Vie 12.11.2010
las12

VISTO Y LEíDO

Te quiero, verde

› Por Marisa Avigliano

En los jardines, la naturaleza tiene contorno, hay un orden impuesto, una selección que gobierna con cercada prolijidad, pero detrás del maquillaje (la poda y los canteros) su dominio salvaje asecha. Quizá por eso el jardín es el ambiente ideal para imaginar aventuras, romper espacios y guardar tesoros. La fusión de plantas, rocas, agua y gravilla mezclan jerarquías, y es esencialmente en esa mezcla en la que aparece el desparpajo arquitectónico de la imaginación.

Zidrou (su nombre es Benoît-Drousie, nació en 1962, escritor y guionista belga muy conocido por sus comics en la revista Spirou) escribió Mi jardín para mostrar un reino, un imperio, un cuadradito de cielo que se guarda en el bolsillo, como aquel cielo encauzado del patio borgeano.

El brevísimo librito (no sólo para niños) cuenta las intimidades de un rincón de la casa donde pasan muchísimas cosas que perciben los que no se aburren fácilmente y están cerca de sus deseos cuando la aurora llega con sus pequeños pies (como decía un verso de Pound). El jardín de Zidrou busca inmunidad contra el veneno del tiempo y es una guarida de olores, de mediodías líquidos.

Ese jardín, dormitorio del viento –como lo llama el niño que habla a través de la boca de un hombre o el hombre que mueve la boca como si fuera todavía un niño–, es también camposanto de hamsters y de un gato, y el lugar donde conviven piratas, lombrices, océanos y el esqueleto de un carniptyrodicus.

Para colorear Mi jardín, Marjorie Pourchet (Besançon, 1979, autora e ilustradora de La cabeza en la bolsa, la historia de la tímida Adela) eligió ambientar las larguísimas ramas con hojas verdes y otras veces ocres –según el compás del recuerdo– entre tazas, cucharas y cofres. Los objetos de entrecasa envueltos en carmín, como aquella escena de la mesa roja del comedor de Matisse, ocupan espacios nuevos, se agrandan o achican según convenga, invaden el interior o explotan a cielo abierto. Cada una de las figuras y los personajes que aparecen –a veces en doble página y todos delineados con la misma minuciosidad entre líneas y picado, no importa su tamaño– se componen entre colores fuertes y sepia en un surco que busca luz, espacio, profundidad y movimiento, como si pasáramos la yema de los dedos entre grabados, telas, fotos viejas y témperas todo al mismo tiempo. Sí, un sueño surrealista con mucho movimiento, porque el que siempre se mueve es el propio jardín mientras sienta en sus rodillas a su huésped que también es su amo y le acaricia la cabeza. Las hojas del árbol nunca están quietas, tampoco los juncos y mucho menos el brebaje de hierbas que se cocina en la cacerola de las hechiceras.

El narrador, poeta misterioso tan efímero como violento, cuenta en primera persona el viaje hacia el corazón de su jardín y versifica en la melancolía que saben conceder los lugares por los que pasó la infancia.

Después de leerlo –los adultos que tienen la suerte de tener un jardín– no van a tener ganas pulcras de barrer con esmero las hojas que caen y quedan a los pies del árbol.

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