SOCIEDAD
ciegos, sordos, mudos
Malena es el nombre de fantasía de la nena de once años que, según su propio testimonio, mató a su padrastro para evitar que siguiera abusando de ella. Malena es quien tuvo que defenderse sola de lo que nadie más pudo ver, escuchar o prevenir.
Por Marta Dillon
desde Saladillo
Desde la ventana del comedor, Malena puede ver a los chicos que salen de su escuela y se desparraman por los caminos que cortan la llanura verde que rodea a Saladillo. La mayoría va en bicicleta, como solía hacerlo ella cuando tenía que recorrer tres kilómetros para volver a casa en un barrio sin nombre, “atrás de la Shell” como única referencia. Ya no volverá a recorrer esa línea recta que se hunde en barro después de las lluvias. Del otro lado del camino ya no hay casa para Malena. Dice su mamá que se muere de ganas de volver a la escuela, lo dice como si fuera obvio ese deseo, tal vez dando por supuesto que con la rutina recuperada se abrirá paso el olvido y ella dejará de ser la excepción de la que ya nadie habla en ese pueblo en el que, de una manera o de otra, todos se conocen. Malena espía desde la ventana esa breve conversación. Dentro de la casa de sus abuelos donde ahora vive se escucha el rumor de los cubiertos que se acomodan para el almuerzo. Tal vez la curiosidad la acercó hasta el visillo, tal vez la ansiedad porque lleguen de una vez esos peritos que la llenaran de preguntas y tests pero que también pueden devolverle los paseos en la bici, el romance con su amigovio, la canciones de Bandana tarareadas al viento con sus amigas. Hace menos de una semana que Malena –que no se llama así aunque nadie se haya cuidado de pronunciar su nombre–, según su propio testimonio que convenció al juez y a cuantos lo escucharon, disparó sobre un hombre al que llamaba papá. “Acá vino papá a darte lo que te prometió”, dijo ese hombre antes de que la única bala del arma que empuñó Malena entrara por su espalda y le destrozara el pulmón. Está en los papeles, eso fue lo que dijo el hombre, es lo que recuerda el comisario Oscar Piñero de esa declaración espontánea que la nena recitó en la comisaría. Y ella sabía perfectamente de qué se trataba esa promesa, el hombre que se hacía llamar papá le había anticipado los detalles y la pena que seguiría si se negaba. Que si no se la tragaba toda le iba a volar la cabeza, le había dicho. Los vecinos se avergüenzan de repetir lo que escucharon, pero lo hacen porque la frase había circulado en el barrio sin nombre y porque la arcada que produce la imagen es lo que justifica que una nena de once años que parecen menos, una preciosura según su maestra, haya podido hacer lo que hizo y después contarlo.
Menos de una semana después de que la noticia corriera de boca en boca mucho más rápido que por cualquier otro medio, en Saladillo ya no se habla del tema. Para el comisario y para el juez de menores Julio Bardi, éste es un caso cerrado. Para la maestra y la directora de la escuela “cada uno sabe cuál es su lugar” y por eso no hubo ningún comentario en las aulas. En los bares del centro, en las estaciones de servicio, las paradas de taxi, no creen que haya más que agregar al asunto. El periodista que conduce el noticiero de la televisión local, en cambio, dice que no puede seguir tocando el tema porque la “familia del muchacho es peligrosa como para seguir buscando ecos”. Una sola duda nubla la claridad con que fueron expuestos los hechos: ¿habrá sido la madre quien uso de escudo a la hija? Pero hasta esa pregunta se disipa como la neblina cuando el sol está alto. Todo es lo suficientemente aberrante como para intentar olvidarlo lo más rápido posible. En definitiva, es lo mejor que se puede hacer por Malena. Además ahora todo el mundo parece saber perfectamente quién era el muerto. “Descendiente de turcos”, llegan a decir por lo bajo, con el nuevo estereotipo del mal recién estrenado. Pero hasta el momento en que Malenadecidió que ese tipo no volvería a tocarla, nadie supo qué hacer. “¿Qué voy a decir ahora? Ahora todos lloramos”, dice la tía de la nena, la que la acompañó la noche del miércoles 26 de marzo a la comisaría. “La única que podía hacer la denuncia era la madre –se lamenta el comisario–, si vino alguna vez el hermano de la víctima, la verdad es que no me acuerdo. Pero aun así no podíamos actuar. ¿Porque quién toma el compromiso en ese caso? Nos ha tocado más de una vez que uno va y después se las ve en figuritas porque la mujer niega todo. Hay diez mil casos como éste en que las mujeres tienen miedo de hacer la denuncia. Y la verdad es que nosotros no estamos capacitados para ir más allá.” En Saladillo hay un servicio de violencia familiar que funciona en el Municipio, pero el Municipio quedaba demasiado lejos para Sonia Molfino, la mamá de Malena. Hacía tiempo que el miedo la había paralizado, ni siquiera era capaz de entrar a la pieza de su hija cuando su marido se encerraba con ella y encendía la radio tan fuerte que todo lo que se escuchaba desde afuera era música. Maximiliano Bacre, el padrastro de Malena, estudió tres años en la Escuela de Mecánica de la Armada, antes de ser expulsado por abandonar una guardia. Curiosamente en ese mismo lugar, durante la dictadura, se encendía la radio para tapar los gritos de los torturados.
