Margrit Schiller nació en 1948 y en pleno fervor juvenil, en 1968, estudiaba Psicología. En la década del setenta participó de una organización armada en Alemania (RAF) y estuvo presa –desde 1972 hasta 1979– en duras condiciones de aislamiento. Se asiló en Cuba y vivió en Uruguay. Decidió escribir un libro para contar su experiencia, sus dolores, errores y esperanzas.
› Por Luciana Peker
Tiene 62 años y vive en Berlín. Parece lejana, muy lejana, a la realidad argentina y, mucho más, al pasado vivo de la dictadura militar que heredó una economía neoliberal, treinta mil desaparecidos/as, torturados y torturadas, violadas en campos de detención, sustracción de menores, hijos e hijas y nietos y nietas sin madres, padres o abuelas, exiliados y presos/as políticos. Sin embargo, ella fue condenada por apoyar y pertenecer a una guerrilla: la Rote Armee Fraktion (RAF - Fracción del Ejército Rojo).
A diferencia de la ejecución del terrorismo de Estado en la Argentina, ella tuvo un proceso judicial. Pero, igual que muchas mujeres rioplatenses, Margrit Schiller fue una presa política en la década del setenta. Por eso, compartió su experiencia en un libro, Una dura batalla por los recuerdos, Mi experiencia en la lucha armada y la cárcel. Alemania (1971-1979), con epílogo de Osvaldo Bayer, que vino a presentar al país invitada por el Equipo de educación popular Pañuelos en Rebeldía y la Editorial América Libre.
En su libro cuenta: “Nací tres años después de la Segunda Guerra Mundial. Me levanté en el ‘68. Intenté juntarme con la guerrilla urbana y pasé, por eso, en los años setenta, casi siete años en la cárcel, en Alemania. En 1985 me fui a Cuba, recibí asilo político y nacieron mis hijos mellizos. En 1993 me mudé con mi familia cubana a Montevideo. Me integré a grupos de mujeres ex presas y escribí mi libro. Para poder garantizar nuestra sobrevivencia tuve que volver, en el 2003, a Alemania con mis hijos, que hoy tienen 21 años”.
En marzo de este año vino a la Argentina, donde se quedó fascinada por las librerías, se agitó por el impulso de la ciudad y visitó la cárcel de mujeres de Ezeiza. Allí se impactó, especialmente, con la historia de Karina Germano López, que está presa hace ocho años. “Me eriza la piel cada vez que pienso que en las ultimas instancias judiciales en contra de sus salidas transitorias estaban implicadas dos personas –fiscal y juez– responsables en la desaparición de su papá en 1976”, relata.
–¿Cómo fue su propia experiencia como presa política?
–Estuve casi siete años presa en diferentes cárceles en Alemania y en muy variadas condiciones: básicamente en diferentes formas de aislamiento. El aislamiento significa una lucha diaria contra la locura. La vida de una presa política, en las condiciones que sean, exige juntar toda la fuerza para que la cárcel no te quiebre. Y no siempre se puede: para mí hubo largos momentos de desesperación, de perder la orientación, y huelgas de hambre y hasta de sed.
–¿Su trato fue igual al de un hombre o hubo vejaciones especiales por ser mujer?
–La diferencia la hicieron los medios de prensa que insultaban a las mujeres. Nosotras aparecimos como locas, putas, enfermas mentales, lesbianas, ninfómanas, sin voluntad propia, dependientes de los hombres y violentas contra nuestra naturaleza.
–¿Qué coincidencias hay con otras mujeres de Uruguay o Argentina?
–Primeramente hay que decir que nosotras conocimos la tortura por aislamiento y no la tortura física, como en Uruguay y en Argentina. Mis compañeras ex presas uruguayas se espantaron cuando leyeron en mi libro cómo nos torturaron y dijeron: “Nunca hubiera aguantado eso” y para mí es al revés: me parece peor la tortura física. La conclusión es que no se puede comparar torturas ni hacer escalas entre mejor y peor. A pesar de las diferencias de las condiciones descubrimos enormes similitudes: nuestras formas de defendernos eran muy parecidas.
–¿Qué proceso se dio en Alemania después de la liberación?
–Ninguno. El año pasado y el anterior salieron un hombre y una mujer de la cárcel después de estar más de veintiséis años presos y los medios de comunicación armaron una gran campaña en contra de su liberación. En Alemania no hubo ningún cambio, no hay un antes y un después de una dictadura militar. Al revés: Europa se transforma en un gran castillo con muros altos para que no entren los que tienen hambre y ningún futuro.
–¿Por qué sintió la necesidad de plasmar su experiencia en un libro?
–Primeramente escribí porque tenía que liberarme de la experiencia de la cárcel y no tenía con quién hablar de eso. Y sentí la responsabilidad de dejar un testimonio sobre los años ‘60 y ‘70. Me frenaba la idea de que era una experiencia individual. Durante mi vida en Uruguay, y mis amistades con ex presas, me di cuenta de que mi experiencia era muy común, pero no se hablaba de eso.
–¿Cómo es su actual mirada sobre la lucha armada?
–Nosotros estábamos convencidos de la necesidad de la lucha armada. Esas ideas existían mundialmente: en Alemania, en Uruguay, en Argentina y también en Africa. Era una situación histórica. Pero nunca pensé que la única forma de lucha era la revolución armada. Hay muchas formas de luchar por una revolución y lamentablemente hay, también, muchas formas de impedirla. Estoy convencida de que el mundo de hoy es peor que el de los sesenta y que la humanidad necesita una revolución. Para lograrla hacen falta todos los esfuerzos posibles: crear medios de comunicación que no pertenezcan a los grandes monopolios, organizarse, ver dónde hay caminos y transitarlos. Estoy convencida de que nuestros hijos se van a levantar para hacer otro intento de parar eso.
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