CINE
La cineasta Inés de Oliveira Cézar opina que no hay nada más moderno que retomar a los clásicos. Por eso, en su último film, El recuento de los daños, apela a la tragedia de Edipo para referirse a las heridas incurables de la última dictadura y a la difícil situación laboral creada por el neocapitalismo.
› Por Moira Soto
Con indómita y firme perseverancia, Inés de Oliveira Cézar viene siguiendo su propio hilo para abrirse camino en el laberinto del cine argentino, para alcanzar con logros artísticos cada vez más altos –logros que siempre suponen una visión humanista y moral del mundo– las metas en las que cree con una suerte de idealismo que no se despega de la realidad. Es decir, ella sabe bien que las películas que hizo, las que seguirá haciendo, no entran en el mainstream, no complacen al público masivo adicto a facilidades narrativas y a efectos especiales ruidosos. Pero a la vez está convencida de que es posible y necesario hacer ese cine sin concesiones que la distingue, progresivamente acrisolado y ascético en su poética, jugado en su propuesta temática.
Para remar contra las corrientes de intereses creados, la relativa comprensión de los críticos y los etiquetamientos apresurados y superficiales, y asimismo poder trabajar sus proyectos en el tiempo y la forma que considera más idóneos, Inés de Oliveira Cézar cuenta con el respaldo de un equipo afín y virtuoso que, con algún cambio, la acompaña desde la que considera su primera película, Cómo pasan las horas, 2005 (a La entrega, 2001, la ve como un borrador, realizado con vientos poco favorables). Entre otros nombres que contribuyen a que las marcas estilísticas de la directora se hayan ido decantando y volviéndose singulares y reconocibles, vale mencionar en la producción a Alejandro Israel, a Gerardo Silvatici como director de fotografía, a la directora de arte Ailín Chen, al músico Martín Pavlovsky. Y por cierto a Ana Berard, asistente de dirección en Extranjera, 2007, coguionista y directora asistente en El recuento de los daños. En este reciente estreno, la realizadora repite con intérpretes como Agustina Muñoz y Eva Bianco y suma, además de su hija Dalila Cebrian, a dos valiosos actores (también dramaturgos, como Muñoz): Santiago Gobernori y Marcelo d’Andrea.
–A mí me resulta curioso que alguna gente esté tan centrada en la modernidad, una actitud que no te permite ver más allá, rescatar todo lo valioso que viene de atrás, cuyas repercusiones efectivamente nunca pierden actualidad. Como toda esta temática me apasiona, además de estar pensando en hacer algo sobre Casandra, me estoy metiendo con textos como La guerra de Troya, de Barry Strauss, que toma el relato homérico y lo compara con todas las guerras actuales, haciéndote ver que hay actos humanos que, en cierto sentido, se repiten sin grandes cambios. El análisis de lo que pasó 1200 años antes de Cristo y de lo que pasa hoy, te completa y amplía la visión. Otro libro que me tiene loca es The War that Killed Achilles (La guerra que mató a Aquiles), aún sin traducir, donde Caroline Alexander pone una estadística que va de acá a 5000 años para atrás, que revela que en todos los siglos, en cada cien años hay 94 donde hubo guerras importantes en uno o varios lugares del mundo. Entonces, a las pruebas me remito.
–Sin duda. Lo que más me gusta de la tragedia griega es esa visión del mundo donde todavía no se juzgaba con los valores de lo cristiano. Tenían dioses imperfectos y había un sentido de responsabilidad antes que de culpa. Si vos te enfrentabas al oráculo, te estabas cavando la fosa, generabas daños. En otras palabras, la realidad objetiva de las cosas mal hechas que vuelven. Esa es la parte que me interesa: poner el acento en el tema de la responsabilidad. Los padres de Edipo reciben un anuncio del oráculo y tratan de evitar que se cumpla, creen que le ganan de mano. Más tarde Yocasta, que ya está con Edipo de marido, dice que el oráculo no se cumplió en el mismo momento en que la profecía se está realizando, eso es lo paradójico de la situación. Porque en la tragedia nunca se plantea un conflicto, nada se resuelve como en el drama psicológico, no hay manipulación: si se actúa de determinada manera, las consecuencias pueden ser terribles.
