ENTREVISTA
Altamente estimada en el ámbito de la música contemporánea –como pianista, teórica, performer, docente, erudita–, Margarita Fernández no ha recibido suficiente reconocimiento por parte de los medios ni de las instituciones locales a lo largo de su extensa carrera. Sin embargo, ella es una ciudadana ilustrísima en más de un sentido. Las 12 se da el lujo y el privilegio de hacerle la primera entrevista a esta dama genial, en plena actividad y creatividad, que en diciembre pasado participó como narradora en Baltasar - Pruebas de verano, en el Argentino de La Plata.
› Por Moira Soto
En su cuento “Un tal Lucas”, Cortázar la menciona en el nivel de otros/as relevantes pianistas –Backhaus, Rubinstein, Lipati, Haskil, Brailovsky...–, habla de “esa manera de escucharse a sí misma de Margarita Fernández”. El escritor Luis Chitarroni dice de ella que “es una de las personas más inteligentes y elegantes que conozco, experta en compositores poco divulgados de acá y de cualquier parte, la mejor analista musical de la que tenga noticias. Oírla componer un poema en verso libre sobre los poemas de Mallarmé a los que puso música Ravel es una de las experiencias transformadoras a que asistí. Margarita escribió con su particular talento y una afinación dactilar única sobre Greta Garbo”. Para el compositor y programador de arte experimental contemporáneo Martín Bauer, “Margarita es una persona incomparable, de muy elevada formación, gran pianista, estudiosa refinadísima, la mejor performer, la más carismática que se pueda encontrar en el mundo de la música contemporánea. Siempre te dobla la apuesta: algo que uno esperaría de los jóvenes, lo hace ella. Margarita arma todo un subtexto que solo ella conoce, hace citas, toma detalles de obras anteriores y los lleva a las que le siguen... He tenido con ella experiencias artísticas increíbles en los ciclos del San Martín, en los Centros de Experimentación del Colón y del Argentino, también viajamos a Berlín con Conferencia, una creación conjunta.”
En la tarde francamente estival, cerca de un antiguo y noble ventilador, Margarita Fernández, lúcida y jovial, se dispone a la entrevista, luego de haber preparado una riquísima tarta de peras de la que la cronista dará buena cuenta. Sin duda, a ella ha de parecerle una exageración la volanta de esta nota, “El genio femenino”, que alude a los libros de Julia Kristeva sobre Hannah Arendt, Melanie Klein y Colette, “por la superación operada por ellas en cada una de sus respectivas esferas, esclareciendo con una luz particular las mayores apuestas de nuestro tiempo”. Justificación de JK que le viene de perlas, como anillo al dedo a MF.
“Tengo gran respeto por la Academia, de ahí viene mi formación”, dice la dama del simplísimo vestidito a cuadros azules y blancos, que en un paréntesis te puede pasar la receta del arroz con leche chirle que a Mansilla le gustaba comer en casa de Rosas. “Aclaro esto porque ahora hay todo un movimiento de desapego que sospecho que tiene algo que ver con la fábula de la zorra y las uvas. La disciplina ciertamente suele empezar como un deber, pero que si es realmente elegida termina siendo un auténtico placer. Borges decía que toda lectura debe ser hedónica: aunque se trate de un texto abstruso, tiene que procurar alguna forma de placer...”
–De muy chica, yo quería aprender a leer y a escribir, pero como la música me salió al paso, supe leerla antes que las palabras... Escuchaba mucha música en casa en aquellos discos de pasta, por la radio. Además, mamá tocaba el piano, repasaba por gusto a Clementi, Czerny, hacía algunos números de las Escenas infantiles de Schumann. Mi padre escuchaba mucho a Debussy, que en aquella época era un contemporáneo total, a Stravinsky... Lo recuerdo llevándome al estreno de la Sinfonía de los Salmos, dirigida por Juan José Castro. También fui con él de chica a ver una obra que adoraba, Petrushka: si en la temporada de ballet la daban cuatro veces, yo no quería perderme ninguna función.
