Vie 09.05.2003
las12

ARTE

Sin título

Formas puras, objetos sin nombre, piezas que parecen propias de un sueño infantil componen la muestra de Elba Bairon en la galería Luisa Pedrouzo.
Estas obras bellas que difícilmente admiten palabras, dialogan entre sí y construyen un universo personal y perfecto: el de la artista.

por Marta Dillon

En el centro de la galería una muñeca yace como abandonada, con su canasta negra sobre la cabeza, el brazo en jarra como una bailarina de folklore español y un trozo de pasto pintado arrancado de ningún lado para que ella pueda pararse sobre sus pies pintados. La está velando una gallina de cresta roja, paradita sobre su propio montículo verde, la única cosa que está erguida en esta galería blanca y silenciosa en la que los objetos están apoyados como una graciosa concesión para el espectador. Porque todo lo que rodea a la muñeca de escala humana que yace en el suelo junto a su gallinita blanca podría también estar volando como vuelan los objetos en los sueños, yendo y viniendo en espirales, convirtiendo lo inocente en amenazador y lo impensable en cierto. Elba Bairon, la hacedora, abre una sonrisa tímida para que sus ojos vaguen por el suelo mientras busca alguna palabra que la conforme para agregar a la obra que expone en la galería Luisa Pedrouzo. Pero ninguna sirve. Si ella ya hizo, por qué debería hablar ahora. Que le da vergüenza, que no tiene nada interesante que agregar a esas cuantas piezas que descansan (al menos eso parece, que las piezas también se tomaron un respiro para dejarse observar, que acordaron quedarse quietas por una vez) en una galería tan despojada como las obras que Bairon expone. A regañadientes entonces, Elba confesará que la única figura de la muestra –la única que acepta algún mote más que objeto o pieza– se despegó de unas acuarelas pequeñas, que pintó por puro placer, porque la muñequita le parecía linda, simple, sintética, hace poco menos de diez años. Ahora la figura volvió por su deseo de “conectar(se) con un cuerpo”. Aunque ese cuerpo allí volcado, de colores desteñidos, también termine siendo abstracto.
Estos objetos sin título (aunque la descripción de los materiales: cartón piedra, pasta de papel, estuco, funcionen como tal) parten de una idea. Son la materialización de una idea, dice Daniel Molina en el prólogo del catálogo, que insiste, casi como una declaración política, que idea no significa concepto. Es algo que se puede anotar, sin embargo, algo que puede ser puesto en palabras, aunque Bairon las retacee, porque es así como empieza a trabajar. Primero escribe la idea inicial, después necesita de toda su atención para que las formas que le sugieren los materiales no la lleven de viaje demasiado lejos de su punto de partida. Ella es una mujer rigurosa que busca el despojo como un norte hacia el que avanza, en su obra y en su vida, por decisión propia y por necesidad. Porque su arte es reflejo de un universo personal que habita en este mundo y en estas coordenadas de tiempo y espacio y tampoco ha podido (ni ha querido) sustraerse de esta época de pérdidas y despojo. Esta vez buscó la extrema simplicidad de las formas, encaró un cuerpo, como ella dice, pero un cuerpo que remite a lo barato, “sin ningún sentimiento popular”, sólo intentando ser fiel a sí misma, a eso que anotó en un papel y que puede ser tan sencillo como “todo opaco”. Una consigna que no pudo cumplir porque después le pareció vacua aunque lo único que haya de brillante en su muestra es un “punto negro”, según la hacedora, la copa de un helado, para quien escribe, al menos la huella de una lamida que remite en su reflejo a la humedad de la saliva. Hay también un objeto rojo, facetado,que no es brillante pero destella por el color del óleo y porque es pleno y parejo y si no fuera por las aristas podría decirse también que es un punto, un punto rojo en un universo de blancos y negros que parecen desprendidos de esa figura principal, como si se la hubiera desmembrado y desteñido hasta convertirla en lo que fue antes de que los colores le prestaran algún rasgo de humanidad. Como si la muñeca hubiera estado en manos de un niño en la etapa oral que la ha sobado hasta que perdió su forma, hasta convertirla en lo que fue en un principio. O en lo que no es.