–¿Qué hacés acá?, es tu hija la que está ahí adentro ¿por qué no entrás?”, le preguntó, desesperada, una vecina.
–Porque él no me deja –contestó Sonia aterrorizada, tartamudeando, con el cigarrillo temblequeante entre los dedos.
Seguramente, ella ya exhibía los síntomas del “síndrome de la mujer maltratada” tal como lo describe la autora Leonor Walker, un desorden similar al síndrome de estrés postraumático que se puede observar en quienes se han visto sometidos a situaciones de terror e indefensión.
“Lo único que yo te puedo decir es que lo que pasó es lo mejor que podía pasar. Porque podría haber terminado muerta Sonia, la nena, o cualquiera de nosotros.” El hombre de ojos claros a quien llamaremos Juan, como la mayoría de los vecinos, prefiere no decir su nombre, aun cuando éste figure en el expediente judicial que se tramita en el Juzgado de Menores Nro 1 de la provincia de Buenos Aires. El fue quien escuchó las últimas palabras de Maximiliano Bacre, nada memorable, como suele suceder en estos casos, apenas “agua” y “ambulancia”. Con su último impulso vital, el hombre herido alcanzó a tomar el arma que Malena tiró sobre la cama antes de salir corriendo a refugiarse en la casa de los vecinos. Hasta ahí la persiguió y de ahí fue expulsado, sólo por proteger a las mujeres y los niños. El dueño de casa, Ariel, había sido su amigo desde hacía veinte años, desde antes que cumplieran diez. Pero hacía tiempo que nadie reconocía a Maxi. “El problema que él siempre tuvo –dice su amigo– era que quería ser más de lo que era. Andaba siempre cargando armas, mostrándolas. A veces se las ponía en la cabeza para hacerse el valiente. O calibraba la carabina en el fondo de la casa, acá nomás. Podría haber matado a cualquiera.” Juan pasaba seguido por lo de Ariel, dice que le hubiera gustado ser periodista o abogado, que le gusta andar por ahí, conocer los problemas de la gente. El fue quien había quitado las balas del 32 corto de Maximiliano la última vez que montó la escena del suicidio. Para Juan era claro que no lo iba a hacer, “sólo estaba pidiendo ayuda. Y yo le dije clarito: Te estás convirtiendo en una miseria humana. Pero después yo aparecía como el metido, el que no entendía lo que pasaba entre ellos. Porque acá todo el mundo te dice lo mismo: cada casa es un mundo”. Es cierto, lo dice la policía, las autoridades de la escuela, los conocidos de Maximiliano, incluso su madre, Sara. Esa frase es la que suele amparar a los golpeadores dentro de esas cuatro paredes que encierran a quien sufre violencia. Dentro de una familia en la que se registran relaciones de violencia y abuso, el afuera es visto como una amenaza. Para Sonia era así, dicen sus vecinos, “porque después los de afuera se iban y ella se quedaba sola con él”. Pero el ciclo de laviolencia seguía su curso. Después de los golpes que escuchaba todo el barrio, llegaba la reconciliación. Maximiliano se convertía entonces en el hombre que amaba a su mujer, que le cebaba mate en la vereda. El que paseaba a su familia –Sonia, su hija y el hijo que hacía un año y medio habían tenido juntos– en el mismo ciclomotor. Según los teóricos como Walker, la violencia familiar se caracteriza por dos factores: el carácter cíclico y la intensidad creciente. Primero se acumulan las tensiones, después cualquier cosa puede desatar la explosión de la violencia, más tarde llega “la luna de miel”.