–Amaba el circo. Ciertos espectáculos circenses figuran entre mis recuerdos más entrañables, más emocionantes. Aunque primero quería ser aviadora y me subía a la terraza con mi primo a la hora de la siesta, con un taburete que hacía las veces de volante y unos prismáticos, después –enamorada del circo– decidí volverme equilibrista o trapecista... En el Coliseo de la calle Charcas –hoy Marcelo T. de Alvear– se presentaba un famoso grupo alemán que tuvo alguna participación en el cine, Los Cuatro Diablos. La arena se instalaba en ese teatro, movían las butacas en círculo y ellos salían con mallas de vivos colores, llevando una capita corta con capucha de la que salían los diabólicos cuernos. Trabajaban con red hasta el momento en que hacían la prueba más difícil en el vacío. No tengo suficientes palabras para decirte lo que yo sentía cuando sonaba el redoble de tambores y los veía a ellos ahí arriba, iluminados mientras la platea se oscurecía, haciendo esas pruebas increíbles. Algunos circos de aquella época tenían animales, a mí me atraían los leones. El número final era siempre pasar por el aro de fuego y a mí me parecía que el león tardaba una eternidad, me asustaba un poco ese látigo de los domadores, del que saltaban chispas... Siempre he tenido una gran admiración por los artistas circenses, de vocación absoluta, con tanta entrega para ejercitarse, tan aventurados. Otra cosa que me encantaba era el desfile del comienzo, con todos los artistas y una orquestita acompañándolos. Me fascinaba ese universo de color y fantasía, ese ritmo, las coreografías. También me gustaba mucho ir al zoológico. Mi madre le recomendaba a mi padre: “No la lleves a ver las serpientes”. Ella sabía de la atracción-repulsión que me provocaban. Por supuesto, lo primero que yo le pedía a papá al llegar era por las serpientes, que estaban en un lugar especial, rodeado de un gran declive. Bajaban a esa hondonada y después no podían subir. Las tenía ahí, detrás de la reja, casi al alcance de la mano. Me impresionaban, sí, y después por la noche tenía sueños con serpientes...
–Sí, desde muy chica. Hasta los 5 viví en el Barrio Sur, la casa era muy amplia, con habitaciones que daban a grandes patios llenos de plantas. A media cuadra estaba el cine, me acuerdo bien del timbre que llamaba a la sección vermouth, a las 6 de la tarde. A mi abuela le encantaba ir, ella me llevaba. En esa sala de la calle Piedras, antes de cumplir los seis, vi por primera vez a Greta Garbo en Reina Cristina: en una escena, la reina va a una sala enorme donde está el trono, se sienta y medita sobre su abdicación. Para dirigirse al trono, lleva una lámpara y la oscuridad la rodea. De niña, creí que ella caminaba sobre el mar... También vi a Marlene Dietrich en Fatalidad, ella hacía de espía, traicionaba a su país por amor y cuando iban a matar al hombre que amaba, tocaba Claro de luna de Beethoven. Al poco tiempo, nos mudamos a Bulnes y avenida Alvear, que ahora es Libertador. Ahí también había un cine de barrio, en Cabello, con un patio enorme antes de la sala, de modo que cuando había función infantil, los chicos jugábamos allí hasta que el acomodador tocaba el timbre. En ese cine disfruté mucho del seductor Capitan Blood, con Errol Flynn.
–En esa casa grande del Barrio Sur había un piano vertical y yo ensayaba tocarlo, ponía los dedos imitando a mamá. Cerca de mi casa, vivía un profesor de música, exiliado, que como todos los pianistas húngaros decía que había aprendido con un discípulo de Liszt... Una vez al mes hacía audiciones de alumnos, mandaba invitaciones un poco para promocionarse, se especializaba en enseñar a niños. A casa llegó una de esas invitaciones y luego el profesor la abordó a mamá y le preguntó por qué no me llevaba a una prueba. Yo acepté enseguida la propuesta porque este señor tenía dos pianos de cola que me parecían magníficos, en un gran salón con chimenea. Por ese entonces tenía cinco años y medio.
–¿Viste? Bueno, fuimos con mamá, subimos la escalera de mármol. El hablaba con mucho acento húngaro alemán, tocó una antigua canción española y me alentó a imitarlo. Ahí empecé a estudiar piano con Kada Jenos. Ahora te cuento lo que me pasó con la lectura: el profesor nos ponía a tocar mucho a cuatro manos, el hacía las transcripciones de ciertas músicas. Al principio, yo lo registraba por el oído, por sus indicaciones, pero pronto empezó a enseñarme a leer, cosa que veía que hacían otros alumnos mayores, y yo no quería quedarme afuera. Con sus discípulos que enseñaban teoría, aprendí a leer solfeo de aquella época, y sobre todo música. Un día, mamá me llevaba a la lección de piano y empezó a llover con ganas, nos refugiamos en un umbral donde también se metió una señora. Mamá llevaba un portafolio con mis músicas. “¿Va al colegio la nena?”, preguntó la señora. “No, a la clase de música.” “¿Toca de oído?” “No, lee música mejor que las palabras.” La mujer se sorprendió: “Ah, no. No puede ser que un chico lea primero música. Yo soy maestra de escuela y le digo que es imposible...”
