ENTREVISTA
Docente universitaria, fundadora del Taller de Historia Oral Andina y referente teórica de la perspectiva poscolonial en América latina, Silvia Rivera, quien ahora trabaja en El Colectivo, una iniciativa de investigación y publicación periódica, estuvo en Buenos Aires para dar conferencias y presentar su libro Chi’xinakax utxiwa, una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores (Editorial Retazos-Tinta Limón). Sobre ese texto y sobre su tarea como agitadora cultural, habla en esta entrevista.
› Por Veronica Gago
Impulsora planetaria de la despenalización de la coca, la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui hace de esa tarea una cuestión práctica, un modo de vida. Además de tener su propia plantación, su cato de coca, propaga la cocina con harina de coca. Así es que prepara deliciosos crepes, tortas y licuados energéticos a base de esa hoja y se empeña en fortalecer una red de cultivos para usos lícitos. Lo hizo aquí, en Bajo Flores, para compartir con muchas paisanas que se quedaron con las recetas. Desarrolló parte de la campaña internacional de difusión de la coca como integrante del gobierno de Evo Morales por un tiempo. Nutrida de la agitación cultural, la militancia política y la crítica artística, su imaginación teórica deslumbra por la precisión y la osadía y la energía de su voz proviene de hablar el castimillano: neologismo que mezcla las palabras castellano e imilla. Si imilla refiere a una niña o adolescente aymara que está en edad “walaycha”, de ser juguetona y libre, el castimillano es una forma juguetona y dúplice (llena de dobles sentidos tácitos) del castellano. Así habla esta mezcla de astróloga y filósofa, desconfiada a ultranza del discurso de lo originario tan a la moda, orgullosa de usar trenzas hasta la cintura y bailar en todas las fiestas del calendario.
En paralelo a una proliferación del discurso sobre lo originario, también se festeja y enarbola la campaña de Miss Bolivia, siempre polémica en la medida que –más allá del partido gobernante– propone un modelo femenino clásico y conservador, alejado de las mujeres de carne y hueso que son mayoría en las ciudades y en el campo.
Qué obsesión la de Bolivia con las Miss...
–Es que el poder tiene una cosa compensatoria. Bolivia es una sociedad colonial con grandes frustraciones, de las que no se hablan. Frustraciones sexuales, de relación, de chicos que se enamoran de chicas que son más blancas que ellos y quedan con un resentimiento enorme, y se meten en política para vengarse del mundo que los ha hecho morenos o negros; entonces les encanta andar con misses. Para poner una imagen: un político importante, fundador del MAS, repartía puestos en el Estado a mujeres y las citaba en un hotel. Realmente, el mundo masculino, mestizo, letrado ha hecho del poder una mamadera, un consolador, algo que compensa cuestiones psicológicas de las cuales nadie quiere hablar. Hasta la impotencia sexual cura o disimula el poder. Es el salto a lo desconocido lo que esta gente no puede dar.
¿A qué te referís con lo desconocido?
–Lo desconocido es otra forma de pensar el poder. Estoy leyendo una novela que se llama El mundo conocido y es el caso de un esclavo que por sus talentos logra manumitirse, comprar su libertad y la de su mujer, y luego... ¡compra esclavos!; y es que no conoce otro mundo. El mestizo boliviano no conoce otro mundo que el del prebendalismo, el poder clientelar, sea porque se ha sometido a él, sea porque lo ambiciona.
Sin embargo, la experiencia comunitaria de Bolivia suele tomarse como una imagen otra, alternativa, del poder...
–Lo que pasa es que eso llega hasta la antesala. Todas esas formas alternativas están en la calle, están en el mercado, están en la diáspora, están en la fiesta, e incluso en niveles de gestión municipal, pero llegan hasta la antesala del Palacio o del Parlamento, y ahí se acabó la cosa. Creo que esta es una cuestión sobre todo masculina. Solo allí donde hay un tejido productivo autónomo se ha salvado el poder femenino y hay todavía una ética comunitaria. Me refiero a economías, legítimas o no, culturalmente relacionadas con el mundo indígena: por ejemplo, los productores de coca, de café o algunos proyectos de uso múltiple de recursos agroecológicos.
Es decir, cuando existe una base material actual para lo comunitario...
–Sí. Pero allí donde el tejido productivo es débil o donde ha venido mucha plata, se genera una economía del contrabando y del narcotráfico, que cierra el ayllu, y llega el capo, invita a la fiesta, se cierran las fronteras de una supuesta autonomía indígena en la que nadie sabe qué pasa dentro pero sí que se consumen miles de litros de whisky importado. Problematizar esas violencias es tarea de los activistas culturales. La economía de las ferias es donde mejor se expresan las posibilidades de la micropolítica, como espacio de otras éticas.
¿Cómo pensás la relación entre micro y macro política?
