LAURA BONAPARTE
› Por Marta Dillon
Si hay un deber de memoria, Laura Bonaparte lo cumple. Y aunque bastaría para hacerlo con la imagen de su cuerpo alto y fuerte como una columna, con las fotos de sus dos hijas, su hijo, sus yernos, su nuera y su primer marido, todos desaparecidos, colgadas de su cuello como una denuncia inapelable; eso no es suficiente para describir su tarea, la desmesura de su vida que no se atrevió a escribir por sí misma justamente porque hasta para ella resulta inabarcable. Escribió otras cosas, sin embargo. Innumerables cartas de denuncia sobre los padeceres de otros. Desaparecidos en América Central, torturados en Filipinas, escribió sobre los fantasmas de las mujeres en torno de su cuerpo y la experiencia de la maternidad. Escribió, por ejemplo, cómo el terrorismo de Estado argentino apostó por la desaparición de los cuerpos de los asesinados porque siguiendo el ejemplo de otros países creyeron que así sería más fácil desarticular la resistencia. Se equivocaron. No sabían que entre muchas resistencias iban a toparse con mujeres como Laura. Alguien que sólo se atrevía a llorar frente a la conmoción que le producía la voz humana entonando una ópera en esos días de exilio mexicano a la vuelta de una función de cine que compartía con uno de sus nietos, el que la llamó mamá después de haber perdido a la suya y a la hermana de ésta, que lo crió hasta el año y medio. Alguien que vivió más de una vida y que aun en la noche más cerrada, cuando las noticias de la ausencia interminable de sus hijos caían como cascadas, era capaz de reunirse con otras mujeres para reclamar por el derecho de cada una a decidir sobre su cuerpo. Es que ésa era la manera que ella encontraba de correrse del lugar de la víctima, de poner el cuerpo por otros y otras porque sabía que así también tejía las redes de solidaridad que la sostuvieron en el exilio. Redes de mujeres, mayormente, mujeres mexicanas organizadas por cuestiones de género que la salvaban a cada instante con cuotas de humor que agradecía más que cualquier otro consuelo.
De los cinco hijos que parió —el primero murió al poco tiempo de nacer—, sólo sobrevivió uno, Luis, el que de alguna manera le salvó la vida imponiéndole un viaje del que volvería más de una década después. Pero a ella, a diferencia de lo que puede leerse en las biografías de otras madres de Plaza de Mayo, no la parieron sus hijos. Ella era una militante política antes de desear tenerlos, ya era rebelde y combativa a los 18 cuando enfrentó a la represión que se impuso sobre un grupo de jóvenes comunistas el día en que festejaban el retiro de las tropas nazis de Francia. Y no dejó de serlo nunca. Apenas sus chicos empezaron la escuela, ella también se puso a estudiar. Se recibió sin dificultad de psicóloga —levantándose a las tres y media de la madrugada, claro, para dedicarles horas a los libros antes de hacer el desayuno para su prole—, empezó a trabajar, se divorció, volvió a enamorarse. Hizo trabajo social en las villas en la década del ‘60, hablándoles a las mujeres “de lo que menos les importaba, su propio cuerpo”, para que a través de esa conciencia pudieran detectar los dolores y problemas de sus vecinos y compañeros. Participó en el germen de las Fuerzas Armadas Peronistas y se retiró porque se sentía incapaz de tomar las armas. Fue compañera de sus hijos e hijas, festejó su conciencia política. Fue joven a los 40 y a los 50 y a los 60 y sigue siendo joven ahora que ya pasó los 80 y llegó por fin el momento en que alguien —una periodista francesa, Claude Mary— escuchó su relato y lo transformó en un libro que aunque se lea con un dolor que pone el corazón en puño no deja de iluminar con su ejemplo. “¿Soy madre de mis hijos ahora que ellos no están? ¿Sigo siendo madre porque Luis sobrevivió?”, es capaz de preguntarse sin santificar ningún rol, ninguna experiencia. “Sé que cuesta escucharlo, pero no hay madre si no vive más el hijo o la hija (...) Se la nombra ‘madre de desaparecido’ en un lenguaje que la nombra al mismo tiempo que la despoja.” Ella, despojada, nunca se ancló en lo que le quitaron, nunca lograron encerrarla en ese “espacio donde la muerte ronda la derrota”. Por eso siguió atendiendo pacientes, bailando con cualquier música para apropiarse de su alegría, festejando la aparición de una agrupación como HIJOS al punto de desvalijar su propia casa para que éstos pudieran montar su propia sede. Porque ella entiende el activismo en los derechos humanos de una única y rotunda manera: “La posibilidad de compartir con otros la generosidad que está adentro de cada uno”.
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