–Claro, es un abstracción que yo quise descifrar lo antes posible. La teórica que se llamaba María Teresa Aguirre nos enseñaba las cinco líneas del pentagrama, las claves que modifican el sonido de las notas. Poco a poco, casi sin darme cuenta, empecé a leer música. Al mismo tiempo, me entró la ansiedad por leer las letras, las palabras, los cuentos... Con el profesor húngaro estuve hasta los siete, ocho años, luego estudié con un profesor muy bueno, Rafael González, y ya en el Conservatorio de París, con Robert Casadesus. Siempre me interesó mucho toda la parte de Teoría, Estética, de modo que se dio un constante paralelismo entre mi carrera de pianista y la referida a la teoría. Un paralelismo que sigue hasta ahora: entonces, ocurre que alguna gente solo me conoce como pianista y desconoce que dicto seminarios, escribo. Y al revés. En el medio está esa tierra de nadie de la música y el teatro, un cruce que me importa, aunque algunos músicos puristas lo ven como una frivolidad, incluso como una herejía. Yo todo lo hago desde la música, es mi red para salir al escenario, aunque no toque el piano. Martín Bauer entiende muy bien este cruce, como lo entendía Alberto Fischerman, un hombre que había estudiado violín y llevaba al cine esa sensibilidad. El decía: “El cine tiene que escuchar a la música como un discípulo escucha a su maestro...”
–En absoluto, afortunadamente. Todo se fue dando con naturalidad. En cierta oportunidad, mi madre, con sentido práctico, me dijo: “Te voy a enseñar a coser un botón”. Ay, lo que me costó: ella me daba las indicaciones correctas pero no me salía bien. “Tenés que ensayar”, me señaló. Y ensayé, pero después me olvidé. Y cuando ya era becaria en París, tuve un episodio gracioso: tenía yo unos veintidós, veintitrés, y uno de mis compañeros, Julio Gómez Carrillo, de pronto me anuncia: “Se me cayó un botón y no sé coserlo”. Le dije que yo lo arreglaba, se lo puse a mi manera y él se mostró encantado. Al día siguiente, me di cuenta de que lo había hecho mal, cosiendo con forro y todo. Aunque él estaba contento, yo sabía que tenía que corregir esa costura: le pedí el saco, lo llevé a mi cuarto y lo cosí bien. Se lo conté a mamá en una carta y ella me respondió: “Claro, porque vos aprendiste bien muchas cosas interesantes y hermosas, pero otras que son útiles y también hermosas, no las aprendiste...”
–Mis padres eran muy afectuosos, pero nos ponían límites, a mí y a mi hermano menor; claramente, había cosas que estaban bien y cosas que estaban mal. Todas las actividades relacionadas con la música las hacía porque mostraba esa disposición, nadie me obligaba. Entre otras músicas, mi padre escuchaba la Sonata para viola, flauta y arpa de Debussy, que en aquel momento era muy nueva, fuera de lo tradicional y ortodoxo. Esa sonata a mí me enloquecía desde muy chica: había un momento en el comienzo, un dibujo muy corto, no de expansión melódica sino de concentración, que se prolongaba y progresivamente iba cambiando el timbre. A mí eso me producía una sensación auditiva que me estremecía, y me sigue estremeciendo. Mi padre era wagneriano y un poco más grande asistí, hechizada, a la Tetralogía completa. Wagner estuvo entre mis primeras experiencias operísticas. Ya tendría unos trece o catorce cuando papá viene con la noticia de que un amigo que sacaba el abono para la Temporada Alemana le ofrecía dos cazuelas para La Walkiria. Casi no pude dormir la noche anterior, conocía esa obra porque la había escuchado por radio en transmisión directa del Colón. Más tarde, a los diecisiete, vi un Mozart, Las bodas de Fígaro, ¡qué maravilla! Y un 14 de julio, Pelléas et Mélisande, de Debussy, en la época en que la colectividad francesa celebraba su fiesta nacional en el Colón y mi padre asistía, como buen hijo de francesa. Todavía no tenía mucha relación con la ópera italiana, salvo con la barroca, monteverdiana.