“¡Mamita, mamita, por favor!”, se escuchaba en la cocina de Marisa el último domingo que vivió Maximiliano. Los gritos que llegaban de la casa de al lado eran insoportables. Y la vecina no aguantó más, ya estaba cansada de escuchar como le pegaban a Malena. Golpeó con la mano abierta sobre la mesa y decidió hacer algo. “¿Por qué le tenía que hacer eso a ella? Me metí en la casa de al lado y me tiré encima de él, le rompí toda la remera. Yo no le tenía miedo” Las marcas de los cinturonazos que Malena había recibido todavía estaban azules el día en que la nena llegó a la comisaría para declarar que había disparado sobre su padrastro. Ese domingo salió a la superficie lo que se había estado acumulando como una infección dentro de la casa de Sonia y Maximiliano. El 32 corto estaba sobre la mesa, Sonia había amenazado con matarse, su marido también. La nena ya no lloraba, estaba en su pieza abrazada a sus rodillas. El que lloraba era el padrastro. A la una de la mañana llamó a su madre y a un amigo, el padrino de su hijo. Quería testigos que pudieran estar de su parte. Marisa tuvo un ataque de nervios después de haber intentado detener la golpiza. Sonia sólo atinaba a cebar mate cuando todavía se sentían los estertores de la violencia. Todos los que estuvieron allí esa noche escucharon a Maximiliano decir que Sonia quería “mandarlo en cana por violador”. El se lamentaba, decía que era el único que se preocupaba por Malena, que la nena había confesado que un compañerito la había toqueteado y que ahora lo querían acusar a él. Esa noche Sonia admitió ante sus vecinos que era verdad, que eso era lo que había dicho su hija. Nadie le creyó. En el barrio todos sabían lo que estaba pasando pero no cómo intervenir. “En cuanto escuché la voz del Maxi en el teléfono le pregunté qué cagada se había mandado, porque mi hijo era un poco violentito”, dice Sara después de haber sobreactuado su dolor frente a la cronista. “Ahí había un supuesto amigo de mi hijo que le decía que se fuera con él, pero yo le dije ¿cómo que te vas a ir, para qué te regalé una casa? Era ella la que se tenía que ir. A mí mi marido también me pegaba, pero por eso me fui con el Maxi de cinco meses adentro de la panza. Yo tuve tres hijos de jovencita, era del campo y me casé a los quince. Pero me fui y con ellos somos como hermanos porque siempre estuvimos todos con mi mami”. Sin duda Sara está sufriendo, más allá de su puesta en escena. Si ella sobrevivió a la violencia familiar fue aprendiendo sus mandatos. Para ella la culpa no es del que golpea sino de la que se queda a aguantar. Sara es a quien más temen las vecinas de Sonia, la que las obliga a mentir su nombre. “Si el otro día persiguió a su segundo marido con un cuchillo, nos tiene amenazados a todos”, dice Marisa, la única confidente de Malena, la que atinó a defenderla cuando la explosión de su padrastro la hizo pedir por una madre tan aterrada como ella. “Esa noche le dije a mi hijo que en todo caso fuéramos al hospital a que le pongan un tranquilizante, pero él me dijo que ya estaba bien, que ya se había desahogado”.
