Vie 09.05.2003
las12

LIBROS

Detrás de toda gran máquina de escribir...

Seis mujeres y seis fantasmas, o seis creadores, o seis genios. Conversaciones con mujeres de escritores, de José Tcherkaski, rastrea en los mundos privados de las esposas de Roberto Arlt, Haroldo Conti, Héctor Oesterheld, Héctor Tizón, Jorge Luis Borges y Juan Carlos Onetti.

Por María Moreno

–¿La señora Shine?
–Sí, ¿quién es usted?
–Mi nombre es José Tcherkaski.
–¿Y?
–Soy periodista y quisiera entrevistarla.
–¿Por qué a mí?
–Si no me equivoco, usted estuvo casada con Roberto Arlt.
–Ah, eso. Déjeme pensarlo. Usted sabe, tengo 94 años.
–Piénselo.
–Bueno, venga a visitarme el viernes y tráigame una rosa.
–¿Una rosa? Encantado.
–¿Sabe? Arlt siempre me regalaba claveles y yo los detesto.
José Tcherkaski dice que, de las seis entrevistas que componen su libro Conversaciones con mujeres de escritores, editado por Biblos, la que le realizó a Mary Shine de Arlt es su preferida. Hay en esa inglesa desenvuelta e insolente un tono de comedia y de qué me importa sobre la obra de su marido que la convierten en la versión criolla de Helga, la esposa de Olaf el Vikingo, esa mujer de historieta que, cuando su marido le contaba que acababa de conquistar París, respondía: “Sí, pero estás ensuciándome el felpudo”. Las entrevistas a Marta Scavac, María Kodama, Elsa Oesterheld, Dorotea Muhr y Flora Guzmán despliegan diferentes tonos que oscilan entre la ironía afectuosa, el dolor congelado y la evocación maternal.
Cancerberos de la obra notable o guardianas de la memoria del hombre más allá de su condición de autor célebre, casi siempre muy activas en la construcción de sus personajes, las seis entrevistadas transmiten de diversos modos la certeza de haber sido fundamentales en la misión que antaño cumplían las musas y las secretarias. Ante el entrevistador, Marta Scavac evocará a un Haroldo Conti anterior a la tragedia, una historia de amor marcada por la relación maestro-alumna, una declaración de una mujer decente a un Don Juan, la prisión de la amante por orden de un marido, un sobrenombre literario (Diadorin) y una tragedia donde ella antepone la pérdida del autor al deseo de trascendencia de sus libros. María Kodama se resiste a salir de la página pautada con que relatará una y otra vez su vínculo con Borges, pero la capacidad de Tcherkaski para generar un mínimo de hostilidad a través de una posición que parece desinteresarse por los trapitos al sol y la confesión en el sentido pecaminoso y amarillista del término permiten a éste acceder a registros íntimos inéditos. Dorotea Muhr mostrará esta vez a un Juan Carlos Onetti menos extravagante que fóbico, y confirmará la amistad de éste con Mario Benedetti, algo que había sido puesto en duda por aquellos que, con razón, no pueden hacer conversar la obra de ambos. Flora Guzmán, esposa de Héctor Tizón, será la cónyuge más independiente, si se quiere, “más suya”, alguien de prestigio en su propio espacio literario, aunque –en la evocación de Tcherkaski– con una no tan soterrada vocación de actriz. Elsa Oesterheld utiliza la entrevista paraexplayarse en su visión crítica sobre la experiencia revolucionaria con una confianza que dice no haber alcanzado en las zonas solidarias de los derechos humanos. Y el entrevistador se enamora de ella.
Si es mujer ponele Rosa
Roberto Arlt murió en 1942. El duelo de Elisabeth Mary Shine está atemperado, la imagen querida del escritor se reescribe en ella a través de recuerdos cómicos, bohemios, casi de teatro de bulevar con piñas en la calle y venganzas a lo película de Juan Carlos Thorry y Mirtha Legrand.
–A mí no me gusta la investigación –dice Tcherkaski–, salvo cuando se trata de buscar al personaje, como me pasó con Elisabeth Shine.
–¿Cómo fue el rastreo?
