CRONICAS
Un grupo heterogéneo pero también interdisciplinario se embarcaba el 8 de marzo pasado en la “Expedición Paraná Ra’Angá”. Una aventura fluvial de Buenos Aires a Asunción que prometía copiar el recorrido y algo del espíritu que guió hace cinco siglos al viajero alemán Ulrico Schmidl. La cronista de Las12, que inició el viaje pensando en no salir de su camarote, casi se queda sin salir de viaje citando sin saberlo los traspiés fundantes de la primera expedición. Al fin, el grupo entero salió a flote. Esta crónica da cuenta de que quedan cosas por descubrir en este mundo, tantas que ésta es sólo la primera parte de una serie de tres que se irán develando semana a semana.
› Por María Moreno
En frío todo viaje me parece un rapto. Luego: me empaco en las subidas, rehúyo el puente colgante, extravío el formulario de migraciones. Por eso cuando me invitaron a formar parte de la expedición Paraná Ra’Angá (en guaraní: alma, espíritu o figura del Paraná) como cronista, pensé en participar encerrada en mi camarote y apoyando una trompetilla acústica en la pared. El viaje se proponía como aquellos primeros en donde el agua conducía a tierras vírgenes y cuyo universo era preciso catalogar pluma en mano, la conquista por otro modo que las armas; o los de los naturalistas quienes, más que leer en la naturaleza, la inventaban. O los posteriores, cuando la frutos terrestres se gastaban sin amenaza y los tráficos de mercancías organizaban una sociabilidad flotante. Sin duda el modelo era la primera crónica aguas abajo de la que se tiene noticias, al menos la más conocida: el Viaje al Río de la Plata de Ulrico Schmidl.
El fin de la expedición no era, en el fondo, Asunción, sino arrojar los dados y apostar por afinidades electivas entre quienes, de antemano, no las tenían; artistas y/o académicos para quienes viajar por el Paraná era no sólo una cita de aquel viaje primero sino que habían nacido en los mismos puntos que los protagonistas: España, Paraguay, Argentina. Pero si no basta estar en el mismo espacio para que se produzca un encuentro, no hay encuentro sin estar en el mismo espacio. Los largos días de navegación a paso de hombre, los camarotes compartidos y los lugares rotados podrían, en lugar de diluirse en libros y ponencias, fluir hacia la cuenca de un corredor cultural de incalculable alcance.
Pero el barco elegido, el Crucero Paraguay, un palacio flotante construido sobre la carcasa de un buque taller de la segunda guerra, no resultó fácil de abordar. La noticia de los editores proponía que lo hiciéramos en el Tigre, luego en Escobar, por último en Rosario. Prefectura había determinado que no cumplía con 32 requisitos, cifra que escuchada casi sobre la fecha de partida, sonaba infranqueable.
–Megáfono, haber, había, pero tenía que ser así o asá, después, al achicador le faltaba no sé qué y los salvavidas no tenían la lamparita reglamentaria y había que llevar lanchas para cien personas cuando nosotros, a lo sumo éramos 42. Ni que fuéramos al mar y además, cuando hay tormenta, el crucero se para y se ata en la orilla –decía desde abordo nuestro guía de río, Carlos Vacarezza, director del programa A Toda Costa, una mezcla de Niky Lauda antes del accidente y de Boogie el aceitoso pero lindo, en fin, un hidrotuerca.
Los problemas nos llegaban a tierra por los celulares, se expandían mediante el rumor y se condimentaban con los saberes amateurs de fascículos de mecánica popular.
Si hubiéramos leído entonces las anotaciones de Ulrico Schmidl hubiéramos entendido que el impedimento inicial era de rigor para intentar la reconstrucción del original: tampoco las naves de Mendoza salieron así como así, un primo del adelantado había raptado a una hermosa, y no más zarpar, detenidos por una tormenta, tuvieron que volver a puerto y, entonces, en nombre de un padre furioso, les lanzaron piezas de artillería gruesa hasta agujerearle el depósito de agua potable, destrozarles la mesana y matarles un hombre. Cuánta verdad hay en eso de que la tragedia retorna como sátira. Las huestes de Mendoza tuvieron un impedimento de amor, nosotros Prefectura.
El viaje a San Pedro fue el río antes del Río (aunque fuera el mismo), la lancha antes del barco. Mirando hacia la orilla derecha aún reconocía lo que los libros sobre flora y fauna me habían dado del Tigre: la erudición reciente de una naturalista de fin de semana. El color papal en las flores de la saeta, los balines castaños de las totoras, los plisados perfectos en las hojas de los jazmines del bañado, los huevos de rana que, según se dice, están más altos cuando viene inundación.
