publicada el domingo pasado en Página/12 por Juan Carlos Tizziani detalla algunas contradicciones: los jóvenes dijeron que la habían asesinado en la parte de adelante del comercio, y luego la arrastraron hasta detrás del mostrador, pero no hay ni una gota de sangre en todo el trayecto. También los sospechosos dijeron que Silvia se había resistido el robo, y por eso la mataron. Pero la perito de parte Dolores Perassolo no vio heridas defensivas y cortantes en las manos ni los brazos. Desde el primer día, los hijos de Silvia consideraron imposible que su madre se resistiera a un robo.
Otro punto es la contaminación de la escena del crimen. La abogada de Hijos de Santa Fe, Lucila Puyol –que junto a su colega Guillermo Munne representa a los hijos de Silvia–, afirmó: “Desde el primer momento cuestionamos cómo se contaminó la escena del crimen. Cuando la policía llegó al lugar, comenzó a tomar huellas, y había mucha gente adentro del comercio. A tal punto que, cuando entraron los hijos, ellos tuvieron que echar a los curiosos. No había ni siquiera un vallado, y eso es significativo, porque esas horas son fundamentales”. La profesional también criticó que la fiscal subrogante de ese momento, Cristina Fortunato, no fuera convocada por la policía para las primeras medidas. “Ese mismo día, cuando fuimos a hablar con la fiscal, ella ni siquiera había sido notificada, le avisaron después de que la inspección había concluido”, rememoró Puyol.
Después de reunirse con el fiscal, la abogada consideró que “el ensañamiento y la alevosía nos impiden plantear un homicidio en ocasión de robo, puede ser por encargo, o por lo menos calificado por la alevosía”. Y señaló que “la policía está intentando cerrar rápidamente la causa. Pero, como dicen los hijos de Silvia, deberá haber un proceso que demuestre realmente cómo ocurrieron los hechos, porque ella, en calidad de testigo de crímenes de lesa humanidad, puede haber sido víctima de un atentado como hubo tantos otros”.
La propia Puyol sufrió, el año pasado, el robo de su estudio jurídico, del que –justamente– faltaron los discos rígidos de las computadoras. La investigación policial cerró rápidamente como un robo común. Por eso Hijos seccional Santa Fe alertó el mismo día del crimen que no se podía circunscribir la investigación. En ese sentido, Munné reclamó al Estado que, “si como dicen las autoridades policiales, judiciales y del Ejecutivo, no se descarta la hipótesis del ataque a Silvia como testigo de crímenes de lesa humanidad, esa hipótesis debe ser trabajaba con un esquema investigativo de más amplio alcance que la del delito común. Es lo mejor para la tranquilidad de los testigos, que una situación así no se minimice, porque la vulnerabilidad se hace más grande si ante una situación de semejante gravedad no se profundiza realmente la investigación”.
En esa línea, Puyol consideró imprescindible que el Estado no cristalice la impunidad, algo que ocurre “si no se investigan los hechos ocurridos, o terminan en nada, sin responsables, sin saber quiénes los sostienen, porque acá hay recursos económicos y humanos. Se necesitan recursos materiales y gente, no los hacen los represores que tienen entre 70 y 80 años”. La teoría del sicario tiene que ver “con las dudas acerca de si podría haber sido un crimen por encargo, por la calidad de testigo de Silvia. Pero en la causa todavía no hay elementos en ningún sentido. Está en las preliminares”.
Lo cierto es que Silvia era denunciante en una causa que investiga el Juzgado Federal número 1 de Santa Fe, por la desaparición de Reinaldo Hattemer, que fue secuestrado el 25 de enero de 1977 en una iglesia de Rafaela, a la que había concurrido para presenciar el casamiento de uno de sus hermanos. Silvia reconoció a cuatro personas de su ciudad, y volvió a reconocerlos cuatro meses después, cuando la secuestraron a ella, a su hermano, Hugo Suppo, y a Destefani. De los cuatro acusados como secuestradores, dos fallecieron. Y otros dos viven en Rafaela. Uno de ellos está jubilado, y el otro trabaja en la seguridad privada de una empresa. “Hasta ahora las dos causas no están relacionadas. Una cosa es la que está en el Juzgado Federal, que continúa abierta. En esa causa, Silvia y su esposo fueron denunciantes. Por otro lado, está la causa por el asesinato de Silvia, en un Juzgado de Instrucción provincial, con Sosa y Cóceres como imputados”, afirmó Puyol.