–Alguien me había dicho que vivía. Pero lo único que sabía era que tenía un apellido inglés. Calculé por la edad que no podía vivir sola. Entonces me incliné a pensar que estaba en un geriátrico, ya que los ingleses tienen unos muy buenos. Agarré la guía. Llamé a un lugar preguntando si vivía ahí. Me dijeron que no, pregunté en otras direcciones posibles hasta que me dijeron: “Está acá”. Me dieron con ella. Decirle: “Habla José Tcherkaski”, era lo mismo que decirle que hablaba un navegante venido de Singapur. Cuando convenimos que me recibiría si le llevaba una rosa, compré una de quince y llegué hasta el geriátrico. Después me dijo que le hubiera gustado llamarse Rosa y que si Arlt le regalaba claveles era por los muchos que debía haber regalado cuando estuvo en España. Durante la entrevista, los otros habitantes del lugar estaban jugando al bingo. Se escuchaba de vez en cuando: “¡Number two!” “¡Yeeeeeees...!” “No nos dejan hablar”, me decía ella coquetamente. Enseguida me di cuenta de que no había que seguirla por la inteligencia sino por la belleza. Halagarla. Lo que más me llamó la atención es que la obra de Arlt le importaba un carajo –ella estaba enamorada de él–. Y luego la displicencia. Era una insolente. A veces me decía: “Estoy cansada, venga otro día”. Y yo siempre con la rosa. Ahora la invité a la presentación del libro y ella me dijo: “Ay, Tcherkaski, no sé si voy a poder ir porque he dejado de ser un pimpollo: me han sacado tres dientes”.
A Elisabeth Mary Shine le gustaba Roberto Arlt porque era buen mozo, alto, robusto, descuidado y faltó que haya dicho “porque era bien macho”, y no por ser un miembro de la craneoteca argentina. Un párrafo de la entrevista:
–El me regaló Los siete locos. Yo lo leí y no me gustó. Leí la primera parte y lo dejé, en cambio le regalé a él Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam.
–¿Y a él le gustó?
–No.
–¿Por qué le regaló ese libro?
–Porque yo pensé: “Si él me regala algo de locos, yo le voy a regalar algo de locos a él”.
–...
–¿Con usted se enojaba mucho?
–Uh... La primera vez que nos enojamos, decidimos terminar para siempre y dejamos de vernos dos días. Hasta que una noche, a las tres de la mañana sonó el timbre de la puerta de calle: era Arlt que venía a arreglar las cosas. Después de eso, si hubiera sido un gato con setenta y siete vidas, las hubiera perdido todas porque nos peleábamos continuamente. El tenía su carácter y yo el mío.
–¿Alguna vez tuvieron una pelea violenta o solamente eran palabras?
–Uf... a cachetadas y en la calle, delante de todo el mundo.
–¿Usted lo amó?
–Mucho. Ahora, la vez más brava en que nos peleamos, él pidió hablar con los ingleses –así llamábamos a la gente de la editorial–. Habló con eldirector de su diario, con Carlos Sáenz Peña, para hacer una gira por todos los países de América de la costa del Pacífico. Le dieron la autorización.
–¿Se fue?
–Sí, para Chile, pero yo tuve la suerte de ganarle. Resulta que mi director pescó una tos convulsa que le trajo su hija del colegio y nos pasó la enfermedad al jefe de avisos y a mí. Tuve que soportar la tos convulsa y las bromas de mis compañeros, que me decían: “¿Cuál de los dos te contagió la tos convulsa, Bouché o Robirosa?”. Robirosa era el jefe de avisos. El doctor Florencio Escardó, que escribía en El Hogar, dijo que para curar la tos convulsa lo que más me convenía era hacer un viaje en avión, aunque fuera subir, dar una vuelta y bajar, o ir a Córdoba. Yo no pensaba viajar en avión... ¡Dios me libre de eso! Me daba espanto, era muy poco común viajar en avión. La prueba es que mi marido se fue a Chile en tren. Pero yo le gané porque dos días antes de que él se fuera me fui a Córdoba con mi madre, a Unquillo, donde Bouché tenía una cuñada que junto con su marido habían puesto una hostería. Entonces, cuando Roberto Arlt me dejó plantada y se fue a Chile, yo lo dejé plantado a él y me fui a Unquillo.