El geógrafo Carlos Reboratti que en broma suele presentarte como Santiago Paganel, el geógrafo despistado de Los hijos del capitán Grant, enseñaba con el río como pizarrón:
“¿Cómo se hace una empalizada que soporte ese proceso de socavación? Primero eran de sauce que, si no había olas, duraban lo que dura la madera de sauce. Después se hicieron con casuarinas, y después con quebracho. ¿Cómo? Se clavaba el tablón de quebracho en el barro y después se abulonaban dos tiras horizontales. Estas se construían un poco separadas de la costa y se rellenaban. Funcionó en el Tigre de los ’40 y los ’60. Después empezaron a aparecer empalizadas de hormigón y ahora se usa el sistema más grosero que ven ahí: un montón de cascotes tirados sobre la costa. Pero nada es eterno. La fuerza del agua es como la tortura china. Golpe, golpea, golpea.”
Todavía nos reuníamos por identidades precarias: jóvenes con jóvenes, españoles con españoles, pintores con pintores. No nos habíamos convertido en esa manada eufórica y un poco mal educada que corría a la mesa servida de las recepciones oficiales y se atrincheraba inamovible en la primera fila armando tapia (grupo apretado de plantas acuáticas que, llevadas por el viento o la correntada, obstruyen el paso), hasta que, del escabeche de yacaré o de la sopa paraguaya, sólo quedaba el borde un poco demasiado dorado o una línea de aceite, ni nos poníamos apodos incómodos o deslizábamos papelitos jodones en la cajita de las propuestas y sobre todo no habíamos pegado esos gritos agudos de horda al ver que en el equipo de la disco del barco había un programa de karaoke.
La enumeración caótica y la comparación son las figuras retóricas del cronista. A la primera, Ulrico, que no era un adelantado, la utilizaba sin el cálculo de quien se disculpa en un juicio o exagera para justificar beneficios recibidos o recompensas por recibir (los diarios de Colón, los Naufragios y Comentarios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca sólo enhebran hazañas y penurias cuando no una especie de inventario de aquello que sus cesáreas majestades están tomando con sangre y cruz: tierras fértiles, tribus amigables, ríos aptos para la navegación). Como buen gordo –así lo atestiguan los grabados– no cesa de enumerar los ingredientes de la comida indígena: padades (patatas), manduiss (maní) , mandeoch (mandioca). Con la comparación, en cambio se queda corto, sólo se le ocurre una y otra vez recurrir a “como una ficha de dama” para describir la rodelita de madera o piedra que ciertos nativos llevan como adorno. Pero en esa módica destreza literaria está toda la crónica futura escrita en América, esa en donde el testigo de una experiencia inédita trata de narrarla buscando analogías a la vuelta de casa. Y si Ulrico contaba sólo con sus pininos en la metáfora, entre nosotros, ya rumbo a San Pedro, las cámaras se ponían entre el paisaje y el rostro, las manos un poco levantadas, a veces juntas para mantenerse firmes, hasta parecerse al signo feminista de la vagina; y la manada letrada con el dedo en el botón era difícil de diferenciar de los tours de japoneses ante la Gioconda o un glaciar que intenta espantarlos lanzando truenos al desmoronarse.
Y eso que el astrofísico Alejandro Gangui, al enterarse de que la realizadora Julia Solomonff filmaría la expedición desde adentro puso el grito en el cielo por e mail: “La presencia de cámaras a bordo, por su sola existencia, ya altera al ‘sistema bajo estudio’ (la expedición). Aunque somos objetos clásicos (y no microscópicos / cuánticos) –algunos más clásicos que otros (¡me refiero al peso!)– estoy seguro de que la observación por parte de las cámaras sí afectaran la expedición... (aunque mi peso sea clásico, mi mente es probablemente lo mas cuántico que llevo puesto..)”. O sea: nosotros al paisaje sí, pero entre nosotros, no.
Al llegar en ómnibus a Rosario sabíamos que el crucero Paraguay había fondeado allí. Lo difícil era que saliera. Todavía se estaba corrigiendo la infracción número 28 o 29.
Pero, por ese dicho peligrosísimo de que la unión hace la fuerza, y nada une más que el enemigo común, los casi 40 expedicionarios, ya planeaban hacer el viaje de todos modos, ya fuera en canoa como en catamarán, a dedo o –quizás a partir de la tercera copa– en rickshaw.
