Por estos días se están cumpliendo exactamente dos décadas de la muerte de una figurita difícil de la historia del arte: Gina Pane 1939-1990
› Por Dolores Curia
La ubicamos dentro del body art, movimiento –cuya corrosividad fue tan polémica como fugaz– que consiste en mostrar, pintar, retorcer, perforar, estrujar, decorar o mutilar el cuerpo en pos de una idea, lo que lo convierte en un subgénero del arte conceptual. Esta disciplina siguió los pasos de los happenings de John Cage, la cruel literatura de Antonin Artaud y Georges Bataille, las delirantes acciones del grupo Fluxus, por nombrar algunos maestros. Hoy su potencialidad subversiva es, por lo menos, dudosa, porque poco tienen que ver ya las acciones de los llamados artistas corporales con lo que hicieron sus precursores en el rubro. Entre estos últimos se encuentra esta ítalo-francesa de la que no muchos han oído hablar, una maestra en el arte de infligir(se) dolor, por ejemplo, cortándose cara, espalda y extremidades con una hojita de afeitar.
Corría la década del ’70, en pleno París. En el aire, se respiraba todavía la sensación que la revuelta del ’68 había dejado entre barricada, huelga general y quema de corpiños. Pane debutó poniéndole el cuerpo (literalmente) a la protesta en contra de la guerra de Vietnam y al conflicto árabe-israelí, que en ese momento pululaban en boca de todos. La propuesta de Gina fue extrema: presentó Escalade non anesthésiée (Escalada no anestesiada), una coreografía fríamente calculada de gestos, posturas y gemidos de dolor en la que la performer subía una escalera llena de dientes afilados que le perforaban las plantas de los pies y palmas de las manos a medida que se esforzaba por ascender.
Ese fue sólo el inicio. En su corta vida –llegó sólo a los 51 años– no dejó títere con cabeza, siempre valiéndose del cuerpo propio como soporte expresivo. Luego de romper relaciones con la formación artística tradicional y el mundillo académico europeo, empezó a desmontar presupuestos, desarmar estereotipos y cuestionar los yacimientos mismos de la sociedad hecha y derecha. No se salvó nadie. Repartió golpes a troche y moche entre múltiples instituciones. Sus primeros trabajos –bastante suaves comparados con lo que vendría después– tenían un tono ecologista. Luego disparó contra la Iglesia y comenzó a emular los martirios de algunos santos y a exhibirse crucificada al estilo Madonna pero, a diferencia de la cantante yanqui, Pane no salió ilesa del acting. Más tarde, en la obra Autoportrait(s) practicó sobre sí misma distintas calamidades físicas: soportó el calor de las velas, realizó cortes en sus labios mientras balbuceaba distintas frases, se destrozó las cutículas en simultáneo a las diapositivas de una mujer que se pintaba las uñas, y, cómo si todo esto fuera poco, realizó gárgaras con leche –símbolo de la maternidad– para luego espetar una mezcla de ésta con su propia sangre. Tanto suplicio pretendía sacar a la luz la situación de vulnerabilidad que padece la mujer coartada desde diferentes frentes, sobre todo desde el discurso de la cosmética dogmática, resumido por el popular eslogan que reza “la belleza duele”.
En el ’74 hizo correr su sangre en vivo y en directo con la performance Psyche, en la que se hirió el vientre en forma de cruz, en parte para continuar con la parodia de la tradición judeocristiana. La carnicería tomó como punto central el ombligo (nexo entre la madre y el hijo) y, según sus declaraciones, la acción aludía a la práctica que muchas tribus africanas realizan a sus mujeres al momento de parir.
Nadie puede decir que no se haya comprometido en cuerpo y alma con sus obras. Nada de dobles de acción ni simulacros: apechugó sola frente a las calamidades que ella misma se provocaba. Lo de Pane no fue sólo violencia per se: la agresividad y la radicalidad de sus propuestas abrían paso también a un fuerte contenido simbólico, llevándolo a su máxima expresión. Fue pionera en conducir su cuerpo hacia los límites de lo física y psicológicamente posible, a modo de denuncia de los males que acarreaba el mundo, desde entonces. Lo cierto es que se las ingenió para producir un choque visual y emocional de alto voltaje con el espectador, sin anestesia. Cardíacos, abstenerse.
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