PERFILES > OPRAH WINFREY
› Por Flor Monfort
La mujer más rica e influyente del mundo según la revista Forbes tuvo un buen motivo para levantar la copa en año nuevo, cerrar bien fuerte los ojos y pedirle al cielo que su buena estrella la siga acompañando. Oprah Winfrey, la mujer que generó 315 millones de dólares en 2010, brindó por el éxito de su nuevo emprendimiento: su propia cadena de televisión. El paso que le faltaba dar a la más poderosa de Estados Unidos, un país que aún con Manhattan paralizada bajo la nieve le insiste al mundo con que el sueño americano sigue siendo posible. Si no, miren a Oprah.
El canal de cable se llama The Oprah Winfrey Network. OWN, sus siglas en inglés significan “propio”, una de las palabritas claves para entender el universo Oprah (“tú eres lo más importante que tienes” es su pilar). OWN llega al final de un año en que la diva tuvo que enfrentar la salida de su biografía no autorizada y fuertes rumores de homosexualidad. Oprah hizo de la transparencia su leit motiv marketinero, por eso, que salga el polvo de abajo de la alfombra y se sacuda por el aire, no le gusta nada a la mujer que logró que miles de otras mujeres se pregunten “¿Qué haría Oprah si estuviera en mi lugar?”.
En abril, la popular biógrafa Kitty Kelley (la misma que sacudió los cojines mullidos de la familia real británica y de los Bush) aseguró en su libraco de 440 páginas que la infancia pobre de Oprah es una mentira, que las mascotas cucarachas de las que siempre habla podrían haber sido perros de raza y que Oprah se refiere a Oprah así, en tercera persona, como nuestro Diegote. “Oprah no sube escaleras”, le dijo a un famoso galerista de Washington, a lo que recibió como respuesta: “Pero la verdad es que deberías hacerlo, hermana. Te vendría bien un poco de ejercicio”. Sin embargo, Oprah Winfrey se reza como un mantra. Su voz interior le dijo desde chica “convierte tu nombre en una marca, sé la negra más rica de América”. Y Oprah lo hizo. Entendió muy pronto la importancia de hacer de su hermosa e imponente O inicial un logo tan cotizado como el de Coca Cola o Mac Donalds. Pero a ellos no los quiso cerca de su redonda y oscura inicial, femenina como solo la letra con forma de ovario puede ser. Oprah quiso imponer un life style, un reposicionamiento de la mujer, ya no hacia la liberación, sino hacia la superación personal: solitas podemos y si comemos sano y hacemos ejercicio, mejor. Pero no poniéndose en el pedestal como su imitadora de estas tierras, Susana “el que mata tiene que morir” Giménez, que en un acto de arrojo negador se pone en sus propias producciones de moda posando con chongos sub 20. Oprah deja que sus fans la vean en el barro, por eso salió en la tapa de su propia revista diciendo “Chicas, ¿se acuerdan de la dieta que me hizo bajar 30 kilos? Bueno, resulta que la quebré y los aumenté todos”. Ella entendió que para opacar a las hienas rebeldes y odiosas de la prensa amarilla hay que ser más crítica que ellos, y aún más amarilla. Por eso, no tiene ningún drama en correrle el velo en vivo a Carla Nash, la mujer que fue atacada por un chimpancé y quedó con la cara completamente desfigurada pero dijo no pensar en ello ni estar enojada, o mostrar la intimidad de Jaquie Saborido, la chica que sobrevivió a un accidente en el que se prendió fuego y que la dejó, literalmente, sin cara. Todo en nombre del “si tú te quejas, piensa qué tendrían que hacer ellas”.
Como los grandes artistas, que hablan a través de su obra, Oprah no se dirige a la prensa. Tiene siete millones de espectadores diarios que la siguen. Probablemente muchos de ellos compren sus libros o los libros que ella recomienda (basta que Oprah diga que leyó tal cosa para que se convierta en best seller o mucho menos: que la fotografíen leyendo algo para que el malón corra a decirle al librero “deme lo que está leyendo Oprah”).
Pero hubo algo que la enojó mucho más que tener que admitir su debilidad por la comida. Respecto a los rumores de una relación íntima y hermosa con su editora y mano derecha Gayle King, puso el corazón en la mesa de Barbara Walters y le dijo: “No soy ni un poquito lesbiana” como si lesbiana fuera avara, por ejemplo: mucho, poquito o nada. “Y la razón por la que me enojo es porque eso significa que alguien piensa que estoy mintiendo. ¿Por qué querría esconderlo? Esa no es la forma en la que yo llevo mi vida” y luego comentó llorando, herida por lo horrible de la acusación, que King “es la madre que nunca tuve, la hermana que todos querrían tener. La amiga que todos merecen. No conozco a una mejor persona”.
Está claro que de secretos sabe Winfrey. Algunos de los miles que se dicen de ella en las páginas del libro de Kelley deben ser ciertos, pero no parecen indignarla tanto como para romper el silencio. Cuando Walters nombra a Gayle King (una mención aparte para lo sugestivo del nombre) Oprah pide un pañuelo para secarse las lágrimas. ¿Por qué debería llorar Oprah, siempre tan relajada frente a las desgracias de los otros, si con Gayle no pasa nada de nada más que una hermosa amistad? ¿Sería demasiado para una súper estrella y empresaria ser, además de negra, lesbiana? ¿No podría reírse Oprah de la confusión, si es que la hay, y celebrar la diversidad, ya que tantos y tantas la admiran y siguen desde sus pueblos perdidos en la inmensidad de la tierra de la libertad?
No, no puede. Total, ellos van a mirar su canal de todas maneras.
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