Como muchos testigos en causas por crímenes de lesa humanidad, Silvia sufrió amenazas e intimidaciones. Hace un año y medio, cuando concurrió a declarar en la etapa de instrucción de la causa Brusa, la intimidaron, con personas que se paraban amenazantes en la puerta de su negocio.
Con la causa por el asesinato de Silvia Suppo en estado preliminar, es imposible tener certezas. Sí que la víctima de un brutal asesinato fue una importante testigo contra represores en causas por crímenes de lesa humanidad. Y que en Rafaela ese tipo de asesinatos en ocasión de robo son del todo inusuales. La duda, el temor, el dolor que provoca su muerte tiene un efecto expansivo, así como el reclamo de justicia.
“El simple hecho de que nos surja la duda significa que las cosas no están claras y que sentimos que no hay una protección. Significa estar expuestos. Justamente, la protección es eso, que la sociedad tome conciencia de que estamos expuestos, que estamos juzgando genocidios, que algunos de los responsables no están procesados, que otros están prófugos, que no hay un control desde los organismos del Estado sobre qué visitas reciben y qué contactos tienen los que sí están presos. Y hay muchos con prisión domiciliaria”, planteó Liliana Gómez, quien cuestionó fuertemente la respuesta del Programa de Protección de Testigos de la provincia, a cargo de Oscar Blando. “Lo primero que salieron a decir fue que Silvia no estaba en el programa. Eso nos resulta extorsivo. Quiere decir que sólo cuidan a los testigos que están en el programa. Fue una respuesta que a mí me molestó muchísimo. No es una respuesta política para dar”, apuntó la testigo de la causa Feced. Para ella, las dudas que genera el asesinato de Silvia, así como la certezas de la desaparición de Jorge Julio López, “significan que el tema todavía está vivo”.
Testigo de la misma causa que Silvia, y con gran cercanía afectiva hacia ella, Stella Vallejos no deja de pensar en el valor del testimonio. “Queremos ser cuidadosas, porque este tipo de hechos tienen el objetivo de amedrentar, y no queremos replicarlo”, afirma Vallejos. ¿Qué significa dar testimonio? “Es una experiencia dolorosa, es exponer todo lo que nos pasó, pero es liberadora, te libera porque contribuís a la reconstrucción histórica, hacés una contribución a terminar con la impunidad, y eso no tiene precio. Lamentablemente tenemos un testigo desaparecido y una muerte que necesitamos esclarecer. Yo voy a seguir dando testimonio porque fui querellante en una causa pero voy a ser testigo en otras”, afirma.
Por su parte, Adriana Calvo, de la Asociación de Ex Detenidos y Desaparecidos, admitió que crímenes como el de Silvia “por supuesto que generan temor, como lo generó el secuestro de Julio López, y en ese caso incluso no había ninguna duda sobre el motivo. En este puede quedarle a alguien alguna duda. Nosotros pensamos que, hasta que se demuestre lo contrario, esto tiene objetivos políticos, de amedrentar, de amenazar brutalmente a los testigos”. La sobreviviente afirmó que “generar temor es uno de los fines que buscan. Los que hace mucho que estamos en esto sabemos que no está mal tener miedo, lo que hay que lograr es que no te paralice”.
Entre los mandatos que los genocidios dejaron en la sociedad, uno de ellos fue que los sobrevivientes actúen como cadena de transmisión del terror. “Ese fue el objetivo de que hubiera sobrevivientes. Pero desde la Asociación nosotros decimos que logramos vencer ese mandato. Porque logramos hacer testimonio sin transmitir el horror sino la lucha de los compañeros, quiénes eran, por qué los llevaron, la resistencia posible en los campos de concentración, la exigencia de justicia. Nosotros logramos vencer ese mandato porque seguimos luchando, y el terror no logró su objetivo, que es paralizar”, afirmó la testigo en la causa ESMA. Para muchos –como lo fue para Silvia– luchar por la justicia fue un motivo de vida. “La parte central de nuestra militancia fue dedicada a eso. Nos parece que en ese sentido hemos roto el mandato de los genocidas.”