–No todavía. Pero cuando ya estaba estudiando Composición en el Conservatorio Nacional, nos dieron una tarjeta para asistir a todos los ensayos del Colón. Allá íbamos Roberto Caamaño y yo, partitura en mano. Ese año daban Simon Boccanegra, de Verdi. Roberto estaba entusiasmado, yo no tanto. Pero en los ensayos parciales empecé a escuchar realmente esa ópera y no podía dar crédito a tanta belleza. El protagónico lo hacía un gran cantante, Leonard Warren, y la protagonista era nada menos que Delia Rigal. Otra ópera con la que aprendí enormemente en los ensayos fue Las bodas de Fígaro, dirigida por Erich Kleiber.
–En cierta forma, sí. En los cuatro primeros años, en el Conservatorio hice toda la parte de Armonía y Contrapunto, Historia del Arte, Historia de la Música, Pedagogía y Didáctica. Después, los que querían entrar a Composición tenían que dar un examen de admisión que constaba de varias pruebas, una de las cuales era ponerle música a una poesía como si fuera una canción. No podían entrar más de cuatro, quedamos tres. Perla Brugola, una buena pianista que ya falleció; Simón Blech, que llegó a dirigir mucho, y yo. Había ingresado a los trece y salí a los veinte del Conservatorio. Poco después se produjo la diáspora europea, muchos de sus integrantes vinieron a la Argentina. Yo me contacté con el primer grupo, los fundadores del Collegium Musicum original, a semejanza de los que había en Viena, de donde llegaban. Este grupo estaba muy ligado a todo el movimiento atonal y dodecafónico. Estudié con ellos, hice práctica coral. Miguel Gielen, profesor asistente de coro y compositor –hijo del puestista del Colón Joseph Gielen–, después hizo una gran carrera en Europa. Un día, Miguel me invita a su casa para enseñarme algo especial. En su pequeño departamento tenía un piano vertical y me dice: “Te voy a mostrar una de las grandes obras del siglo XX, Wozzek, de Alban Berg”. Abrió la partitura, en la transcripción para piano, y estuvimos tres horas, haciendo él todos los comentarios. Le estoy eternamente agradecida por su pura generosidad.
–Siempre había querido viajar a Europa, y si me daban a elegir, a Francia, país que tenía un rol estelar en mi imaginario artístico, sensible... Cuando llegué a París tuve una sensación de familiaridad, de “yo estuve antes acá, no sé cuándo, pero estuve”. Eran los años ’50, tuve muy linda relación con Roland-Manuel, el profesor de Historia y Estética del Conservatorio. Era un seminario de posgrado para seis personas que ya habían cursado la materia. En la primera hora, este profesor hablaba, leía, daba textos. Y en la segunda, después de agarrar el tabaco y encender la pipa, empezaba a reflexionar, nos llevaba a entrar en esa reflexión.
–Me gustaba, sí. Pero más me importó haber visto mi primer Bresson, El diario de un cura rural, cuando se estrenó en 1951. Me había hecho socia de un cinéma d’essai, donde descubrí a Murnau a través de Mefistófeles. No era una sala convencional sino una casa, ponían sillas en una habitación, hasta había un ropero y un tipo se sentaba encima para ver mejor. Era un ciclo expresionista que incluía El gabinete del doctor Calegari, El ángel azul... Las copias no eran buenas, pero la emoción superaba todo. En cambio, sí eran excelentes las que vi en la década del ’80, cuando trabajaba en los textos sobre Garbo. Le había pedido una carta de presentación a Paulina Fernández Jurado, de nuestra Cinemateca, para presentar en la de París, dirigida a Mary Meerson, cuyo ilustre marido, Henri Langlois, había muerto diez años antes. La llamé, escuché una voz que parecía de barítono, pedí por madame Meerson. Cést moi, dijo la misma voz. Ella me facilitó las cosas y me avisó que iba a ver una de las más grandes escenas eróticas de la historia del cine en torno a un cigarrillo, en El demonio y la carne. Yo, además, quería rever Anna Karenina, La dama de las camelias, Reina Cristina... En la sala grande, cinco días seguidos me encontré a solas con Greta Garbo...
–No empecé tan pronto. La primera vez tenía dieciocho, en la Sociedad Científica, después toqué en la Casa del Teatro: fueron las primeras pruebas a la intemperie. Claro que hubo previamente pequeñas reuniones de alumnos donde se tocaba. Lo primero que advertí fue la importancia de la concentración, de llegar al momento en que se va dominando la situación. En la primera oportunidad, toqué una partita de Bach, y era como si otro tocara por mí, y a la vez me sentía dentro de la situación. Después me di cuenta de algo que ya me habían dicho: hay que aflojarse mucho para que la música te empiece a ganar. Entonces, poco a poco te das cuenta de que vos empezás a hacer música, es como una conquista. Un momento muy raro en que te quedás a solas con la obra y al mismo tiempo es cuando empieza a establecerse la comunicación con los otros. Si lográs este estado, es como si la comunicación se diera por añadidura. Me parece a mí que el intérprete musical es inocente de los duendes escénicos que destila...