A esta celosa le encantaba posar de mujer moderna. Una vez se fue a comer lentejas con el escritor Roberto Ledesma a una fonda que quedaba frente al Parque Saavedra –su casamiento con Arlt permanecía en la clandestinidad porque su condición de casada podía poner en riesgo su empleo a raíz de la posibilidad de quedar embarazada–. Luego, los dos periodistas pobres se fueron a correr por el parque. El la invitó a ir a una posada, nombre que se usaba entonces para los albergues transitorios. Ella dijo que sí con la condición de poder elegirla. Ledesma se entusiasmó con la soltura de esa jovencita que parecía tan seria y seguramente sospechó –sospecha a su vez Elisabeth– que ella cobraría alguna comisión en el lugar. Luego le preguntó: “¿Me podría decir a cuál?”. Ella le contestó: “Vamos a ver La Posada del León”, una obra de Rega Molina que se estaba dando. Con el mismo estilo, no cede a las provocaciones de Tcherkaski:
–No sé si es cierto, pero dicen que el gran amor de Arlt fue...
–Maruja Romero.
–¿Quién fue Maruja Romero?
–Una chica que conoció en un tren.
–¿Usted ya estaba casada con él?
–No, fue mucho antes, pero siempre la recordó, siempre, incluso cuando estaba conmigo. Maruja Romero es una chica que nunca se borró de su memoria.
–¿Era una pianista?
–Sí. Le dedicó El amor brujo y otro libro al cual le puso una dedicatoria y lo llevó a su casa. El estaba con Carmen, su primera mujer, y tuvo la ingenuidad de arrancar la página donde estaba la dedicatoria. Naturalmente, Carmen se dio cuenta de que faltaba la primera página, compró el libro y leyó la dedicatoria a Maruja Romero. Fue el amor de su vida. Mirta no lo reconoce, yo sí.
–¿Usted cree que amó más a Maruja que a usted?
–Me parece que sí.
–¿Le duele saberlo?
–No. Yo amé a otros hombres antes de conocerlo a él. ¿Por qué no? Mi primer amor era un cadete de la Escuela Naval; después no. Tuve pequeñas simpatías sin importancia. Cuando me cansaba de ellas, plantaba.
Elisabeth Shine retrata a un Roberto Arlt capaz de comerse una corvina con salsa de anchoas y un flan hecho con seis huevos y luego protestar: “Decile a tu drema que cocina muy mal, la comida de anoche me hizo mal”, a quien un vendedor de perros le sugiere que su mercadería no es para élporque le nota pinta de atorrante, un soñador que compraba dos terrenos para hacerse una casa y dejaba de pagar las cuotas en la mitad, pero que continuó siendo socio del Círculo de Prensa para que su futuro hijo tuviera el beneficio de una obra social. La aventura de fabricar medias irrompibles mediante lo que Elisabeth llama “una mezcolanza de látex” imprime a su voz un dejo de rencor; recuerda Tcherkaski:
–El ganaba en La Razón 500 pesos, más lo que recibía por los libros y colaboraciones, y nunca la sacó de la vida de pensión. A Mirta Arlt no la quiere nada. “La detesto”, me dijo con naturalidad, como detesta que ella haya concluido la obra de teatro El desierto entra en la ciudad. Del hijo que tuvo con Arlt habló muy poco. Sé que se llama Roberto, que es bibliotecario y que cuando le preguntan por el padre, contesta como Isabelita: “No me atosiguéis”. Ella se peina como Arlt aunque en el día de la entrevista se disculpó porque se había tijereteado la onda. Le molestaba –me dijo– porque le estaba llegando a la ceja. Elisabeth sostiene que Arlt se peinó con la onda una sola vez y por la sugerencia de un fotógrafo de La Casa del Pueblo, que le hizo una foto. Así nació el famoso “mechón arltiano”. En general se peinaba a la cachetada con la gomina británica Brancato.
¿Cuál es el método de José Tcherkaski para dejar a la gente “sin ropita”, como lo acusó Flora Guzmán? Para él una entrevista tiene que ser lo contrario a un match de boxeo. La define como al arte de estar ausente para hacer presente. Cuando cuenta sus procedimientos, describe su posición como la de un muerto, un mudo, una sombra. A veces se reconoce en la actitud de un psicoanalista, sólo que elude toda interpretación. Otras se piensa a sí mismo como alguien que habla desde el lugar del público. Con una curiosidad legítima, por eso sus preguntas suenan verdaderas. Al hacerlas, nunca va más allá del pedido de una precisión de los detalles, de una asociación disparadora. El sentido de lo popular que le hizo triunfar como autor de canciones como “Mi viejo” o “Juan Boliche” le permite saber cuál es la ocasión para meter la pregunta espinosa –nunca deliberada sino producto de una lógica interior al diálogo mismo– o “comprar” al difícil que se retacea.
Tcherkaski es autor, amén de varios hits populares, de varios libros de reportajes como El teatro de Jorge Lavelli, Copi, homosexualidad y creación y Torrijos por Torrijos.