–Desde la perspectiva del presente tomo los daños relativos a la dictadura que siguen reproduciéndose, el tema de la responsabilidad. Una vez que el daño está hecho, las consecuencias son incontrolables, ése es el punto. Además de los estragos y pérdidas ocasionadas por la dictadura, se habla de la cuestión económica y laboral, donde también las malas políticas, las malas decisiones han ido impactando en una situación que tiene largo arrastre: una acumulación de manejos nefastos, algunos globales. Sin hacer una bajada de línea, quería convocar esa problemática a través de las imágenes, de los sonidos, de ciertas situaciones, incluso desde una particular propuesta actoral. Esa fue la búsqueda de la película: sin explicar tanto, provocar reflexiones sobre asuntos que nos conciernen.
–Que esos diálogos no se escuchen por completo tiene también que ver con el mundo en que estas personas viven. Elegimos esa fábrica familiar, Metalbo, vimos a esa gente que está acostumbrada a no poder escucharse bien porque los sonidos son tremendos, entonces tiene que completar, adivinar lo que el otro dice. Quería trasmitirle esa percepción al espectador. Filmamos con la fábrica en funcionamiento, eso fue realmente un acto de amor, de generosidad. El sonido que se escucha permanentemente es el de ese horno que funciona cinco minutos, se calla diez, vuelve a funcionar... Y como yo me niego rotundamente a doblar, con Abel Tortorelli, director de sonido, decidimos incorporar ese zumbido como sonido del film, como una nota musical. El trabajo sonoro fue enorme, ese sonido es parte del corazón de El recuento...
–Y en el último plano, las máquinas ya no están funcionando y el Hermano de la Madre le dice al Joven: “Bienvenido a las ruinas del imperio”. Es la primera vez que se oye el silencio en la fábrica. Se ha detenido la producción.
–Claro, todo lo que estaba tapado, negado, sale a la superficie. Pero no fue un simbolismo buscado, se dio así, naturalmente. Mi cine no es metafórico, yo más bien trabajo con la idea del haiku: expresión de imágenes con la mayor economía. Después está la lectura que cada espectador pueda hacer. Trato de no impone ninguna interpretación, en todo caso de trasmitir una imagen, una atmósfera, una sensación lo más pura posible.
–Estábamos filmando Extranjera y en el medio de la sierra cordobesa, con Ana Berard ya veníamos pensando en el tema del Edipo. Y a nosotras, desde acá, siglo 21, las imágenes que nos afloraron espontáneamente fueron las de los desaparecidos y la realidad laboral que vivimos, sin la menor especulación de nuestra parte. Enseguida, empezamos a trabajar el guión desde ese lugar. El título lo elegimos con Ana, porque no se trataba del recuento de las bajas, que es simple estadística. Las bajas llevan a los daños: por quince bajas, tenemos que pensar en quince familias involucradas... consecuencias en el tiempo, a nivel personal, social. En cuanto al tema del incesto, no hay un acento jodido puesto ahí. Es una gran pena que suceda de esa manera, es parte de recuento de los daños.
–Es que el recorrido de Edipo no concluye cuando se arranca los ojos, muchos años después sigue errante en Colono, con su hija Antígona, un camino riquísimo. En cambio, Yocasta se suicida, conclusión y final. Por eso en la película, la Madre se ausenta, se enajena, y el Joven queda perdido, desorientado.
–Una prueba más, si hacía falta, de la vigencia de la tragedia. Esta idea surgió en 2006 en la sierra cordobesa, muy lejos de la historia que está pasando ahora puntualmente.
–¿Te das cuenta? En un punto, algo de lo queríamos hablar, está sucediendo en este mismo momento. No hay temas cerrados ni está todo controlado.
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