PERFILES > LOHANA BERKINS
› Por Marta Dillon
Su abrazo es como un refugio en el que dan ganas de quedarse a dormir o aprovechar para llorar una pena antigua con la seguridad de que habrá consuelo. Cuerpo generoso, sonrisa fácil aun en medio de las luchas más encarnizadas y una viveza en la lengua que conserva desde las épocas en que las persecuciones policiales o institucionales en general la obligaron a usar el carrilche —ese lenguaje callejero que las travestis inventaron como una de las tantas estrategias de autodefensa—, Lohana Berkins es mucho más que una de las figuras visibles del activismo queer. Es, además, alguien capaz de generar las carcajadas más agudas o de estampar huevos sobre los fundamentalistas católicos que amenazaban con el infierno a quienes reclamaban el matrimonio igualitario en la Plaza del Congreso, pero esquivando la figura de la Virgen que los fanáticos enarbolaban. Porque a Lohana no le van a tocar a su virgencita. Alguien que puede sentarse en las oficinas de los directivos de la Fiat para pedir trabajo para sus compañeras o colaboración con la cooperativa textil que dirige y delatarlos en su transfobia en ese mismo acto mientras los señores de traje no llegan a aflojarse el nudo de la corbata para aliviar la asfixia que les produce ser interpelados por esta morocha nacida en Bolivia, con gestos de señora de barrio y lenguaje pulido. Pulido siempre y cuando no la busquen lo suficiente como olvidar los estudios formales que terminó con nombre propio —previa presentación en la Defensoría del Pueblo, allá por el principio de este siglo— y los que fue acumulando en su vida como activista, disertante en cientos de congresos nacionales e internacionales, e investigadora tanto de las condiciones de vida de sus compañeras travestis como de los condicionamientos sociales, culturales y políticos que modelan esas vidas a fuerza de exclusión. De esas investigaciones —trabajos colectivos en los que su voz suena como un trueno— nacieron los libros La gesta del nombre propio y Cumbia, copeteo y lágrimas. Por su persistencia militante, la agrupación que fundó, Alitt —Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual—, consiguió que le dieran la personería jurídica después de negársela en primera instancia por considerar que el objeto de la asociación no tendía al bien común. ¿Habrán querido decir al “sentido” común?
Esa misma voluntad, esa claridad que la hace ver siempre el próximo objetivo, alumbró a la Cooperativa de Trabajo Nadia Echazú, integrada por travestis y trans femeninas, que hoy genera trabajo para 60 personas que también se rebelan, como ella lo hizo alguna vez, frente a la prostitución como destino.
Con la familia que la expulsó de su hogar norteño a los 13, después de que escandalizara a todo el pueblo por defender a una amiga, Lola, “tan marica” como ella, cuando el cura la quiso expulsar de la procesión que las dos habían engalanado con su arte para los afeites, Lohana ha vuelto a tender lazos. No con su padre militar, pero sí con hermanos y sobrinas que la siguen con devoción en este o aquel programa de radio o intervención pública. Pero también ha construido otra familia, la de los y las pares, la de quienes han recorrido más de una vez la calle de su brazo para exigir el fin de la represión policial contra travestis y trans, el juicio y castigo para los genocidas de la última dictadura militar, el derecho al aborto seguro para las mujeres, el derecho de todos y todas a decidir sobre nuestros propios cuerpos.
Ayer, distintas agrupaciones de travestis y trans presentaron un nuevo proyecto de identidad de género que también contempla la protección del Estado y el sistema de salud para las intervenciones corporales que garanticen, justamente, la expresión de género. Lohana, por supuesto, estuvo ahí. Fue apenas unos días después de presentarse ella misma ante la Justicia para pedir que en su documento figure su nombre. Su trayectoria, sus trabajos, sus publicaciones la avalan, no necesita más opinión. Ella, que defiende la identidad travesti por revulsiva y latinoamericana, podría tener un documento que la reconozca como mujer. “¿Y qué vas a hacer entonces?”, le preguntaron Diana Sacayán y Marlene Wayar, compañeras y militantes. “Y ahí me rompieron la cabeza”, fue su primera respuesta, aunque después siguió argumentando en el periódico Mu, de la Agencia La Vaca: “El desafío es cómo relacionarnos con un Estado que sólo concibe la binaridad de sexos —hombre o mujer—, cómo negociamos y hasta dónde, para que no se pierda nuestra propia identidad. Porque si bien el documento tal como está ahora representa para nuestra identidad una violencia, no significa que otro que nos identifique de otra manera deje de serlo. A partir de un cambio en nuestro documento, ¿seremos dignas para este Estado del plan Maternidad o Jefa de Hogar? ¿Nos van a dar trabajo, acceso a la educación y a la salud pública, para construir nuestro propio cuerpo? ¿En qué lugar nos van a poner? ¿Van a reconocer nuestra capacidad para producir trabajo, saberes, dirigencia?”. Las respuestas están abiertas, claro, las herramientas para producir esas respuestas están a disposición. Basta preguntarles a militantes como Lohana Berkins. O a cualquiera de sus compañeros y compañeras trans que reclaman por su nombre propio y no necesitan que se hable en su nombre.
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