–La micropolítica es un deber moral para evitar que cualquier devenir de la macropolítica nos joda la vida. Es un deber mantener ese espacio de la micropolítica porque el Estado tiene una tendencia y una inercia colonial, por un lado, y totalizante, por otro, es decir, de moldear todo a su propia imagen. Entonces, tal aparato funciona a veces al margen de las personas y por eso los espacios micropolíticos son tan cruciales.
–A mí me vino un bajón anímico muy fuerte cuando el katarismo, al cual yo había acompañado desde los años 70, a lo largo de dictadura y democracia, fue fagocitado, a fines de los 80, por una jauría de lobos de izquierda que se lo repartieron en pedazos. Me dolió tanto que me fui a vivir al campo, a poner mi cocal y a escribir, además de que no me alcanzaba la plata para vivir en la ciudad. Durante ese tiempo empecé a mirar otras cosas, sobre todo la cotidianidad de la represión, el hecho de que había democracia en el país pero dictadura en las zonas cocaleras. Eso se acaba cuando la coca logra salida para el norte argentino, que es una forma de despenalizarla. Y eso se da en el ‘89, justo cuando entra en crisis la acumulación mafiosa que siempre es populista al principio y neoliberal explotadora cabrona hacia el final, porque al final de su ciclo busca que la materia prima sea lo más barata posible y al principio del ciclo paga mejores precios. En el ‘89 se abre el mercado argentino y la represión sobre las yungas se vuelve absolutamente ilegítima porque estaban reprimiendo un mercado completamente legal, que había hallado por fin una salida. Luego vivo en las yungas del ‘92 al ‘94. Ahí empiezo a ver un proceso de deriva con respecto a los viejos esquemas de la izquierda, de una rapidísima reconversión de la izquierda a un discurso indianista. Ahí surge el discurso de lo originario, del cual ya en ese momento reniego, y me pregunto quiénes quieren ver a los indios en un museo o en una jaula como especies en extinción.
A la imagen del mestizo, masculino, letrado, vos oponés otra forma de mestizaje, que llamas ch’íxi. ¿Qué implica esta otra forma?
–Primero, que lo indio es moderno. El indio como episteme para entender al mundo, el indio como sintaxis. Puede estar vestida/o como sea pero su cabeza, su forma de mirarte a los ojos, su forma de relacionarse con la familia, sus deberes morales respecto a la Pacha, sus mínimas orientaciones en el espacio, siguen siendo indias. Lo más probable es que ese tipo o tipa esté vestido/a con ropa de marca, aunque pirata, trucha. Toda la economía de ropa de marca pirata es realmente fantástica en Bolivia y cubre el mercado en Perú y Argentina. Las estrategias de lo ilegal es lo que hay que pensar porque lo que yo sostengo es que lo que está equivocado son las fronteras, porque lo que se está viviendo es una reedición del mercado interior potosino del siglo XVI, que fue la primera modernidad de la mano de la coca y de la plata y de las mujeres indígenas. Este es mi argumento historicista. Pero mi argumento político tiene que ver con las comunidades trasnacionales de identidad donde de pronto se reinventa el ser indio/a y de ser un personaje despreciado y sufrido, sus hijos pasan a ser otra cosa: empiezan a bailar diablada del otro lado de la frontera, a pesar de que sigan siendo burlados en ambos lados. Como el grupo Los Mercenarios, ¡valga el nombre!, que tocan rock, bailan diablada, y son aymaras nacidos en Buenos Aires, acá considerados bolivianos y en Bolivia infractores de las reglas del folclor nacional. Estas cosas nunca van a ser entendidas por el discurso de lo originario. Entonces, si vas a pensar en una etnicidad de museo, te vas a perder el 99 por ciento de los indios que realmente existen.
¿Hay algo de este discurso que converge con las modas académicas?
–Las modas académicas han hecho el resto, lo cual consiste en posicionar un discurso de la indigenidad como un discurso a la moda, políticamente correcto, desde donde se generan finalmente los espacios que certifican indios. Los clasemedieros especialistas en el discurso de la indigenidad ahora se arrogan el derecho de decir quién es indio y quién no. Y son capaces de decirte si eres muy blanco o lo suficientemente oscuro para ser indio o por qué usas Adidas en vez de ojotas. Esos son los que te están usando como mercancía, sean de transacción económica o de poder. Es vestirlo al indio de un modo que legitimas tu mirada exotizante y además te legitimas a ti como universal versus particular. Volvemos a lo mismo del siglo XIX: la mirada antropológica que persiste y la idea de que el mestizo es universal. Una idea totalmente falsa porque si hay un particularismo es el del mestizo.
¿Qué significa eso?
–Que si hay un arcaísmo en Bolivia es el trato señorial que le da el mestizo de elite a su trabajadora doméstica. Si hay una herencia arcaica colonial es su falta de entusiasmo por el trabajo manual que desde clavar un clavo a servirse agua. Mientras que el indio es moderno porque resuelve el problema de sobrevivencia haciendo tres cosas a la vez, una de ellas es capitalista, la otra autogestionaria, con la ductilidad de vivir en varios mundos y cambiar de código y cruzar fronteras, ¡qué perfectos y perfectas para el mundo moderno!