Maximiliano Bacre tenía 29 años. Había conocido a su padre hacía solo cuatro, cuando salió campeón de la liga regional bonaerense de boxeo amateur. Antes lo había cruzado más de una vez en el pueblo, Omar Bacre es una persona conocida, igual que el resto de su familia. Dicen en Saladillo que siempre arreglaron sus asuntos familiares a los tiros. Que el padre de Omar mató a su hermano y que la tradición los condena a laviolencia. Mario Matoso, el entrenador de Maximiliano, lo recuerda como un chico correcto, muy sufrido. La historia de su vida parece calcada de un manual que describe el perfil del hombre violento, aun a riesgo de caer en los estereotipos. “Yo quiero salvar al deporte, porque incluso para él era una contención. Ni siquiera era de esos que se hacían los boxeadores en los bailes. Nunca se peleaba en la calle.” Maxi había dejado de entrenar hacía diez meses más o menos. El mismo tiempo que hacía que había conseguido un trabajo estable después de toda una vida de changas. “Eso lo desestabilizó –cuenta su amigo Ariel– porque tenía muchas responsabilidades, pasaba mucho tiempo fuera de la casa. Y le tenían confianza en el trabajo, era como un encargado de una fábrica nueva que exportaba caracoles.” Era un hombre sumiso en su trabajo, correcto en el deporte, sólo se convertía en una amenaza cuando lo protegían las cuatro paredes de su casa. Dicen los especialistas que los ciclos de la violencia suelen acelerarse por eventos circunstanciales, propios de las diferentes etapas de la vida. El nacimiento de su hijo, el nuevo trabajo, que la hija de Sonia tuviera novio, cualquiera de esas cosas puede haber servido para acelerar los tiempos, para que las explosiones se convirtieran en una seguidilla que ninguna luna de miel alcanzaba a borrar. Había demasiados síntomas en esa familia como para predecir el riesgo que nadie pudo evitar. “Después hablan de asistencia social –se queja Juan– pero se creen que asistencia es un bolsón de comida. Eso es lo que hay que decir, que acá no hubo asistencia.”
La directora de la Escuela Nº 3 de Saladillo, Regina Hansen, insiste en que ni ella ni la maestra son “ciegas, sordas y mudas”. Pero tampoco pueden saber todo lo que pasa en cada casa, cada casa es un mundo. “Nosotras nos ocupamos de los chicos en la escuela y afuera, hasta la esquina, después no podemos adivinar”. Pero el lunes a la mañana, cuando Malena rengueaba un poco por los golpes que nadie vio, recibió la visita de Sara. Se conocían porque la madre de Maximiliano hace tareas de maestranza en el edificio donde funciona la supervisión escolar. “Yo le fui a avisar que mi hijo estaba un poco alteradito, le dije que tuviera cuidado pero que había un chico de 15 que se estaba abusando de Malena”. Según Sara, Regina le dijo que se quedara tranquila que nada de eso sucedía en su escuela. Que más tarde habló con su nuera, Sonia, y ésta se angustió cuando escuchó que había hablado con la directora de la escuela. “¿Por qué no se fue antes? ¿Por qué no llevó a su hija a vivir con los abuelos en vez de dejarla en su casa?” Sara insiste en que no puede haber sido una nena de once años la que mató a “mi turco”. Cree que le tendieron una trampa. Es verdad, Malena declaró que le tendió una trampa. Dice que puso en su cama una almohada y una mochila para simular que estaba acostada y que le disparó por la espalda en cuanto lo vio entrar dispuesto a cumplir lo prometido. ¿De dónde sacó la bala que le perforó el pulmón a su padrastro? Los vecinos no lo pueden explicar, y la verdad es que tampoco interesa demasiado. Seguramente quedó una cuando la descargaron, creen, es una suerte que haya sido solo una y tan certera. En la única comisaría de Saladillo nadie se sorprendió cuando llegó la nena a declararse culpable. “Es que ya no daba para más interrogar a la madre, ella insistía en que no había sido”, dice el comisario. Y en la casa no había nadie más. El mejor amigo de Maximiliano asegura que la tarde del miércoles, antes de que todo terminaran, las cosas en la casa del barrio sin nombre estaban tranquilas, “tranquilísimas”. Tanto como parecen estar ahora, después de que una nena de once años a la que le encantaba mirar en la tele “Rinconcito de luz” decidiera buscar el alivio para su tortura por sus propios medios. Nadie duda de que hizo lo que tenía que hacer. Ahora, para proteger a la nena, dicen en Saladillo, es mejor volver a guardar silencio.