–Es cierto, pero debo decirte que siempre tuve claro el no hacer compartimentos estancos. Me gusta ese título de uno de los escritos de Boulez, “Los problemas contemporáneos de la música”. Lo que vale es la vigencia de ciertas obras que por algo se convierten en clásicos.
–Ah, eso siempre me resultó arduo. No el hecho de laburar, sino tener que ganarme el pan, no tengo esa habilidad. Al volver de los Estados Unidos, de Yale y Cornell, estaba desorientada, sin conexiones. Pero Hugo Parpagnoli, que dirigía el Museo de Arte Moderno que funcionaba en el Teatro San Martín, aceptó mi propuesta de un seminario de doce clases. Lo había articulado sobre tópicos de la música contemporánea y el título me lo inspiró Malraux, Antihistoria de la Música. Eran clases abiertas en la sala Lugones, al mediodía. Tuve la asistencia perfecta de alguien a quien quería y respetaba mucho: el compositor Juan Carlos Paz.
–Fue en el Club Americano. Cuando estrené esa sonata, ya sentía que me iba alejando hacia algún otro lado, ese territorio que suelo nombrar “el lago”, donde me instalé durante mucho tiempo, a partir de 1968, 1969. En esa etapa me casé, luego empecé a hacer la experiencia del entronque de teatro y música, cuando Fundamos el Grupo de Acción Instrumental, con Jorge Zulueta y Jacobo Romano; hicimos varias obras, al final se incorporó Ana María Stekelman. Este período se cierra con el film La pieza de Franz, la suma de nuestros trabajos a través de la mirada de Alberto Fischerman, que incorpora otros elementos, como la política. En 1977, me separé de este grupo y ahí, alejada del mundo de lo institucional, fue cuando escribí Garbo I y Garbo II, Dos encuentros insospechados. Mi marido, que entendía perfectamente la situación al cabo de un tiempo, en 1986 me sugirió: “Me parece que tendrías que volver al ruedo otra vez, porque si no, vas a desaparecer para siempre”. Aunque escuchaba música con partitura en casa, la analizaba y escribía, solo iba a algunos festivales de música electroacústica que organizaba Francisco Kröpfl. Precisamente, una semana después de aquel comentario, empezaba un nuevo festival en el Centro Recoleta. Después de la audición, se me acerca Francisco y me dice que tiene la idea de que haga para esos jóvenes una introducción a la música contemporánea. Pergeñé un seminario a partir de una obra de Schönberg, Farben, muy enigmática. Entonces, volví al piano, a trabajar con un compositor que me interesaba mucho, Helmut Lanchenman. Y me relacioné con la gente del Centro de Estudios Avanzados en Música Contemporánea (Ceamc), con Martín Bauer. Cuando me preguntaron qué haría, primero dije: cine y música. Bresson, algún Bergman, Straub... Como no había proyector, propuse una introducción a la poética de Lanchenman. Entré de lleno, fue como un segundo nacimiento, en 1999. Creo que por eso les parezco más joven... Una relación muy fecunda con Martín, hemos hecho lindas cosas en estos once años.
–Tiene un subtítulo que da algunas pistas: Concierto escénico para agua, luz de gas, piano y escalera. El agua aparece en la primera obra que abre el concierto, Membrana lluvia, del austríaco Peter Aplinger, bastante complicada tecnológicamente. La obra que cierra es Guero, de Lanchenman, que tiene diferentes circuitos, uno de seis secuencias cinematográficas extraídas de la película de George Cukor, Gasligth (acá estrenada como La luz que agoniza); otro nivel organizado en torno de tres imágenes duchampianas: el famoso ready made Eau et Gaz, Etant Donnés y el Desnudo bajando la escalera. Este desnudo es uno de los protagonistas, desciende guiado por un preludio de Bach, una Gymnopédie de Satie, al preludio lo sigue una fuga y hay un extracto de la Cuarta Balada de Chopin, la pieza 1952 de Morton Feldman y finalmente la composición de Lanchenman. Para llevarla a escena, cuento con la inestimable complicidad de Martín Bauer, ambos sabemos que exige mucha producción y que hay que tener un buen piano para tocar esas piezas, amén de ciertos elementos escenográficos, como la escalera en caracol... En este momento, estoy revisando la obra, el proyecto está en pie. Hasta me resignaría a no representarla, pero no me resigno a no seguir trabajando en ella.
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