Anne Chapman
(Estados Unidos, 1922 Francia, 2010)
› Por Marisa Avigliano
Anne Chapman, la antropóloga francoamericana que llevó a cabo las investigaciones más significativas de los últimos 50 años sobre los pueblos indígenas australes, pensaba volver a Ushuaia este año, en noviembre. Pero la muerte la sorprendió en París el sábado pasado. Tenía 88 años, estaba trabajando.
Tenía veinte años cuando estudiaba en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México y se especializaba en las etnias de los Altos de Chiapas y de los tolupanes hondureños. Según ella misma contaba, a mediados de los años sesenta le pidió permiso a Claude Lévi-Strauss, director del Centro Nacional de Investigación Científica donde trabajaba, para viajar a Tierra del Fuego. Cuando Anne llegó al fin del mundo comenzó el idilio. Allí estaba Lola Kiepja, la última chamana selk’nam educada en las costumbres de su pueblo. Escribió Chapman: “Había muchas mujeres. ¿A dónde se fueron?, me preguntó un día Lola Kiepja, la última selk’nam de Tierra del Fuego que vivió como indígena”. Vivieron juntas tres meses cerca del lago Fagnano en lo que era entonces la reserva indígena. Anne la grabó, la escuchó cantar y memorizó los rituales. Una vez que lo había contado todo, Lola murió.
Anne –magíster en Antropología, doctora por la Universidad de Columbia, por la de París y distinguida con el Doctorat d’Etat de Francia– explicaba que el origen de su mirada antropológica había sido la cordialidad: “Mi interés vino por la parte indígena, no exactamente intelectual. Después sí. Pero al principio fue simpatía, simpatía”.
Esa simpatía la llevó a caballo por tierras fueguinas y la condujo hasta los secretos de las mujeres indígenas sobrevivientes; en esa intimidad encontraba la razón de su vocación y su interés por destacar que un único informante podía rescatar parte del legado de una cultura. Legado que Anne plasmó en fotografías, documentales, libros (Fin de un mundo y Hain, entre otros) y en varias exposiciones y muestras itinerantes.
Chapman, discípula de William Duncan Strong y Alfonso Villa Rojas, solía decir que en la Luna llena veía la cara de Lola Kiepja y que era una Luna aliada a las mujeres, furiosa y temperamental, humilde y fugitiva. Seguramente Anne buscaba que esa descripción de su entrevistada-confidente, corpus del destierro y la aniquilación, salvara al pasado del olvido y lo volviera siempre presente y en simétrica armonía.
Anne sabía que su labor era trabajar con los que quedaban solos y esa sobrevivencia siempre delataba una masacre. Esa tierra baldía guardaba una tragedia, un genocidio. En la actualidad apenas quedan algunas personas en la Patagonia y también en Buenos Aires de ascendencia selk’nam. Algunas pocas de un grupo de tres mil quinientos o cuatro mil que habitaban aquellas tierras en el año 1880, antes de “la llegada de los blancos a la Isla Grande”. Como revancha frente a la desaparición y exterminio, Anne se encargaba, en cada una de sus apariciones públicas y ensayos, de resaltar la vitalidad de la voz de Lola y la de la obra del etnólogo y sacerdote alemán Martín Gusinde, quien había vivido en Tierra del Fuego entre 1919 y 1923.
Desde hace unos días, aquella Luna con cara de Lola tiene ahora también la de Anne, quien enciende un cigarrillo y habla con tanta pasión del hain –ceremonia de iniciación, que duraba de dos a tres meses y era el eje cultural y psicológico que simbolizaba la existencia comunal e individual y donde las familias de distintos haruwenh se encontraban para que los varones púberes se convirtieran en adultos– que nos hace creer que hay voces onas vivas por toda la Patagonia.
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