–Entrevistar es mirar y escuchar. No establecer ningún vínculo. Lo que siempre me preocupa es encontrar la primera pregunta. A medida que va girando la respuesta, voy trabajando. Y cuando el otro se queda en silencio y se produce una gran incomodidad, es él quien se ve obligado a seguir hablando. Con Fangio hicimos una especie de campeonato de silencio. El entrevistador debe funcionar como un disparador. También trabajo con la ausencia como compositor. “Mi viejo” ocupó un espacio en un país donde nunca se habló del padre, siempre de la madre. Cuando la canción pegó en todo el mundo, me di cuenta de que había tocado el inconsciente colectivo. Hoy la gente la silba y no sabe qué está silbando, tampoco de quién es.

Otras flores,
otra que musas
Flora Guzmán es la única de las entrevistadas que no es viuda: en
Yala, Héctor Tizón sigue matizando la escritura y el ejercicio de la abogacía con asados “hechos sólo con animales de cuatro patas”, siestas y conversaciones medidas de huraño.
–Cuando fui a entrevistar a Flora Guzmán de Tizón, no sabía que esa casa a la que llegué, muy paqueta y con buenos cuadros, era la de su prima Cristina. Me acuerdo de que estaba esperando en el living y de que había un desnivel, algo que tenía el aspecto de un escenario en cuya boca se veía un pasillo que, supuse, venía de la zona de los dormitorios. De pronto vi avanzar, como desde la cuarta pared y muy lentamente, a unaespecie de estrella de cine de los años ‘40 envuelta en lo que me parecieron unos metros de gasa... ¿Cómo se llama eso?
–¿Un foulard?
–Un foulard que ella dejaba caer y se acomodaba a cada rato. Muy coqueta, se recostaba en el sofá y me lanzaba golpes de seducción: “¡Ay, qué preguntas tan intensas me hace, usted es terrible!”. Todo en un tono de comedia. Cada respuesta era una actuación. Todo empezó como una entrevista académica y terminó como si fuéramos dos locas bailando un baión. Tuve la impresión de que la relación con su marido no era del brazo y por la calle, pero que lo quería mucho. Me mostró con mucha seriedad un escrito que Tizón le dictó luego de un infarto, algo que guarda como un talismán. Pero tuve la impresión de que en Flora lo académico es su vida y lo frívolo, su sueño.
Flora Guzmán no puede recordar en que momento conoció a Héctor Tizón. El era el hijo del jefe de estación de Yala, ella era una chica de buena familia interesada en la literatura. Con el tiempo vio crecer esos textos que llegaron a ser recogidos en obras completas, sin complacerse con todos y aconsejando sobre sintaxis, registrando las marcas de la influencia del quechua sobre el español, ejerciendo en casa su profesión de lingüista. Pero está lejos de suponerse una interlocutora esencial de su marido. Ella se dedica a la crítica literaria, aunque no haya podido ocupar un cargo en esa materia cuando ella y Tizón regresaron del exilio en 1982. “Ese año no encuentro trabajo, y cuando puedo entrar en la universidad, me encuentro con que estoy flanqueada de procesistas, y que a mí me han puesto ahí por un especie de touch democrático. Cuando dije que me interesaba la teoría literaria, me dijeron: ‘Imposible, tenemos compromisos ya’, como si estuviéramos en Harvard, más o menos; entonces me dijeron: ‘Si querés, llevá lingüística’. Y ahí me volqué en eso que en realidad no me apasiona.”
Se habían ido porque los amigos “caían” todos los días, porque se decía que en sus campos había entrenamiento de guerrilleros, porque en la escuela se hablaba de subversión y ella se levantaba de noche ni bien ladraban los perros mientras Tizón decía ingenuamente: “¿Qué puede pasar? Si vienen, les digo que yo siempre he sido radical”. Cable a tierra, pero con una vida independiente de su marido, de todas las entrevistadas ella es la que menos se atiene a aceptar un lugar de albaceas en vida de una obra notable.
En cambio, Dorotea Muhr (Dolly de Onetti) fue la secretaria, la abrepuertas, el brazo derecho de un hombre que vivía decúbito dorsal mientras ella se las arreglaba para seguir usando sus propios brazos para tocar el violín. Para Tcherkaski, Onetti se pasó catorce años en la cama, rodeado de botellas. Aunque sospecha que, más que estar en la cama, Onetti lo que hacía era no salir de su casa para cultivar un personaje. Seguramente se metía en la cama cuando venía alguien –se imagina–. En realidad era un fóbico.