¿Silvia tenía miedo? Marina, su hija, de 24 años, no duda ni un instante. “Nunca tuvo miedo. Al contrario, luchaba. El miedo mayor de ella era la injusticia y la impunidad, esos eran sus fantasmas.” Por eso, rememora, cuando declaró en la causa Brusa “se sacó un gran peso de encima”. Y se cuela el recuerdo de su madre cuidando de ella y su hermano Andrés. “Nosotros sabíamos algo, pero ella fue esperando nuestros procesos intelectuales y psicológicos, para que pudiéramos asumir lo que tuvo que vivir nuestra madre. Ella nos protegió de estas cuestiones violentas y morbosas que no formaban parte del legado que querían dejarnos”, apunta Marina.
Convocada a hablar de la persona que fue Silvia Suppo, que a los 18 años estudiaba enfermería y era militante de la Juventud Peronista, Marina subraya “el compromiso” que mantuvo durante toda su vida, que llegó hasta los 51 años. Marina recuerda que su madre “fue una luchadora, una militante de toda su vida, en todos los planos que implica para una persona. Siempre tuvo coherencia, a pesar de toda la impunidad. Calculá que recién después de 30 años pudo mandar presas a las personas implicadas. Pero no pudieron romperla ideológicamente, no pudieron corromperla. Ese fue el gran triunfo de ella, de su generación, de los sobrevivientes de aquellos años”.
Marina quiere subrayar el legado político de su madre no sólo en los grandes gestos sino también en la vida cotidiana. “Desde cómo nos educó, desde el amor, pero también con esa coherencia, siempre buscando la justicia, la verdad, siempre yendo por el lado democrático, en el acto más mínimo, que supone hacer la comida, desde decisiones cotidianas y triviales, qué jugo comprar, qué información darnos, a qué escuela ir, fue muy coherente toda su vida”. Por eso, considera importante recordar a su madre por el “lado humano, que es político, porque tiene que ver con la ética”. Y recuerda que su mamá y su papá hicieron “una opción política. Podrían haberse perdido en el anonimato de una ciudad más grande, pero decidieron emprender su vida acá contra viento y marea. Fue muy difícil cargar con ese pasado, que ahora nos da orgullo pero en algún momento fue una carga. Ellos tuvieron mucho miedo de cómo eso nos podía afectar a mí y a Andrés. Eso lo valoro mucho, que en esta ciudad que aún es conservadora, pero lo era mucho más hace 30 años, ellos salieran a denunciar lo que les pasó”.
Para Marina, no es casual la reacción de la ciudad. “El acercamiento que tuvimos fue mayor de lo esperado, el grado de compromiso que han manifestado, tanto los poderes del Estado como las organizaciones no gubernamentales, el apoyo que recibimos, fue inesperado. Rafaela se mostró súper conmovida, se acercaron muchas personas que ni siquiera habían manifestado un interés político, se movilizaron muchísimo, y eso también lo tengo que reconocer”, subrayó Marina.
El crimen de Silvia Suppo movilizó a Rafaela. “De inmediato se formó un grupo de amigos y compañeros de Marina para hacer algo en relación a lo que había pasado. Nos estamos reuniendo con otras organizaciones de Rafaela y con personas en particular para continuar la lucha por el esclarecimiento del asesinato”, apuntó Dahiana Belfiori, del grupo de mujeres Enredaderas. Así llegaron a la marcha del Viernes Santo, cuando juntaron la enormidad de 1200 personas, en una ciudad de 100 mil, con altos índices de apatía.
Es que Silvia y Corcho no estuvieron tan acompañados como en las grandes ciudades en su lucha por los derechos humanos, aunque últimamente veían los frutos de su prédica. “Era una mujer muy entera que junto a su compañero llevaron la lucha en mucha soledad. Pero evidentemente la semilla está plantada, porque ahora somos muchos y muchas los que estamos preocupados y activando para que se esclarezca su crimen”, consideró Belfiori.
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