Alguna vez a esta mujer de 55 años la conmovió el rigor de la técnica. Fue cuando dejó la Escuela de Bellas Artes de Montevideo para estudiar pintura china. Entonces se maravilló por ese mundo estricto, reglado, contenedor para quien, por fuerza, había tenido una vida errante. A los cinco años dejó el país de sus padres, Bolivia, buscando refugio de la persecución política. La familia pasó por Brasil, por la Argentina, hasta que tuvo que desmembrarse para poder resistir y a Elba le tocó la casa de una tía en Uruguay. Allí fue donde el corset de la pintura china, casi una caligrafía para ella, le enseñó cómo el azar y la voluntad pueden conjugarse para que un trazo se convierta en un dibujo. Fue después de ese apego a la norma que viajó a Buenos Aires, que estudió grabado porque todavía no podía soltarse de la seguridad de un soporte técnico y que dejó todo para dedicarse a criar a sus hijos, aunque nunca dejó de dibujar. No sé decir si perdí o gané el tiempo que dediqué a los niños, dice Elba con pudor de madre. Lo cierto es que necesitó de ese tiempo de silencio para encontrar su lenguaje propio, para animarse al volumen y encontrar allí la materia con que construiría su universo privado. Ahora que ha recorrido ese camino, que el volumen le ha dado la libertad suficiente como para abandonarlo todo menos las formas puras, Elba se pregunta cómo será dibujar. Cómo será volver al principio. O mejor, que las armas del principio vuelvan ahora cuando hay tanto por detrás como por delante. La incógnita es tentadora, pero por ahora es sólo eso. Elba prefiere no hacer demasiados planes. Sencillamente porque el tiempo concreto es lo que necesita para alumbrar sus piezas. Y necesita tanto que a veces cree que no le va a alcanzar. “Es que siento que soy muy lenta, que la mitad de las ideas que tengo se quedan en el camino. No sé si es que dudo demasiado o que la preparación artesanal de los materiales conspira en mi contra.”


“Estas piezas, como me sucede en la mayoría de las muestras, toman sentido cuando están juntas. No digo que no puedan separarse pero me da la sensación de que solas son más mudas todavía.” Si las piezas pierden el habla en soledad, juntas construyen un silencio espeso. Tal vez porque hay cierto conflicto entre las piezas romas y las filosas, como si las primeras temieran el contacto con las segundas. Como si las aristas de esos objetos que remiten a estacas o, en una mirada más inocente, a gomas de borrar que cuando empiezan a ser usadas (produciendo ese placer sencillo de eliminar los rastros del grafito del papel blanco) serán también romas, serán hermanas de las otras piezas que ahora merecen estantes, mesitas, repisas. Las filosas habitan el piso, sólo una se irguió desde esa primera superficie y necesitó de la pared para conservar su altura. Las otras, las que merecen su soporte, a su vez, parecen estar ahí sólo para sostener esos agujeros que las animan como una invitación. A meter el dedo, como los niños, a conocer lo que hay del otro lado poniendo en riesgo el cuerpo en ese juego, sabiendo que no hay del otro lado más que lo que se puede inventar. Elba Bairon expone estas obras como una ofrenda, en la perfección de las formas puras se pueden adivinar sus manos recorriéndolas una y otra vez, con la mente en blanco, o en el blanco, obligando al material a cumplir con su deseo primero, ese que anotó en el papel. Pero dejando a la vez que la forma la seduzca, le enseñe el camino, hasta que ella diga basta, hasta aquí llegamos. Porque si no pusiera unpunto esas formas podrían seguir evolucionando y ella quiere parar. “Parar un poco”, dice, como si ésa también fuera una ofrenda para los otros, una invitación a suspender el caos cotidiano y perderse en el mundo arrasado de Elba Bairon.

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