–Lo ch’ixi es el mestizo liberado de su vergüenza, de la vergüenza que le da su lado indio, cuando reconoce que esa es su sintaxis, desde la cual puede mirar el todo, se puede volver libre. Mis pensamientos, mis intuiciones, se los debo a ese primer gesto descolonizador de mi propia india interior que es descolonizador también de mi propia memoria temprana, de la incomodidad y el dolor que me provocaban la formación en una familia que quería que yo sea una señora: por eso yo me llamo birchola y no birlocha (N. de E.: la chola que deja su ropa por la de señora), porque soy abajista. ¿De dónde viene mi abajismo? Del amor que yo le tenía a una señora que se llamaba Rosa que me cargó de niña y que se murió cuando yo tenía 8 años. Entonces yo he sido eterna huérfana, eterna nostálgica, de esa madre sustituta. Y yo creo que eso pasa en muchas mestizas y mestizos, entre otras la María Galindo que escribe un texto bellísimo que dice ¿yo no necesito tener una chola entre mis ancestros?, que obviamente es un homenaje a la chola que la cargó de niña. De ahí yo tengo toda una hipótesis sobre el complejo del aguayo que vendría a ser la raíz de los populismos modernos.
¿Qué sería ese complejo?
–El complejo del aguayo consiste en que esa mujer que has amado desde niña, que la has olido y la has creído tu mamá, a los siete años tu familia te enseña a despreciarla. Y el dolor que te produce eso es imperdonable. Yo nunca se lo he perdonado a mi mamá, incluso después de tres años de muerta, con los rituales de todos los santos. Y para mí y hasta el día de hoy la familia de la Rosa es mi verdadera familia. Yo he ido más veces al cementerio a ver a la Rosa que a mi mamá. Pero la familia de la Rosa me ha ayudado a que intente perdonar a mi mamá. Es muy doloroso cuando te preguntas de niña ¿por qué no la puedo querer? Es algo que trabaja muy bien la escritora Rosario Castellanos, en ella es un dolor incurable. En mí fue reconocer el bilingüismo de oídas de niña. Cuando me di cuenta de que lo que yo hablo es castimillano y no castellano, que yo ya sé el dialecto conector, el semiotic shifter, el que te permite traducir. El día que yo dije ¿ay, por fin ya lo hablo? y me largué en la radio, superé hasta la vergüenza de que se rían los aymaras de mi aymara mal hablado, me di cuenta de que estaba recordando desde cuatro generaciones.
Vos decís que la imagen tiene la potencia de revelar lo que el lenguaje colonial oculta...
–Nosotros estamos acostumbrados a un lenguaje de convenciones, de lo tácito, de modos de decir que mienten y que el interlocutor sabe que mienten y ambos estamos haciendo la parodia de la civilidad. Por ejemplo no se habla de la empleada doméstica que atiende a las guaguas, ese es un tema tabú. Recuerdo a una compañera austríaca horrorizada porque las señoras en Bolivia cuando hablaban entre ellas, en el mundo medio privado, sólo hablaban de sus sirvientas. ¡Eso exactamente dice la Flora Tristán en el siglo XVIII!: qué cosa más aburrida la clase alta boliviana, de lo único que hablan es de sus dietas y sus empleadas domésticas. Sin embargo, eso en el lenguaje público es un tema tabú, absolutamente tabú. Me ha pasado también en el Perú, en casa de intelectuales marxistas reconocidos, en las que de repente aparecen unos seres invisibles que te ponen y quitan los platos, yo quiero hablarles, entiendo quechua. No te digo que no les den trabajo, lo que yo cuestiono es el tácito de su invisibilidad. O sea, si va a venir esa señora, qué lindo, es ya de hecho una relación intercultural, una oportunidad de aprendizaje. El otro tácito son las relaciones sexuales transculturales, la política del sexo: la amante chola, la secretaria que es amante pero que a la vez es del sindicato. Esa política empezó con el MNR. Antes eran las sirvientas las que proveían de este mestizaje tremendamente útil para la política y a través de ellas se hacían buenos negocios de compra en el campo, o de reclutamiento de mano de obra, y a la vez los políticos podían controlar el poder local, a través de quienes eran indios sirvientes en la casa y notables ciudadanos en sus pueblitos y que luego les hacían el servicio político de los amarres electorales. Otro fenómeno en la circulación de elites que se da después del 52 es que cierto tipo de mujeres despreciadas, las mujeres que trabajaban, ingresan al Estado y proveen otro espacio de esta doble moral, como Paz Estensoro que se casa con su secretaria que era una señora de Santa Cruz y de quien toda la oligarquía la criticaba como ligera. Esto es absolutamente universal: la disociación entre palabras y actos. La izquierda está perdida mientras no reorganice su vida privada conforme a sus ideas. A eso nos ha llevado la falsa distinción entre vida pública y vida privada.
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