Martín Prieto, uno de los organizadores de la expedición, es valiente, no de acuerdo con la acepción más obvia de la palabra que se asocia a Luis Viale arrojando su salvavidas a una mujer o al guerrillero que detiene a un policía poniéndole el dedo índice en la cintura. Debía dar malas noticias sin generar pánico, rendir cuenta sobre conflictos que no eran su responsabilidad, sobre todo tenía que arrojar un paño de agua fría sobre nuestra infancia. Porque el viaje en barco –por improbable que fuera o, al menos, amenazado– desató una memoria doméstica y cercana: la luna de miel de los padres en un crucero como ese, pero, sobre todo, la de la biblioteca paraescolar en donde la aventura se narraba con exclamaciones como “¡treinta mil cimitarras me valgan!” o “¡Muerte a Júpiter!”, disparos de culebrinas y desenvaines de yataganes. Despistados y anacrónicas nos habíamos venido preparados como para un Africa de siglo XlX: en las maletas no sólo llevábamos la vacuna contra la fiebre amarilla, sino ropa clara de manga larga, pantallas japonesas, una farmacia que incluía antibióticos potentes (nada del acomodaticio Bactrin), antidiarreicos de última generación, toallitas refrescantes para bebés, repelentes de fórmulas importadas; anteojos de sol y gorros con extensiones Legión Extranjera. Para el colmo, el área de viajeros paraguayos, nos había hecho el tren fantasma riéndose por e mail de nuestros planes de llevar provisiones de vinos caros amén del gin, el Schweppes y los limoncitos del set del fotógrafo Facundo Subiría, anunciando que, entre los 40º y las flotas de mbariguis y polvorines (insectos) sólo aguantaríamos limonada. Y como el relato de Ulrico evocaba una fundación que proponía un mito de origen, algunos expedicionarios se entregaron a la anamnesis. El músico Oscar Edelstein, nacido en La Paz y criado en Paraná, por ejemplo, y que ya planeaba la ópera flotante que al final hizo, se acordó :
–Un día, en el norte –esto te va a sonar a cuento–, vi cómo se devoraron una vaca en 30 segundos. Fue en Goya. Ahí, en una islita del medio estábamos pescando con mi viejo cuando de repente vino como un torbellino o un aleteo ¡¡¡¡¡Shshshbrbrbr!!! “Che, parecen que son palometas”, dijo mi viejo. La vaca, en menos de 30 segundos pareció que se derretía en el agua, quedó solamente el cuero. Quizás me equivoco en el tiempo que transcurrió hasta que se la comieran porque el recuerdo está atravesado por el terror y porque yo era un chico.
Y también me acuerdo de haber ido al colegio y que viniera una plaga de langosta, y entonces, de caminar haciendo ¡chack!, ¡chack! con los pies y de que me llegaran a las rodillas.
–Eso suena a Cien años de Soledad. Más raro que cuando Remedios la bella salía volando.
–Pero era sí. Preguntale a cualquiera cuando lleguemos a Paraná. Cuando venía la plaga era una nube que cubría toda la calle y la ciudad entera quedaba como tapizada. ¿Y los loros? A los loros se los combatía hasta tal punto que, como te comían los maíces, el arroz, la fruta, había quienes pagaban por las patas de loro. La gente andaba con bolsas de a miles.
Fernando Bedoya (¡como se rieron los campesinos de Capi’vary cuando supieron que le decían “Coco”!: Mbokaja, en versión guaraní), con su equipo de serigrafías atado a la valija contó cómo había nacido casi en el agua.
–Mi padre iba por todas partes haciendo instalaciones de radio. Y cuando yo nací estaba en Borja en donde empieza Pantaleón y las visitadoras. Mi madre, para alcanzarlo, fue a Iquitos en avión y luego siguió en balsa y con los nervios de los siete meses me parió casi tirándome en el agua del Marañón. Cómo no me va a llamar el río. Yo fui el único de mis diez hermanos que nació allí y como no mamé de mi madre sino de una india asháninca que se llamaba Agueda, ellos me decían que yo no era hijo de mi padre sino que me habían encontrado envuelto en hojas de plátano y que era el hijo del cacique Tumbazuca.
El barco primero no llegaba y luego no salía, entonces, al entrar a Rosario en ómnibus, pasamos por el puerto a mirarlo, aferrados a las rejas como si fuéramos los animales del Arca separados del Arca. Era enorme como una obra pop que representara una torta de cumpleaños, barroco como el Palacio de Aguas Corrientes de Buenos Aires, o lo parecía porque, a eso nadie podría desmentirlo, todavía no era nuestro. (Continuará) ¤
Paraná Ra’Anga fue un proyecto de la red de centros culturales de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid), liderado por el Centro Cultural Parque de España, de Rosario, y del que participaron además los Centros Culturales de España en Buenos Aires, Córdoba y Asunción del Paraguay.
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