“Cuando ganó el Cervantes, Juan –dice Dorotea Muhr– tuvo que hablar durante una presentación en Alcalá de Henares. Allí tuvo que dar un discurso que le costó horrores. Juan empezó a hablar en público cuando llegó a España y le costó mucho. Tuvo que dar una conferencia en el Instituto de Cultura Hispánica y lo pasó tan mal que lo mandaron en auto a dar una vuelta por España conmigo para distraerse un poco y lo único que hacía era hablar con el chofer, que había leído a Cervantes. Cuando llegábamos a lugares maravillosos como Sevilla o Granada, Juan subía al dormitorio y leía, mientras el chofer me llevaba a mí a conocer. Cuando teníamos que abandonar una ciudad, Juan decía: ‘¿Dónde tenemos que ir ahora?’, como cumpliendo una condena, y estábamos en Sevilla, en medio de la fiesta de la Semana Santa, que es increíble, y yo le contaba a Juan lo que veía y él me decía: ‘Lo sé mejor a través tuyo’.” Este es el relato de Marta Scavac sobre los comienzos de su relación con Haroldo Conti. El era su profesor de latín en un liceo nocturno, un tipo adulado al que festejaban como autor reconocido. Ella era mala alumna. A raíz de un problema de columna, un día comenzó a retorcerse en su asiento. El la increpó: “¿Qué le pasa? ¿No le interesa lo que digo? Váyase”. Ella deseó contestar, pero su timidez se lo impidió. A terminar la clase, corrió detrás del profesor del que se decía que detrás de su talento había un loco de la guerra y le explicó a los gritos que quién se creía que era, ella sufría de la columna. El se desarmó y le confesó sus propios dolores: unas terribles jaquecas. Ella lo odió igual. Hasta que un día una amiga le prestó Alrededor de la jaula. Lo que le sucedió la dejó tan asustada que, temblando, corrió a confesarse a su madre: se había enamorado de un libro. Decidió declarársele al autor, con fama de Don Juan.
Consiguió su teléfono y lo llamó. El pensó que era un levante; ella, que era una boluda. Tenía 26 años y era casada, muy ingenua. Acudió a la cita con una amiga delante de la cual se pensaba confesar ante ese flaco alto que pasó a recogerla en su coche a las siete de la tarde en Callao y Corrientes. Pero cuando ella subió al coche, la amiga no la siguió –era sabia–. Rumbearon para el Tigre. Se sentaron ante un lemon pie y ella dijo: “Profesor, yo estoy enamorada de usted y quería decírselo”. El dejó en el aire la cucharita con que recogía su lemon pie. Todo fue entonces discreto, sólo que coronado por una frase final de él cuando ella se bajó del auto: “Ahora que la conocí, no quiero perderla, Marta”. Y no la perdió, aunque tuvo que sacarla de la cárcel cuando ella volvió de la casa de su madre, adonde se había refugiado de la casa conyugal. Tenía que buscar algunas cosas de los chicos. Y arregló con su marido que una mucama le alcanzaría la llave. “Cuando abro la puerta, entran un montón de policías, con armas largas. Yo alcanzo a levantar las manos, por esa cuestión de instinto, y dije la frase mágica: ‘Soy la dueña de casa, no tiren’. Me esposaron a mí, esposaron a mi hermano, nos llevaron esposados abajo. ¿Qué había pasado? Mi marido estaba en combinación con esta mujer, que llama a la oficina para decirle que ya estábamos en la casa con mi hermano (el departamento era muy grande, llama, yo ni me entero), y él a su vez llama a la policía, diciéndole que había ladrones muy peligrosos en su casa.” Conti, por intermedio del marido de Marta Lynch, que era abogado, la sacó de la prisión que sufrió en una comisaría de la que estaba a cargo el comisario Rossi, un torturador que luego fue asesinado por una organización armada. Para Marta, aquello fue un anticipo, una suerte de profecía de la desaparición de Haroldo, ocurrida años más tarde, en tiempos en que ese ateo de las instituciones religiosas, todas las noches, acostumbraba tocar la frente de su hijo Ernesto y rezar en latín.
En Conversaciones con mujeres de escritores, María Kodama logra pasar los propios controles y dar cuenta de un Borges que, aun cerca de la muerte, busca goce a través del lenguaje. “Cuando llegamos a Ginebra, me dijo: ‘María, tenemos que llevar la misma vida que en Buenos Aires. No debemos dramatizar nada de esta situación. Busquemos a un profesor para seguir aprendiendo japonés. Así después usted continúa y yo cesaré en el momento en que los dioses decidan’. Me puse a buscar un profesor de japonés. Había un instituto, pero no permitía a los profesores dar clases particulares. Decidimos buscar por el diario. Allí encontramos el aviso de un profesor egipcio que daba clases de árabe. Le dije: ‘Borges, ¿no le interesaría tomar clases de árabe?’. ‘Llámelo ahora mismo’, respondió. Al hacerlo, el hombre notó que era extranjera. Preguntó para qué quería tomar clases de árabe, yo no había tomado conciencia de la hora que era: las once de la noche. En Europa nadie llama por teléfono a esa hora. Le expliqué que era profesora de literatura y que en mi país no tenía oportunidad de aprender árabe. Quiso saber donde debía darme clases. Le dije que estaba en un hotel. En ese momento, el teléfono se quedó mudo. Eldomingo, cuando llegó, le comenté que había otro señor que también iba a tomar las clases. Al egipcio se le dilataban los ojos cada vez más. Cuando vio a Borges, se largó a llorar, había leído su obra transcripta al árabe.”
La entrevista a Elsa Oesterheld tiene su propia identidad dentro del libro, no sólo por su tono y por la tragedia que narra sino porque su estructura podría dar origen a una obra teatral, ya que el peso de lo dicho y aunque Tcherkaski se comprometa a través del encuentro en una dimensión paraperiodística. Elsa dice haber visualizado la escalada de violencia, acusa a la dirigencia montonera por su política de exposición de los cuerpos de sus militantes y luego cómo se siente sola en los organismos de derechos humanos. Con lucidez exige la autocrítica, pero insiste en responsabilizar a Pablo Fernández, amigo de su casa, de haber arrastrado a Oesterheld y a sus hijas a un compromiso que ella vio riesgoso desde la ejecución de Aramburu. Y recuerda con estupor el encuentro con Graciela Fernández Meijide cuando fue a llevar sus denuncias a la Asamblea Permanente de Derechos Humanos: “Llevé cinco historias, porque eran mis yernos también. Yo las puse a todas y entonces le dije: ‘Esto es lo que me está pasando a mí; dos de las chicas estaban embarazadas’. No sé que decirte porque miró, me dijo que lo iba a leer... Yo esperaba encontrarme con una persona muy cálida, me resultó muy fría; es la impresión que me dio. (...) Yo creo que no le importó nada. Se lo transmitió todo a otra persona, que era un muchacho ayudante de ella, que después se hizo muy amigo mío. Ahora lo he dejado de ver, pero en realidad no movieron un dedo por mí hasta que llegó la Conadep”.
–Elsa es una ama de casa sensata que narra desde alguien a quien se le destruyó la familia –recuerda Tcherkaski–. No estoy de acuerdo con la influencia decisiva de Fernández Long sobre Oesterheld. Creo que el cambio de él, su radicalización, es paralela a la de las hijas. No se puede convencer a nadie que de antemano no está dispuesto. Lo que me sorprende de Elsa es que el dolor para ella es una herramienta que le da motivo de vida. Perdió cuatro hijas, un marido, dos yernos y dos nietos. Pero siente que tiene que contar su verdad y, a diferencia de otras verdades, la de ella está en estado de sospecha. Sin embargo, es una celosa guardiana de la obra de Oesterheld. Con Marta no ocurre. Se quedó en el dolor.
Conversaciones con mujeres de escritores se recorre creyendo escuchar, a través de los tonos y los registros narrativos, voces de mujeres enamoradas, pero que han sido transcriptas al modo de una traducción sensitiva que le debe todo a la escritura. Por eso la insistencia de Tcherkaski en privilegiar su trabajo sobre el clima y la transferencia durante el momento de la entrevista es discutible. Y es notable que, a pesar de proponerse como un entrevistador austero que marca la distancia y jamás fuerza las circunstancias, también sepa “pasarse del otro lado” para dar cuenta de una insoportable emoción propia. Por ejemplo cuando, al final de la entrevista a Elsa Oesterheld, declara sin temor a la vergüenza, con la irresponsabilidad de sucumbir a un momento verdadero: “Yo te voy a decir algo... Yo hice muchas entrevistas, pero en ésta he quedado perdidamente enamorado de vos porque realmente sos un homenaje a la vida”.

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